Por Eduardo Luis Aguirre



Siempre ha habido canallas en las causas justas. Sujetos que, desde el fondo de la historia, pudieron tener la razón política, pero renegaron de la razón ética. Toda comunidad, toda democracia, toda expresión popular arrastró en su cauce a un sedimento barroso, un número indeterminado de sinvergüenzas e inmorales. Esto no es más que la resultante obligada de la condición humana. Es importante tener en cuenta estas mixturas entre épica y ética. Hay una cuestión cultural que incide de manera determinante, en los pueblos y en sus gobiernos. El amarre a un presente perpetuo impide pensar sobre el pasado y construir una idea de futuro.

Quien domina el relato del pasado, aunque sea el inmediato, disciplina también los discursos y las lógicas del presente, como dice el escritor Javier Cercas. Nosotros podemos contemplarnos en el espejo de la historia mitrista, que es a la que en general se recurre. Esa referencia no supone solamente una tergiversación de los hechos y de las fuerzas en pugna, construye una cultura colonial y formatea el presente y el futuro. Una evidencia categórica de esas mistificaciones lo constituye la mitología del héroe. Del héroe que es siempre parte del pasado, lo define y lo ilumina, en una caracterización ficcional de la cual es prácticamente imposible evadirse. Los más veteranos no necesitamos dispositivos ni otra tecnología. Nos basta con el legendario repiqueteo del Billiken o de los libros ya ajados de José Cosmelli Ibáñez y con la tarea ardua de cantar el himno a Sarmiento. Imposible que nuestros jóvenes se sientan interpelados por el préstamo Baring Brothers, lo que se puso en juego en Caseros (la mayor batalla acontecida en el territorio nacional) o en la denominada conquista del desierto. Es tan fuerte la pregnancia del pasado que la principal debilidad de los movimientos nacionales y populares es la virtual imposibilidad de concebir a los hombres en relación a sus circunstancias, fundamentalmente, la imposibilidad de crear o imaginar un futuro. El gran problema de las izquierdas después de la caída de las burocracias socialistas fue la debilidad para reconstituir un porvenir que el marxismo clásico había ideado. Solamente el peronismo fue capaz de lograr que en las subjetividades mayoritarias se conformara a mediados del siglo pasado una idea de crecimiento, prosperidad y mística infinita. Desde entonces, en la Argentina, fue hegemónica la cosmogonía reaccionaria. Hoy casi nadie se atreve a controvertir la desigualdad como un hecho natural. Si todo esto fuera poco, los viejos y modernos aparatos ideológicos del estado propalan un lenguaje plagado de resentimiento, que se ensambla perfectamente con la percepción de millones de sujetos frustrados, desplazados, humillados, furibundos, a los que, como colofón, se les exhibe una corrupción oprobiosa que roza lo inimaginable. Empezando por las deplorables andanzas presidenciales. Porque una cosa es asumir que la historia la escriben los pueblos, que los héroes son una creación oligárquica a medida, y otra es protagonizar un raid escatológico capaz de opacar hasta la entrega del país en la que se encuentra empeñado el actual gobierno argentino.

Cuando hablo de crear un futuro como desafío político, distingo el tiempo por venir del “progreso”. La idea positivista del progreso dentro de este orden criminal nos va a llevar, como ocurrió siempre, a los peores lugares. Por el contrario, la articulación de una idea de futuro casi seguramente debería incluir el respeto y el fortalecimiento de las tradiciones. Como viene aconteciendo en la mayoría de los países donde la globalización se bate en retirada fugaz.

La creación de una idea de futuro contempla principalmente a las mayorías, sus creencias, dramas y ritos, a las minorías oprimidas o excluidas cuyas perspectivas sean amigables respecto de lo común a las demás almas desnudas devastadas por el neoliberalismo. Esa sería la composición del nuevo sujeto político. Ni un mausoleo al peronismo de posguerra ni un tributo al progresismo devastador, componente indudable de la mayoría a recrear. Para que esto sea posible, hay que utilizar las prácticas, la tecnología y los nuevos instrumentos que proporciona la política. Pero además debemos reivindicar el argumento como forma de hacer política, la palabra, el diálogo, el capital simbólico. También reformular los liderazgos. Y aquí el cambio debe ser prioritariamente ético. Nuestros hombres y mujeres deben poder atravesar sin dificultades la amplitud de toda una comunidad. Yo sé que esta asignatura no figura en las manualísticas de campañas. No me cabe duda alguna de que se trata de un componente humano indispensable para recrear, con hombres y mujeres comunes, sin echar mano al bronce monumental -destinado a falsificar los tiempos- de los héroes ni al hartazgo de la mezquindad y la gambeta corta, en cualquiera de sus acepciones. La mayoría de los políticos, portadores sanos de la lógica gestiva, renuncian a los cambios posibles e inteligentes porque asumen su poder como la capacidad de dominar a los obedientes. Nada mejor, en este punto, que evocar al maestro Enrique Dussel, para quienla ética en la política se halla indisolublemente ligada al concepto ancestral de “poder obediencial”.Según esta concepción de raigambre indígena, los que mandan, mandan obedeciendo. En consecuencia, la relación entre quienes gobiernan o conducen y sus representados implica una simetría entre los valores que motivaron su representación y el ejercicio práctico del poder. En sus palabras, “El que manda es el representante que debe cumplir una función trascendental de la “potestas”. La provisoriedad del conductor está siempre sometida a un escrutinio ético: "Así,  al representante se le “atribuye “ una cierta autoridad momentánea (porque la sede de la “auctoritas” no es el gobierno, sino siempre en última instancia la comunidad política),  para que cumpIa más satisfactoriamente en nombre del todo (de la comunidad) los encargos de su oficio; no actúa desde sí como fuente de soberanía y autoridad última sino como delegado, y en cuanto a sus objetivos deberá obrar siempre en favor de la comunidad, escuchando sus exigencias y reclamos. "Escuchar al que se tiene delante", es decir: obediencia, es la posición subjetiva primera que debe poseer el representante, el gobernante, el que cumple alguna función de una institución política”. Una evidencia más de que quizás lo más fuerte no ancla en el progreso y el progresismo eurocéntrico sino en las prácticas de nuestos hermanos, los indios.