Por Eduardo Luis Aguirre
Siempre ha habido canallas en las causas justas. Sujetos que, desde el fondo de la historia, pudieron tener la razón política, pero renegaron de la razón ética. Toda comunidad, toda democracia, toda expresión popular arrastró en su cauce a un sedimento barroso, un número indeterminado de sinvergüenzas e inmorales. Esto no es más que la resultante obligada de la condición humana. Es importante tener en cuenta estas mixturas entre épica y ética. Hay una cuestión cultural que incide de manera determinante, en los pueblos y en sus gobiernos. El amarre a un presente perpetuo impide pensar sobre el pasado y construir una idea de futuro.
Cuando hablo de crear un futuro como desafío político, distingo el tiempo por venir del “progreso”. La idea positivista del progreso dentro de este orden criminal nos va a llevar, como ocurrió siempre, a los peores lugares. Por el contrario, la articulación de una idea de futuro casi seguramente debería incluir el respeto y el fortalecimiento de las tradiciones. Como viene aconteciendo en la mayoría de los países donde la globalización se bate en retirada fugaz.
La creación de una idea de futuro contempla principalmente a las mayorías, sus creencias, dramas y ritos, a las minorías oprimidas o excluidas cuyas perspectivas sean amigables respecto de lo común a las demás almas desnudas devastadas por el neoliberalismo. Esa sería la composición del nuevo sujeto político. Ni un mausoleo al peronismo de posguerra ni un tributo al progresismo devastador, componente indudable de la mayoría a recrear. Para que esto sea posible, hay que utilizar las prácticas, la tecnología y los nuevos instrumentos que proporciona la política. Pero además debemos reivindicar el argumento como forma de hacer política, la palabra, el diálogo, el capital simbólico. También reformular los liderazgos. Y aquí el cambio debe ser prioritariamente ético. Nuestros hombres y mujeres deben poder atravesar sin dificultades la amplitud de toda una comunidad. Yo sé que esta asignatura no figura en las manualísticas de campañas. No me cabe duda alguna de que se trata de un componente humano indispensable para recrear, con hombres y mujeres comunes, sin echar mano al bronce monumental -destinado a falsificar los tiempos- de los héroes ni al hartazgo de la mezquindad y la gambeta corta, en cualquiera de sus acepciones. La mayoría de los políticos, portadores sanos de la lógica gestiva, renuncian a los cambios posibles e inteligentes porque asumen su poder como la capacidad de dominar a los obedientes. Nada mejor, en este punto, que evocar al maestro Enrique Dussel, para quienla ética en la política se halla indisolublemente ligada al concepto ancestral de “poder obediencial”.Según esta concepción de raigambre indígena, los que mandan, mandan obedeciendo. En consecuencia, la relación entre quienes gobiernan o conducen y sus representados implica una simetría entre los valores que motivaron su representación y el ejercicio práctico del poder. En sus palabras, “El que manda es el representante que debe cumplir una función trascendental de la “potestas”. La provisoriedad del conductor está siempre sometida a un escrutinio ético: "Así, al representante se le “atribuye “ una cierta autoridad momentánea (porque la sede de la “auctoritas” no es el gobierno, sino siempre en última instancia la comunidad política), para que cumpIa más satisfactoriamente en nombre del todo (de la comunidad) los encargos de su oficio; no actúa desde sí como fuente de soberanía y autoridad última sino como delegado, y en cuanto a sus objetivos deberá obrar siempre en favor de la comunidad, escuchando sus exigencias y reclamos. "Escuchar al que se tiene delante", es decir: obediencia, es la posición subjetiva primera que debe poseer el representante, el gobernante, el que cumple alguna función de una institución política”. Una evidencia más de que quizás lo más fuerte no ancla en el progreso y el progresismo eurocéntrico sino en las prácticas de nuestos hermanos, los indios.