Por Eduardo Luis Aguirre

Raúl Scalabrini Ortiz es uno de los intelectuales más notables de los que puede jactarse esta nación. Tuvo la sutileza de la pluma y la puntería letal del pensador. Como en casi todos los casos, resultó injustamente subalternizado, diría que casi ignorado. Vaya uno a saber qué perverso entramado colonial es capaz de precipitar esas amnesias ominosas. Tal vez es un reflejo de los poderosos para aquellos que dicen y escriben haciendo pie en el lugar en que inscriben su propia biografía. Quizás es una evidencia indiciaria de la vigencia más plena de la colonialidad. Scalabrini concebía el mundo desde Corrientes y Esmeralda. Un terrenal sentido de lo abstracto hacía que ese lugar fuera un punto nodal del universo que le permitía delinear las acechanzas de su época, que no difiere demasiado del oscuro horizonte de nuestros días. Lo extranjero, decía el escritor, no es el hombre. Lo extranjero es el capital esclavizador. Allí yace la verdadera inhumanidad. La amenaza de poder perder lo que, con nuestras arduas y sinuosas singularidades construimos después de 70 años. Lo escribía, Scalabrini Ortiz, en "El hombre que está solo y espera". Lo pensaba como un punto de partida de su visión del mundo. Ese mundo que escudriñaba a partir de la mítica encrucijada y que, con su magia, asimilaba a Buenos Aires. El mundo y el capital han crecido. Nuestro mundo es nuestra patria y el capital es el capitalismo financiero que está a punto de dar un golpe de muerte. De socavar las bases mismas del conjunto, de deshacer una historia de luchas y encuentros, de encarnar el desastre tan temido. Su "Biblia porteña" reaparece como una humilde epifanía. Retorna de un exilio imbécil y se planta frente a la posibilidad concreta de una catástrofe. Es paradójico. La catástrofe podríamos inferirnosla nosotros mismo. Por acción, por inacción y, sobre todo, por incomprensión plena de la complejidad del mundo, que vendría a ser este país. Los propios compañeros descreen de páginas milagrosas, más bien prefieren hacer control de daños de lo transicional. Los escribas, en cambio, insisten en las analogías ochentosas del desenlace. Y con esa módica herramienta intentan comprender lo que vendrá. Hay un error enorme en ese esfuerzo esquivo. En primer lugar, los ochenta debían ser observados al influjo del Consenso de Washington y la globalización. No hay forma de explicar los noventa y el péndulo meteórico entre salariazo y privatizaciones. Hoy, cuarenta años después, la globalización hace agua. Por todos lados. No hay país ni continente que no la haya sufrido, cada cual con sus intensidades respectivas. En este momento en que los nacionalismos afloran, también con sus peculiaridades de toda índole, es posible imaginar en límites triasianos. Trías delineaba los 4 barrios. Así como Scalabrini hacía pie en una esquina emblemática. La idea de los barrios, de los lugares, de las naciones que recuperan la soberanía, algo que Hrdt, Negri y el mismo Bergalli daban por perdido nos encuentra al borde de lo abisal. No valen las comparaciones. Al menos, no todas.