Por Diego Tatián (*)

 

La política es el reino de lo impuro. Votar, casi nunca es votar por alguien y casi siempre votar contra alguien para evitar que prospere lo peor, el summum malum que se cierne, inminente.

Cuarenta años de democracia nos han dejado, otra vez, al borde de lo peor. Al borde de lo peor, es necesario salir de la minoría de edad política que propugna el voto por sí mismo, el voto autocomplacido, ético, ideológico. Ese estadio del espejo deberá abreviarse, o más bien abandonarse, no queda tiempo de madurar. Un país al borde de lo peor exige salir de ahí, de la minoridad. Minoría de edad política es tocar la lira cuando Roma arde, sin saber que Roma arde -y sin saber siquiera que lo que se está realmente haciendo es tocar la lira. Dejar de seguir excluyendo al pueblo realmente existente con el lenguaje llamado inclusivo. Dejar de hablarle solo a quienes son como nosotros, hablan como nosotros y van a votar lo mismo que nosotros. Hay mundo y hay personas más allá de la feria de vanidades universitarias, de los narcisismos en los que las facultades de ciencias sociales y humanidades son pródigas. Al borde de lo peor significa que millones de personas pueden llegar a ser condenadas al abismo, mientras algunos juegan a quién es más puro. Sacarse el nylon, compañeros y compañeras.
Esta opinión (que la sucinta descripción anterior trata de honrar sin ninguna ironía, y que respeto por ser la de muchos amigos y muchas amigas), no es la mía.
No voy a votar a Massa (estamos hablando de la primera vuelta). Si llegara a ser el caso de que el discurso perfecto de Cristina el 25 de mayo desembocara en ese nombre -la historia no es avara en paradojas-, la voluntad política de millones de personas quedaría aterida e inerme. Ojalá ello no suceda. Ojalá sea Wado. O Axel, por supuesto -pero es atendible el argumento de que sería un error sacarlo de Buenos Aires. Que sea Wado, si vamos a ganar. Y que sea también él si vamos a perder. Perder con dignidad no es hacerlo por un puñado menos de votos. En mi opinión, digna sería una derrota -si tal cosa ocurriese- que evita una malversación. Ninguna elección es la última y lo peor que podría ocurrirnos sería sacrificarlo todo -¡tanto!- a una coyuntura electoral. Hay una activa espectralidad de la política: nunca se compone solo de quienes estamos vivos, sino también de quienes ya no lo están y de quienes no han nacido aún. Las decisiones y los posicionamientos también los involucran. 

Esto no quiere ser un elogio de ningún purismo. La política es, efectivamente, el reino de lo impuro. Pero nunca debiera ser solo eso. Como los clásicos del realismo no han dejado de enseñar, el poder no tiene otro límite que el poder. Hay una constitutiva diabolicidad de la política; no es posible transformar nada sin ella. No es eso lo que se discute. Lo que se discute es si aceptamos esa diabolicidad como un fin en sí mismo, o si somos aun capaces de subordinar las opacidades del poder a una claridad emancipatoria. Sin esa claridad (“Soy del pueblo y de ahí no me muevo” es una de ellas: una declaración que orienta sobre todo en la adversidad, cuando todo se mueve, pero que para lograrlo -no moverse- deberá ser inventiva y renovarse en continuación), sin esa claridad todo quedaría sumido en una contienda por no se sabe qué -o sí se sabe: por el poder en sí mismo. Si esa claridad llegara a faltar -tal cosa puede suceder, y eso sería parte de lo peor de lo que estamos al borde-, lo que aún está vivo pasará a ser un puro objeto de nostalgia (con César Vallejo: “¡Y si después de tantas palabras, / no sobrevive la palabra! / ¡Si después de las alas de los pájaros, / no sobrevive el pájaro parado! / ¡Más valdría, en verdad, / que se lo coman todo y acabemos!”).

 

(*) Publicado con la autorización de Diego.

Imagen original: Sinthoma y Cultura.