Por Eduardo Luis Aguirre

 



Recuerdo haber leído hace ya varias décadas un texto impactante que -si la memoria no me falla- pertenecía a Teilhard de Chardin.

 En ese trabajo, el descubridor del Homo erectus pekinensis conjeturaba que el primer indicio de inteligencia humana pudo haber sido la conducta racional del hombre primitivo de cortar una rama para utilizarla como defensa del embate de animales hostiles.

Esa transformación, que podría parecer menor, fue decisiva para garantizar la supervivencia de la especie. Un hombre transformaba disruptivamente su entorno para contener a las amenazas potenciales.

Trascurrieron miles de años de historia y el desafío cultural de los pueblos dignos bien podría remitir a la metafórica historia de la rama y la consecuente modificación de la naturaleza y la vida de las comunidades pretéritas para obtener una finalidad determinada y superadora. Actualmente –y esto es lo paradójico- el ser humano se encuentra en una encrucijada análoga: transformar la sociedad en la que vive o esperar que el neoliberalismo imponga estándares de degradación ética capaces de hacer colapsar nuestra casa común.

Al interior de la contemporánea disputa cultural habita también una puja dinámica vinculada inexorablemente a la ética.

El siglo XXI trajo consigo grandes antagonismos e inéditas desigualdades políticas, económicas, militares, culturales y también éticas. Es más, el globalismo se sostiene porque garantiza la reproducción de las condiciones asimétricas de la dominación y la explotación con las que el dispositivo neoliberal ha establecido a sangre y fuego su hegemonía mundial. Esas condiciones unilateralmente impuestas llevan consigo no solamente dinero, mercancías y prepotencia armamentística, sino que han añadido a su forma de control global punitivo la cultura, la ética, la propaganda y una colonización inédita de las subjetividades de los seres humanos. El dominio, entonces, aparenta se absoluto e irreversible.

Los pueblos dignos no pueden competir ni en armamentos ni en densidad económica, no poseen ni los grandes medios de comunicación ni las burocracias judiciales, ni los servivios de inteligencia. Las estructuras y las superestructuras mundiales parecen monopolizadas por el capital.

¿Qué hacer entonces, podríamos preguntarnos emulando la pregunta de Lenin? Pues recrear una forma de ética política que tercie en este horizonte cultural degradado. La ética es una herramienta incontrolable en la medida que se socialice y se multiplique. Los argumentos culturales de la emancipación no pueden disociarse de una ética militante y revolucionaria. No hay país en el mundo en el que los ciudadanos no expresasen su disconformidad con el sistema más desigual e injusto de la historia humana. El componente ético es un elemento insustituible de la lucha política.

Como decía Martí, hay que sembrar dignidad y rebeldía porque los pueblos sojuzgados únicamente pueden protegerse mediante la dignidad, que se construye mediante el conocimiento de nuestro pueblo, el amor a nuestra historia y a nuestros antepasados, a nuestras épicas y a los que menos tienen. Esa es, quizás, la primera condición de una ética descolonizadora, que pasa por la necesidad de que la mayoría tome conciencia de la explotación y la expoliación histórica a la que América y la Argentina han sido sometidas y cuáles fueron los factores reales que intervinieron en esa colosal exacción. Ser libres sería el objetivo de una ética política y cultural transformadora. Ese rol no puede ser obsequiado a creencias sectarias, retrógradas y engañosas como las que pululan en el continente ni a las grandes empresas periodísticas. Los pueblos están en condiciones de articular sus propias tecnologías culturales. Incluso de enamorar a los jóvenes, y en esto quiero ser claro. Durante la juventud es cuando fluye con mayor intensidad la rebeldía, el sentido de justicia, el amor a los otros y el deseo de vivir en sociedades más justas. Nos toca a los mayores orientar ese divino tesoro, esas ansias naturales de revertir las desigualdades y ponerle coto al desastre del capital. Esto no demanda un trabajo heroico. Sólo requiere paciencia militante. Saber que este proceso será largo y que nosotros solo podremos pensarlo y en el mejor de los casos comenzarlo o a lo sumo inducirlo. Pero serán nuestros jóvenes en quienes caerá la responsabilidad de profundizar esas tareas. En esos procesos de endoculturación y enculturación es necesario la presencia temprana de una nueva ética. Porque creer en los más jóvenes es también una postura política y profundamente ética. Los jóvenes que supuestamente votan a la derecha no han tenido la oportunidad existencial de analizar la vida en otra clave.

Nuestra tarea será, nada más y nada menos, que un esfuerzo empecinado de educación política, ética, profundamente revolucionaria y pacífica, cuyo primer objetivo es que nuestros interlocutores comprendan que el conflicto no supone una situación problemática sino un patrimonio. Los cambios sociales, los procesos emancipatorios, necesariamente se dan en el marco de un contexto de conflicto. No hay sociedad que cambie sino a través del conflicto. El concepto de conflicto es esencial para evitar que un consensualismo conservador acapare la mayoría de las voluntades. Hay que estirar en los razonamientos los límites y la proyección de la democracia. Imprimirle a los conceptos una sustancialidad amplia y abarcativa. Para hacerlo restrictivamente ya existe la corte.

En ese sentido, no debemos olvidar que deberemos tratar con sujetos educados en el capitalismo, con todo lo que ello implica. Pero es necesario llegar a ellos con la insistencia caminante de un misionero. Con la perspicacia ética de poder encontrar las cuestiones en las que coincidimos antes que las diferencias. El revolucionario tiene el deber táctico de parecerse al pueblo con el que convive. Ese es un mandato ético pero también estético. De nada sirve la verborragia flamígera, la progresía individualista que se intuye a sí mismo disidente y el consignismo, si es que pensamos que esos van a ser nuestros únicos argumentos. La recuperación de la palabra y del argumento para hacer política se convierten en un mandato ineludible. Tan importante son estos detalles, que en ellos se juega gran parte de la suerte de estas cruzadas educativas. El revolucionario quizás sea, como alguna vez se dijo, el estadío más alto del ser humano. Pero en la disputa cultural lo que suma es la persuasión y la conciencia de que el único teatro de operaciones en el que pueden crecer y multiplicarse las ideas de la libertad es únicamente la paz. La paz y solamente la paz permitirán a los militantes populares reflexionar y dialogar sobre una ética revolucionaria. El vanguardismo, el sectarismo, el dogmatismo, el binarismo, la soberbia y el apego a formatos sin anclaje popular son el reaseguro de la derrota. Algo que hemos conocido muy dramáticamente en la Argentina. Una perspectiva constante de custodiar lo común, como aquel hombre de la rama nos vuelve a interpelar. Ni un paso atrás, pero tampoco demasiada distancia respecto de los interlocutores que se animan a emularnos y escucharnos. Alguien, definitorio en la historia del siglo XX argentino decía: “Para conducir a un pueblo la primera condición es que uno haya salido del pueblo, que sienta y piense como el pueblo”. Se trata de una excelente guía en la disputa por una nueva ética y una nueva cultura.

Instruyámonos, preparémonos, recompongamos el argumento. Las luchas que vendrán no serán contra las pilares establecidos de una sociedad sino desde adentro de esas muchedumbres, desde el interior de de sus instituciones y organizaciones. El argumento será nuestra única herramienta. Pero ese instrumento no puede dejar de producir una marca. Nuestros interlocutores no pueden no pueden intrigarse, preguntarse, criticarse a sí mismos o interesarse por ese desarrollo. Esa será la tarea ética del revolucionario de este siglo.