Por Eduardo Luis Aguirre
¿Podríamos pensar que el siglo problemático y febril discepeliano tal vez se haya prolongado hasta la agonía irreversible de los estados de bienestar?
Un cambalache epocal en el que el neoliberalismo produce el milagro histórico de que conservar lo que se ha llevado puesto el capital pueda convertirse, paradójicamente, en una tarea revolucionaria. Desde la desaparición de industrias y ciudades, la defenestración de calles con historia, de teatros, de utopías colectivas y sensibilidades compartidas, hasta la permanente preocupación de vivir en un mundo injusto. El empobrecimiento de los diálogos, la derrota cultural de las grandes teorías políticas y el consentimiento habitual frente a lo que se derrumba y cambia en su histórica identidad colectiva marcó desde ese entonces y hasta ahora, de manera indeleble, nuestra casa común. Crujen las tradiciones populares, las creencias compartidas, los hábitos asumidos colectivamente, las tertulias, las gestas, los sueños colectivos de transformar las sociedades. En rigor, un buen aporte a esta aporía lo produjo, en sus flujos internos y "diversos", el mayo francés. Algo de exagerado en la fascinación por las libertades y derechos de los individuos impactó también sobre el "nosotros". La rebeldía parecía de izquierda, pero en esa realidad había espacio para cultivar otras libertades que fueron el disparador inicial de un individualismo que se consolidó con el Consenso de Washington, la caída de los socialismos reales y la hegemonía neoliberal. Gran parte de las dificultades para reconstruir los grandes movimientos sociales durante las últimas décadas radica en ese cambio regresivo de los sujetos políticos. El capitalismo, a la vanguardia de las nuevas tendencias culturales crea un sujeto despolitizado, coacheado, leve, animalista, consumista, vegano, presa fácil de las ONGs imperiales y de un ambientalismo fatal. Un individuo donde el acento existencial se coloca en los cuerpos, en una muestra exhuberante de antropocentrismo desatado. Lo demás puede resultarnos menos visible aunque no por eso es menos relevante. Los grandes cambios ecológicos que transfiguran los lugares propios, el deterioro de los espacios sociales que van desde los clubes de barrio hasta los entretenimientos colectivos, la familia nuclear y, paradójicamente también, las tradiciones mayoritarias. Retroceden los géneros musicales propios, las tertulias políticas, la militancia movimentista y hasta la poesía ("Ahora cada vez más, incluso en los consagrados, prolifera una suerte de autoayuda escrita en verso", dice, con ingenio y razón, Jorge Alemán en su muro de facebook).
Esta batalla política y cultural, hasta ahora, la gana el neoliberalismo. Si el horizonte de transformación que se permiten los sujetos de estos tiempos linda entre el consumo y la estandarización voluntaria de los estilos y la estética, si la rebeldía se reduce a la simplificación de denostar las creencias trascendentes que profesa el 85% de la humanidad, si ya no hay cordobazos ni 17 de octubres pero sí pululan las figuras que se esfuerzan en lucir distintos y distantes del resto "porque son progresistas", estamos perdidos. Fatalmente perdidos en este cambalache que en realidad es, nada más y nada menos, que la tormenta perfecta del capital. No pienses más, sentate a un la'o.