Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

 

Los procesos de cambio social han sido mucho más conflictivos de lo que postulan las tesis consensualistas a lo largo de la historia. Esas transformaciones, que nos fueron enseñadas como el tránsito de una era a la otra, de manera lineal e incomprensible, dejaron de lado en el análisis varias cuestiones fundamentales para un análisis objetivo de los cambios sociales.

Entre ellos, el hecho de haber sido impulsados –siempre- por luchas y desencuentros que, lejos de constituir problemas, consolidaron un nuevo patrimonio cultural. Otra de las omisiones en la que incurrió el relato lineal de la historia política es la virtual comprensión de que los cambios se amasaban a través de los tiempos y que, una vez producidos, los estatutos de las sociedades previas no terminaban automáticamente de morir y conservaban para los años que vendrían verdaderos e importantes sedimentos culturales. Tampoco nos contaban que la historia no era solamente la historia de Europa. En esos discursos eurocentrados desaparecían los cambios, los conflictos, la cultura y las transformaciones que acontecían en “los pueblos que no tenían historia” al decir de Hegel. Por ejemplo, África, el mundo árabe, Oriente o América.

Esta constatación está lejos de constituir una mera especulación. En esos procesos arduos, fragorosos y a veces violentos de cambios sociales intensos producidos a través de siglos, las instituciones debieron adaptarse o sucumbir. Ninguna de las dos opciones dejó de ofrecer resistencia. Lo dicho. Lo nuevo no terminaba de nacer y lo viejo se negaba a aceptar su definitiva superación. Cuando Althusser hablaba de los aparatos represivos e ideológicos del estado hacía un recuento bastante preciso de los objetivos que los sujetos políticos emergentes pretendían sustituir o anexar. En lo que hace a los medios de control social informales, la disputa por los modelos de familia, de trabajo, de acumulación de capital, de sistemas de creencias, de formas de subordinación social eran imprescindibles para arrojar cierta certidumbre sobre lo que sobrevendría. Es necesario repetir esto: sólo “cierta” certidumbre.

Todas esas instituciones, las que actuaban por la fuerza y, en especial y en lo que aquí importa, las que lo hacían a través de la ideología, disputaban escenarios modélicos distintos de sociedad que aseguraran los nuevos procesos de estratificación, colonización, apropiación y dominación.

En cada uno de esos nichos objeto de pulsiones y controversias habitaban objetivos trascendentales que, llegados a la etapa del capitalismo financiero adquirieron una importancia trascendental, aunque a veces ni se los visibilice, en otro ejercicio de manipulación y prestidigitación histórica. No me estoy refiriendo a los grandes sistemas políticos que surcaron el siglo XX, ni a los diseños institucionales, ni a los gobiernos ni a los sistemas estatales. Pero sí hago referencia a lugares no iluminados de las formas microfísicas de construcción de poder. Espacios de refriega que según adoptaran una u otra fisonomía, la misma impactaría en las nuevas formas de producción y explotación social. La familia es un buen ejemplo. Las familias, debería decir con mayor propiedad. Y no me refiero a procesos conocidos como los efectos de las migraciones horizontales del campo a las ciudades que deparó el capitalismo fabril. Prefiero en este caso aludir a las opacidades intestinas que transformaron una institución "sacrosanta", objeto de culto e imágenes pulcras (especialmente durante estas fiestas). ¿Cómo funciona allí el poder? ¿cómo se arbitran las jerarquías al interior de las familias burguesas o nucleares tradicionales? Voy a dejar de lado ex profeso las consignas que atribuyen a las familias el poder y la responsabilidad de disciplinar y reproducir sujetos compatibles con el imaginario social y su escala pacata de valores, sencillamente porque las familias que producen esa ensoñación pretérita nunca existieron. Pero de ninguna manera puedo desentenderme del rol histórico de la familia como reproductora de escalas de valores, códigos y un único sentido común. De hecho, los grandes procesos revolucionarios del mundo se vieron acompañados de grandes disrupciones generacionales. Desde el mayo francés hasta la Argentina de los años 60 y 70. Es imposible ignorar los cambios que en materia familiar se han verificado en las familias de eso que denominamos occidente con la ruptura de las experiencias del estado de bienestar. Anthony Giddens, el sociólogo e ideólogo de la tercera vía hace un interesante pasaje sobre los cambios que se dan en las familias a partir de los años ochenta del siglo pasado. En su relato se notan la disgregación de lo común y la ruptura de ciertos códigos comunes de las familias burguesas. El neoliberalismo ha impactado en la línea de flotación de las familias y las familias no han sido analizadas con la exhaustividad necesaria por las ciencias sociales modernas, a excepción de casos que confirman la regla tales como “El origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado” (Engels) y “La Policía de las familias” (Donzelot). Sin embargo, añadiría especialmente una tesis que ensaya Claude Levy Strauss (*) en su libro “Todos somos caníbales”. Las tres obras mencionadas proporcionan un sinfín de especulaciones sobre la historia de las familias, de la articulación del poder dentro de las mismas, de la relación entre familia y acumulación de capital, del disciplinamiento de los miembros del grupo y de la aparición de formas de jerarquización sobre las que el capitalismo ha venido gravitando a través de la historia. Hoy, como sabemos, lo hace reproduciendo las lógicas, racionalidades, subjetividades y cosmovisiones impuestas por el neoliberalismo. Pero esta asociación podría ser tildada de un anacronismo teleológico si no admitiéramos la existencia de formas de subordinación internas que existieron y existen en los clanes familiares de civilizaciones consideradas “exóticas” pero que, como podremos observar, es posible extrapolar a las sociedades occidentales. Voy a tomar una sola idea. El avunculado, el rol del tío materno en comunidades asiáticas y africanas y la perpetuación de su lógica que puede percibirse también en familias occidentales. Sobre esta idea pivotearemos en la próxima entrega.

(*) Imagen Liceus.com.