Por Eduardo Luis Aguirre

 

Las derechas comprendieron en la década pasada que en la Argentina se abría en una posibilidad concreta e inédita ganar las elecciones nacionales, percepción que se fue afirmando durante el transcurso de los años de administración kirchnerista.

De hecho, en los tiempos de mayor consenso y fortaleza del gobierno nacional y popular, la derecha argentina fue pergeñando un experimento inédito de auscultación de las intuiciones, representaciones e imaginarios de los nuevos sujetos, lo que suponía estar atentos al devenir del mundo y un proceso continuo, intencional y generalizado de desvalorización de la política y lo político. Esa fue una novedad política que- con sus matices- se mantiene intacta hasta la fecha. Durante los años siguientes, los gobiernos populares de América Latina comenzaron a ser asolados por golpes blandos, conspiraciones palaciegas, campañas sistemáticas y destituyentes de los grandes medios de comunicación, un acoso sostenido de las burocracias judiciales, las fuerzas armadas o de seguridad, los servicios de inteligencia, la embajada y los sectores dominantes de cada país. La situación, que a mi entender había comenzado en los Balcanes con la primera “primavera” prohijada por la organización OTPOR, se reproducía a nivel mundial y nuestro país no pudo abstraerse a la potencia de las nuevas formas de colonización y construcción de poder.

En la Argentina, un presidente de Boca Juniors, que llegó a ser elegido Jefe de Gobierno de la CABA representando a una formación que en un principio se ceñía a la geografía porteña, dispuso de los medios y la capacidad táctica de elegir en qué momento se intersectaban las dificultades y vicisitudes que jaqueaban al gobierno kirchnerista, con la debacle de las formas tradicionales de las democracias indirectas. El poder de Macri comenzó asentándose en una institución (deportiva) y se sostuvo haciendo pie en el resto de las instituciones políticas. Cuando llegó al gobierno, ese avance sobre las instituciones públicas y poderosas organizaciones se aceleró y profundizó. Fue el comienzo de un verdadero desastre para la República propiciado por una forma de hacer política y una ideología neoliberal que llegaba por los votos a la primera magistratura. Nunca antes un gobierno neoliberal había accedido a semejante cuota de poder por la vía democrática. No debemos olvidar que un lustro antes de ese acontecimiento sólo el 20% de los argentinos admitía ser “de derecha”. ¿Qué pudo pasar en esos pocos años para que el humor social y la toma de decisiones consecuente de una ajustada mayoría ocasionara este quiebre regresivo?

En primer lugar, la aparición de lógicas denominadas “pospolíticas”, que es necesario intentar traducir. Hacia adentro de los espacios públicos, el Consenso de Washington trajo consigo retóricas y formas que no eran para nada inocentes. En principio, una lógica “gestiva” destinada a fortalecer la “gobernanza” postergando los grandes discursos y los debates ideológicos que hacen inexorablemente a la política se constituyó en uno de esos ejemplos. Esa nueva modalidad se instaló junto a un lenguaje devaluado y un cúmulo de significantes repetidos como la libertad, la república y el cambio de los que la derecha se apropió rápidamente. En la sociedad, mientras tanto, se producía un proceso de transformación radical de las subjetividades, compatible con los grandes paradigmas neoliberales. Después de los años 80´ el mundo comenzó a convivir con un estrés postraumático que coincide con la caída de los estados de bienestar. Esa sensación está asociada a la compulsión de experimentar placer, pero es también afectiva, es económica pero a su vez convive con la angustia de “no poder” lo que el sistema machaca que “sí se puede”, que es individualista pero se traduce en un lenguaje común de “zozobres” (utilizo aquí un concepto del filósofo español Santiago Alba Rico). Y son zozobres porque su cuerpo se está disputando todo el tiempo dos vectores de signo contrario. Están siendo en una sociedad en que la felicidad es un imperativo y están obligados a serlo porque de no ser así, el discurso neoliberal los hace responsables de la carga de no haber podido acceder a la ficción de una felicidad que coincide con las estéticas de los líderes de los espacios de la nueva derecha (para eso, no hay más que recordar –y soportar nuevamente- los bailes y los cánticos de los principales dirigentes de Juntos por el Cambio después de sus éxitos electorales, que algunas décadas atrás hubieran causado con su levedad una repulsa masiva). Las coreografías y el meticuloso proceso de comunicar y llevar adelante una campaña electoral, como vemos, también son elementos que el campo popular debe analizar, porque el destinatario de los esfuerzos militantes es hoy otro sujeto social. Sobre esto intentaremos profundizar en nuestra próxima entrega.