Por Eduardo Luis Aguirre

 

La cultura occidental es un concepto que, además de ser polisémico e impreciso, encierra en su interior una multiplicidad de opacidades que generalmente se han expresado a lo largo de los siglos como trágicas pulsiones de muerte u horribles matanzas.

No hay más que recordar las que las órdenes religiosas y militares perpetraron en la en la península ibérica varios siglos antes de que España se constituyera como una categoría histórica nacional contra moros, judíos y ateos. Los últimos sufrieron por herejes, y los dos primeros fueron perseguidos por monarcas y paramilitares católicos por creer en un “dios equivocado”. No hubo allí reconquista alguna sino una conquista de territorios que los masacrados ocuparon durante casi 8 siglos, hasta la caída de Granada.

Lo propio podemos señalar con respecto al idealismo alemán del siglo XVIII y su concepción racista del mundo y las tesis recordadas de la Inquisición que crearon la figura horrenda del chivo expiatorio.

Los distintos y los animales fueron, desde entonces, una suerte de material de descarte del que el ego conqueror podía disponer libremente. Las sociedades de entonces fueron primero teocéntricas y luego antropocéntricas. Las condenas a muerte de cerdos y el debate de Valladolid entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas respecto de si los indígenas latinoamericanos poseían o no alma (y por lo tanto eran o no seres humanos) son otros dos ejemplos de espanto que se conjugan con una forma de concebir el mundo, el derecho, la religión y los saberes.

El hombre como centro del universo puede colonizar, aniquilar, disponer como dueño de la naturaleza, infringir los sufrimientos que a sus sucesivos modos de apropiación y desapropiación le resultaran utilitarios. Por eso puede exterminar seres humanos, degradar el ambiente, desertificar la tierra, cortar los ríos, dinamitar las montañas, contaminar la vegetación, afrentar los pulmones verdes del planeta y someter a sufrimientos indecibles a distintas especies animales. Desde la caza de jabalí con jauría hasta las corridas de toros y los sanfermines. También, adorar sin pudor a los ordenados para la devastación.

Nuestros hermanos, los indios, tenían en cambio una visión diferente de la vida y del universo, del bien y del mal. Lo que despectivamente llamamos cosmogonía era, en realidad, una filosofía solidaria, un saber del común amoroso. En las comunidades de nuestros verdaderos ancestros se mataban los animales que únicamente se necesitaban para sobrevivir, se conservaba el equilibrio del mundo y el buen vivir, que es un rotundo antónimo del confort banal. Los pueblos originarios consideraban sagrados a los ancianos, a los niños, a los animales, a los lagos, las montañas y los bosques maravillosos. Resolvían sus conflictos mediante formas no punitivas y los mayores enseñaban en las rucas y transmitían sus valores a las niñas y niños. Hemos retrocedido, mucho, si no reparamos en la lectura de todo lo que la filosofía de la liberación ha escrito sobre estos temas. Hemos degradado la condición humana, los derechos de los no humanos y el equilibrio de nuestra casa común. La tierra no es nuestra. Nosotros somos de la tierra (mapu che).