Por Eduardo Luis Aguirre

 



No es punto carente de importancia la elección de los ministros, que será buena o mala la cordura del príncipe” (118)

Política florentina del siglo XVI. Una pluma se retiraba a diario hacia una lúgubre taberna de mala muerte, y desde esa catacumba – a la que llegaba cruzando un túnel oscuro que unía su casa (imagen) con el tugurio- escribía su obra cumbre.

“El Príncipe” (1532), el libro que atravesó cinco siglos, que se transmitió de boca en boca como un elogio de la crueldad, evidencia categórica de que fueron muchos más los que lo evocaron que aquellos que realmente lo leyeron, oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Nicolás Maquiavelo, nada más y nada menos que el Canciller de Florencia, un treintañero austero y lúcido legaba a la política y lo político de todos los tiempos un texto revolucionario de teoría y práctica política. Maquiavelo perforaba la temporalidad de aquella Italia dividida en cinco repúblicas, acechada por una España imperial y una Francia dispuesta a demostrar que la caída de Nápoli era algo así como un asumido fatalismo. El libro termina con prietos e impactantes versos que instan a la unidad y la independencia italiana, escrito por un filósofo que escrutaba exhaustivamente la historia, leía con dramático rigor y lucidez su propio presente y acuñaba utopías emancipatorias.

Aquel pensador maravilloso comenzó a observar y traducir las lógicas de funcionamiento del estado de la república de Florencia desde su propio interior. Por eso sus referencias todavía nos interpelan en tiempos donde los pueblos no pueden extender más plazos a sus gobernantes y éstos no tienen otra alternativa que ejercer el poder de manera obediencial.

Cuando advertía que “aquel que llegara a ser Príncipe por la voluntad popular no debía pensar que ese logro se debía por completo a los méritos y la suerte”, esa frase aturde de descarnada actualidad. “Más bien, depende de una cierta habilidad propiciada por la fortuna”, añade. Aquella habilidad residía en conservar siempre la amistad de su pueblo, “pues de lo contrario no tendrá remedio en la adversidad” (p. 52). Por ende, ni la crueldad, ni el despotismo ni el odio, ni la indiferencia son vasos comunicantes valorables en la relación del príncipe con su pueblo y con sus funcionarios más cercanos, ni antídotos suficientes al desprecio o el rechazo de nobles y súbditos. El Príncipe sintetiza finamente, promedia y descansa en su autoridad. Esa autoridad se reconoce mucho más claramente en los puntos cardinales de la sabiduría y la ética que mediante el ejercicio de la violencia en cualquiera de sus formas. En eso consiste su arte. En conservar la autoridad a través de la virtud. El Príncipe debía mostrarse “piadoso, fiel, humano, recto y religioso (p. 90)”. Eran las cinco condiciones que el pueblo, que no podía “tocar” el poder, pero sí podía ver y, por ende, “juzgar más con los ojos que con las manos” apreciaba cotidianamente. “El príncipe que conserva semejante autoridad es siempre respetado” (p. 91). Un príncipe debe estimar a los nobles, pero en ese afán evitar ser odiado por su pueblo. ”Todas las ciudades están divididas en gremios y corporaciones a las cuales conviene que el príncipe conceda su atención”. El príncipe no puede sostenerse si el pueblo no es escuchado, contenido y comprometidamente asistido. Esos son los sujetos a los que se debe y aquellos con los que se debe hacer ver. “Reúnase de vez en vez con ellos y dé pruebas de sencillez y generosidad, sin olvidarse, no obstante, de la dignidad que inviste, que no debe faltarle en ninguna ocasión” (117).

“Si se examina el comportamiento de los príncipes de Italia que en nuestros tiempos perdieron sus estados”, como el rey de Nápoli, el duque de Milán y algunos otros, se advertirá una falta común a todos: la de haberse apartado de las reglas enunciadas por el pensador florentino (125). “Por consiguiente, estos príncipes nuestros que ocupaban el poder desde hacía muchos años no acusen a la fortuna por haberlo perdido, sino a su ineptitud” (125). Porque el príncipe que confía ciegamente en la fortuna (o en la soberbia o en la impunidad), perece cuando ella cambia (128).