Por Eduardo Luis Aguirre
La postura que los seres humanos asumen frente a un hecho cultural siempre implica una definición política. La actitud que adoptamos respecto del lenguaje, la técnica, el arte, la filosofía, el pensamiento, la ética, los sistemas de creencias, los sentimientos, la justicia, el derecho y todas las demás herramientas mediante las que se han producido los cambios históricos en el mundo constituyen inexorables definiciones ideológicas. Esa ideología puede, o no, constituir un ejercicio de falsa conciencia. Esa cosmovisión que nos abarca y nos constituye involucra desde luego a los jueces y operadores del sistema de justicia. El derecho puede ser, para ellos, un instrumento para garantizar las relaciones sociales de asimetría y explotación o un dinámico productor de verdad, de justicia, memoria y dignidad, según los casos.
Eso dependerá no solamente de una introspección axiológica sino de una consustanciación también cultural y una asunción de la autonomía relativa de los sujetos, que nunca somos neutrales frente a las grandes conceptualizaciones y los conflictos que resultan propios de la condición humana.
El supremo ha hablado de política. El juez Rosenkrantz ha puesto explícitamente de manifiesto su concepción del mundo. Le confirió a su pronunciamiento reciente una hondura rotunda justamente en el campo del discurso, donde se salda la materialidad de las experiencias políticas. Porque después de su discurso ya nadie duda de sus prejuicios, su ideología, su conciencia de clase, su concepto de la democracia, del derecho, de los cambios sociales y de los derechos y necesidades de los otros e, incluso, del populismo. Uno puede hacer un rápido y para nada esforzado ejercicio de síntesis para llegar a una conclusión que nos interpela pero no nos sorprende. El sujeto que habla, que nos habla, pone en juego y descubre su cosmovisión y su mirada de la realidad. Prescindamos de adjetivaciones. Hagamos un ejercicio arqueológico de algunos de sus párrafos intentando evitar dar vueltas en círculo.
Hay un tramo, uno solo, que tiene la potencia política suficiente para organizar un todo. Esa apretada y acaso imperceptible confirmación no surge de la obviedad que ensaya sobre los derechos y las necesidades. Eso es un párrafo complementario. Si se quiere, subalterno. Lo que define la ideología del juez es la aporía de la “incrementalidad”. La incrementalidad es un continente del discurso, una suerte de tipo abierto donde se agolpa una escala de valores que completan su contenido. El juez se está refiriendo a la clásica concepción positivista de que los cambios sociales se producen a través del consenso. Que el “progreso” debe respetar un orden -el de las democracias liberales de baja intensidad- y que cada transformación social es el paso de una situación de equilibrio a otra situación de equilibrio. En el universo simbólico del cortesano no existen ni el conflicto ni las luchas colectivas como herramientas capaces de conducir a los cambios sociales, en especial, a las experiencias emancipatorias. El mundo es históricamente injusto y eso debe naturalizarse. Los conflictos que provienen de la profundización de la democracia, lejos de ser un patrimonio colectivo, significan para el juez un problema. Para poder ampliar esa reflexión banal alude a la “fe” populista, a su inconsciencia (que se adivina) no exenta de primitivismo, a su presunta “insensibilidad” respecto de los “costos” de lo que propone (textual) y de las obligaciones que deberán pagar otros para que esos derechos se concreten realidades efectivas. Esta mirada no es original, aunque provoque un comprensible asombro. Lo que hace es advertir que los únicos derechos que habrá de validar son los de aquellos que ya los poseen. Los que, en su versión, no les deparan a los Otros costos algunos. Hay una naturalización cruel, desprovista de ética y sensibilidad republicana que sugiere la convalidación de las injusticias y la preservación de las jerarquías y los privilegios sociales. Rosenkrantz, en su visión elitista, congela el mundo. Prescinde de la ética pero blande una (única) moral unidimensional. Una apelación curiosa y preocupante en boca de un juez. Una racionalidad según la cual el populismo sería todo eso que se anima a decir, y mucho más. Porque el derecho de los desposeídos llega hasta un punto. Eso no se conmueve en los ideales operantes del sujeto que enuncia. Entonces elude la disputa permanente por el lenguaje y el sentido y pretende transformarla en dogma. Le confiere a los derechos, a la justicia y a las formas democráticas una ontología propia e inmutable. Se tratarían de esencias dadas que no admiten más que el formato que el juez defiende. Por eso es que alude peyorativamente a los populismos. Eso explica también la recurrencia a la moral y la voluntad de eludir sistemáticamente la ética en su exposición.
Los populismos, contrariamente a lo que expresa el juez, no son formas de gobierno ni formaciones políticas transgresoras de los límites de la democracia. Representan alianzas de clases y sectores sociales que convergen en demandas equivalenciales, son por ende variables y contingentes. Se parecen mucho más a un frente nacional que a un partido tradicional. Ese sesgo movimentista quizás encuentre su razón de ser en las militancias tempranas de Ernesto Laclau en lo que denominamos la izquierda nacional. Se caracterizan justamente por habitar, de manera dinámica, los parámetros de la democracia. Algo de lo que no pueden dar cuenta los referentes del neoliberalismo en su versión sistémica, circular y global.
Para que los populismos existan tienen que reconocerse sujetos sociales coaligados pero también adversarios, debe existir una disputa cultural constatable que-desde luego- también abarca las formas jurídicas y políticas y los significantes, debe suscitarse una disputa por la hegemonía entendida en términos gramscianos, y también demandas hasta entonces insatisfechas provenientes de agregados diversos que se ven expresadas por un espacio o un liderazgo político. Estos últimos no serán nada más y nada menos que un garante capaz de sintetizar esas singularidades en el proceso de construcción de pueblo que, como vemos, no carece de obstáculos, como bien lo señalaba el autor de “La razón populista”.
Por ende, el discurso del juez está habitado por una afirmación ideológica clara, que intenta ordenar y organizar por derecha los antagonismos, los conflictos, las luchas, y contraponer a las mismas la vieja lógica de la eterna paciencia a la que otros llaman la teoría del derrame. Eso explica el intento subliminal de llamar “jurídicamente no ejecutables” a las transformaciones que el orador pretende cancelar mediante una osada convocatoria a delimitar los márgenes de lo que él entiende por democracia. Ese entendimiento parte de la desconfianza respecto de las formas en que se genera una voluntad colectiva y cuál el horizonte hasta el que la misma puede proyectarse. Es el mismo miedo que generó desde siempre, para los discursos elitistas, el salvajismo y la barbarie de las montoneras de otrora, la memoria colectiva de una nación latinoamericana inconclusa y las grandes expresiones de masas de nuestra América.
Hace pocos años, Boaventura de Sousa Santos afirmaba que las nuevas derechas que iniciaban tentativas de restauración conservadora en el continente no iban a poder desmontar los derechos conseguidos durante la primera década del tercer milenio, porque los mismos ya se habían inscripto como conquistas indelebles en los pueblos. Sin embargo, las derechas extremas dieron muestras cabales de poder llevar a cabo esos retrocesos. Algunas veces por las urnas, pero siempre impulsadas, instadas o apoyadas, entre otros factores antidemocráticos, por los grandes medios de comunicación, los sectores dominantes locales, las embajadas, los servicios de inteligencia y las burocracias judiciales.
En línea con esas lógicas regresivas, un miembro de la máxima autoridad judicial de la Argentina elige el terreno inexorable del discurso y el contexto elocuente de un gobierno popular para delinear un nuevo contorno de lilitación de derechos, dejando en claro que la superestructura formal jurídica sigue siendo para él un instrumento cuya finalidad es reproducir las desigualdades sociales.
La falacia de la incrementalidad
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