Por Eduardo Luis Aguirre

El neoliberalismo ha acelerado la concatenación de acontecimientos que ponen al mundo al borde de su destrucción. Voy a citar apenas tres elementos, que habilitan la inauguración de incógnitas y reflexiones a las que, a lo sumo, aspiramos a organizar, pero nunca a responder. Esta última sería una exigencia y una demanda de cumplimiento imposible.

Entre esas circunstancias que enuncio como acontecimientos se encuentran la vigencia y profundización de la depredación del planeta, la nueva forma de acumulación crítica de capital que ha conducido al mundo más injusto de la historia humana. El planeta está desbordado de vidas desnudas que no tienen presente y, como es lógico, descreen del futuro, de las organizaciones e instituciones que, en tanto paradigmas, articularon una forma de vida que en una extraña alquimia mixturada con creencias y perspectivas existenciales permitieron que la casa común saldara sus antagonismos más profundos compartiendo una fe sacrificial en un futuro promisorio e imaginario. Luego llegó la pandemia. La más terrible de la modernidad, a la que, como dice Juan José Giani, recordaremos dentro de 50 años y cuyas consecuencias padeceremos por siglos. El tercer acontecimiento, producido sin solución de continuidad, es la guerra. Crímenes masivos, pobreza, exclusión, violencia estructural, injusticia social y predación sistemática del planeta terminaron poniendo en crisis los paradigmas que durante dos siglos disciplinaron al conjunto de la humanidad. Todo eso, en un marco epocal donde la vertiginosidad de los sucesos afectaron definitivamente las subjetivas capturadas y colonizadas por el neoliberalismo.

El hombre del neoliberalismo es profundamente individualista, descree de lo común, profesa un sentido consumista de la vida y configura un sujeto endeudado que no se representa como formando parte de un conjunto sino como un individuo profundamente egoísta y absurdamente meritocrático.

Lo comunitario, que es su estado natural, ha sido entrampado en nuevas existencias absolutamente desentendidas de todo compromiso social y político. Ese hombre descree, por ende, de las democracias indirectas de la modernidad europea. Por lo tanto, desconfía y abjura de las mismas.

Los ejemplos están a la vistael avance de las derechas extremas constituyen una regularidad de hecho planetaria. Lo que sucede en Brasil, Estados Unidos, Ucrania, Polonia, Hungría, Francia, España, Italia, Singapur, Corea del Sur, China y Rusia son una constante de la que Argentina no puede sustraerse. El desafío de pensar contrahegemónicamente, kuscheanamente es una asignatura pendiente que pone al descubierto la crisis extrema de las democracias indirectas frente a la derechización desbocada. Y lo que viene parece ser mucho peor. Porque la colonización de las subjetividades, construida a partir de la profecía de Margaret Thatcher ha permitido una obturación de la conciencia que legitima un horizonte de barbarie cada vez más pronunciado. A este capitalismo le preocupa desde luego la imposición de una economía de libre mercado que custodia con todos los medios de coerción a su alcance. Pero el objetivo del neoliberalismo, como decía aquella patética primera ministra eran las almas. Hay un antagonismo permanente donde la propaganda sistemática y desbocada asume el desafío de sustituir el pensamiento y una moral unidimensional que se lleva puesta a la ética de lo común, que es nada menos que la médula de la política y lo político. A las derechas no les importa la ética ni rinden cuenta ante la historia. Mucho menos les preocupa la verdad y la razón. Descreen de la solidaridad y el derecho a lo igualitario. Toda tentativa de democratización es rechazada por una gigantesca maquinaria de construcción de un sentido común retrógrado que habilita gramáticas y retóricas otrora impronunciables. Odiantes, clasistas, racistas y oscurantistas. Frente a eso, el arsenal de las conceptualidades que hacen como que representan las tenues experiencias democráticas están signadas por la banalidad y la colonialidad. Un absurdo conglomerado de lógicas gestivas en manos de sujetos que no comprenden el mundo hacen que la deriva conservadora resulte cada vez más afrentosamente probable, más indigna, más agraviante de la propia condición humana. Ya no hay masas ni lanzas, como se titulaba aquel libro de historia política señero en Latinoamérica. Las grandes utopías lucen como un patrimonio de un pasado imperfecto. Y la tarea de construcción de pueblo es tan difícil que se expresa, conscientemente o no, en lo cercano, lo afectivo, lo afín, lo común, la palabra, el arte, lo humanitario, lo fraterno, la poesía, la militancia de las reivindicaciones más pequeñas pero más sentidas y la vigencia impoluta del amor. Eso nunca podrá ser territorio de la derecha. Eso es el espacio iniciático del pueblo. Resta que quienes deban conjugar esas potencialidades y articular las demandas equivalenciales estén a la altura de la complejidad de este momento singular de la historia.