Por Eduardo Luis Aguirre

La sorprendente extemporaneidad de una guerra de las características de la que acontece en Ucrania concita reflexiones desde diversos planos analíticos. Desde las consecuencias de la guerra, la reconfiguración futura de los bloques de poder mundiales o el rol de Europa hasta la extrañeza de una guerra "de invasión" que muchos anotan como un resabio de los enfrentamientos armados del siglo pasado.

En esta aproximación, pretendo únicamente poner de relieve la definitiva analogía, el indisoluble entramado entre las lógicas bélicas y las que imperan en los distintos sistemas penales internos e internacionales en momentos en que resurgen las otrora degradadas identidades nacionales.

Claramente, las concepciones polemogéneas y violentas guardan llamativas similitudes entre lo que ocurre en el orden interno de las naciones y lo que acontece en el marco de un sistema de control global que multiplica las guerras. Lo interno y lo externo, lo doméstico y lo mundial, lo íntimo y lo extimio se revelan como contracaras idénticas de una misma caracterización de los vínculos y el tratamiento que en ambos contextos se reserva para los distintos, los díscolos, los insumisos, los Otros, en síntesis.

Esa forma de relación está regida por una concepción genérica de la enemistad, del odio, del miedo y el prejuicio frente al distinto y el extraño. Se trata de una construcción unitaria de un diferente desechable, desvalorado, irreductible, de una multitud de homo sacer que obliga a analizar desde la filosofía y la sociología un acontecer que rubrica las debilidades y perversidades del sistema internacional de los derechos humanos y sus instituciones. También de las burocracias internas destinadas a administrar la coerción de los presuntos infractores.

Ambos contextos hace tiempo que han desechado los principios fundantes del liberalismo. Ni la libertad, ni la igualdad ni la fraternidad priman a la hora de concebir y justificar mediante gramáticas fascistizantes, violentas y excluyentes las distintas guerras a las que nos venimos acostumbrando desde hace décadas. Particularmente, desde la instauración de un mundo unipolar cuyo brazo punitivo es la OTAN, la vigencia del Consenso de Washington, la clausura de ideologías o paradigmas diferentes al prisma moral que forma parte del botín de las nuevas guerras y la afirmación de una nueva forma circular de acumulación de capital a la que hemos dado en llamar neoliberalismo.

El fundamento y la finalidad del neoliberalismo es la misma, ya lo hemos anunciado, en el contexto internacional y en el doméstico. Esa identidad es el punto de partida para una nueva ontología del derecho/sistema penal. Esa ontología, a la que podríamos señalar como praxeológica, es el nuevo fundamento de un derecho penal que se empeña en proveer un único orden moral mundial en el momento de mayor diversidad social del planeta. Y así actúa. Mediante la polemogénesis y la praxeología.

La finalidad de la praxeología analiza las acciones humanas en sí mismas. No se preocupa por los objetivos declamados por esas conductas sino únicamente de los medios que se utilizan para lograr determinados fines. Se trata de un análisis de la estructura lógica mediante la que el hombre toma decisiones que modifican drásticamente la realidad exterior.

La polemogénesis es una derivación necesaria del derecho a punir a partir de una construcción moral unitaria y punitiva. El término deriva del griego polemos, que alude a la guerra y el adjetivo refiere a todo aquello que se inclina a engendrar la guerra, a “luchar contra”. Se trata de una concepción que “declara la guerra” a toda voluntad rebelde que pueda atentar contra un orden. “El carácter polemogéneo del derecho de punir revela la guerra en nombre de la inocencia de las víctimas contra los malos efectos de la conducta culpable” (*).

Un derecho de punir basado en el análisis de los medios (que abarcan desde las armas hasta las sanciones financieras, los bloqueos, las invasiones, las gigantescas campañas propagandísticas, la construcción de un enemigo interno o externo, estructuras judiciales ad- hoc, la cultura concentracionaria y la pretensión de imponer un código moral y un único estilo de vida) y una disposición a desatar la guerra (interna o externa) dan la pauta de identidades alarmantes entre sistema penal y guerra.

La pretensión de exceder la vigilancia del cumplimiento de la ley y erigirse como gendarme de un orden impuesto; sobrerrepresentar la valoración de los medios ante la certeza de la injusticia de los fines; la utilización del derecho (interno e internacional) como arma de guerra, a la que denominamos con discutible precisión lawfare; tribunales, instituciones y organismos destinados a reproducir las condiciones de asimetría social en cada uno de los espacios; selectividad extrema; naturalización de la violencia y el castigo; campos de concentración; cárceles rara vez iluminadas (algunas incluso secretas); operaciones policiales de alta intensidad y guerras de baja intensidad; desprecio por la vida de los Otros desvalorados y de los No-Otros; racismo; invocaciones moralizantes incapaces de elaborar sostenes éticos mínimamente aceptables desde una perspectiva democrática y humanizante; lo excesivo de la reacción penal; la aplicación recurrente de la “teoría del loco” (**) ; la depredación de derechos y garantías; las monumentales operaciones de prensa; la obtusa predisposición de los operadores que manejan únicamente rudimentos jurídico-dogmáticos y adolecen de una llamativa incomprensión del mundo y falta de manejo de saberes indispensables y alternativos; la incidencia de los servicios de inteligencia y espionaje.

Podríamos enunciar muchas más formas de conjugación absolutamente visibles entre el derecho penal y la guerra en un estado de emergencia que se ha transformado en permanente.

La escena primigenia de la presencia del otro no puede basarse en un mundo exhausto en la desconfianza, la enemistad o el desprecio por las diferencias o la indocilidad. Porque esa lógica precipita el aniquilamiento. El fundamento axiológico que nos vincula con el Otro es el amor a ese prójimo, al que la ley religiosa nos ordena no matar ni maltratar. Es el rostro del Otro el que nos interpela. Y en la tesis levinasiana radica, por una parte, una nueva forma de aproximación a la otredad. Pero también, subyace la pregunta por la guerra y por el derecho. Y una interpelación inmediata a la forma en que el derecho penal y el derecho internacional se imparten en las escuelas y universidades, con una asombrosa desagregación. Como no podía ser de otra manera, el monopolio del derecho internacional sobre los derechos humanos hace que nos colonice un derecho internacional de los derechos humanos institucionalista, formalista, dogmático, conservador y colonial. En la profundización de estas paradojas y anotaciones tal vez pueda pensarse una nueva forma de contención de las pulsiones de muerte, el signo desgraciado que caracteriza a la época.



(*) Tzitzis, Stamatios: Filosofía penal, Legis editora, 1994, p. 47.

(*) Histórica teoría estadounidense a nivel internacional que consiste en hacer pensar a sus adversarios o enemigos que su administración es capaz de “hacer cualquier cosa” para lograr sus objetivos. Decía Nixon, por ejemplo: "La llamo la Teoría del Loco, Bob. Quiero que los Norvietnamitas crean que he alcanzado el punto en el que podría hacer lo que fuera para parar la guerra. Correremos el rumor de que, 'por amor de Dios, conoces a Nixon, está obsesionado con el Comunismo. No lo podemos reprimir cuando está furioso —y tiene la mano en el botón nuclear'— y el mismo Ho Chi Minh estará e París en dos días suplicando por la paz”. Johnson, los Bush, Obama y Donald Trump, entre otros, fueron también rigurosos cultores de esta doctrina.