Por Eduardo Luis Aguirre

Para Heidegger, la desertificación es peor aún que la destrucción. Porque a la destrucción sobreviene la reconstrucción y a la desertificación, la nada misma, la intemperie, el desamparo.

Para quienes habitamos esta tierra, el desierto, el nuestro, el que domina desde su horizonte ilimitado las dos terceras partes de esta provincia y tiene una superficie superior a la de Portugal, es un ejemplo palpitante de esos procesos donde el capital es capaz de poner de relieve su infinita perversidad destructiva, su actualizable felonía.

Hemos sido, literalmente, arrasados por intereses que están más allá de toda división política y enunciación institucional. El desierto fue producido por una clase social desbocada a la que no le importó provocar un desastre ambiental ni una diáspora de decenas de miles de personas.

En los próximos meses, verá la luz mi nuevo libro “Filosofía y Desierto”. Lejos del nihilismo de los clásicos al momento de conceptualizar al desierto, el trabajo plantea dos segmentos bien claros. Uno intenta pensar sobre el desierto. Descubrir que el desierto ha sido, y creo que lo sigue siendo, una fuente inagotable de conocimiento, de comunidad, de construcción y respeto de reglas y valores, de profunda humanidad, de una concepción del cosmos que implica bastante más que la nada, de una realidad poetizante, de una vida de proximidad paradójica, de una musicalidad imborrable y una ética de lo común. Hay un lenguaje, un arte, una forma de decir el mundo en el desierto, una obstinada fe en la permanencia, un ágora en cada ruca, en cada puesto, en cada rancho y en cada poblado. Está todo allí. Sólo resta ponerle palabras y eso es lo que intentaremos hacer.

En la segunda parte del libro, trabajaremos justamente sobre la Memoria del Desierto.


Hay allí una huella que se inscribe en primera persona en aquel páramo. Con la potencia de la memoria y la aproximación falible de los recuerdos, con el bagaje de haber vivido una parte increíblemente intensa de mi infancia en uno de esos parajes, al que siempre intento volver.


En este tramo hago eje en mi padre, ese hombre que todavía no descubrí ni dimensioné en su magnitud verdadera. Con el amparo, que no nihilismo, que me prodigaba ese hombre aprendí muchas cosas en tan pocos meses. A mirar casi sin ver, imaginando, en las inmensidades estrelladas del oeste y a pensar como un acto natural que cancela los ruidos del afuera. Aprendí a "estar", en una palabra. Mientras nos bebíamos de a sorbos, cansinamente, sin apuro, las incomparables noches puelchanas. Algo profundamente utópico anidaba en su reflexión, y en esa opción filosófica la utopía jugaba un rol para nada menor en aquellas conversaciones y aquellos silencios que crecían en los bordes del río robado.

Foto: Fabián Tittarelli.