Por Mario Goloboff (*)

 

 

El grupo de revolucionarios que encabezó la toma del poder en Rusia en 1917 valoraba especialmente el arte y la literatura y el pensamiento teórico sobre las mismas, y les asignaba funciones importantes en la construcción de la nueva sociedad. Por sus lecturas, por su formación cultural, estética y literaria, por sus relaciones con el mundo artístico, León Trotsky tenía, como en casi todos los dominios de la realidad que quería transformar, ideas propias, originales y bien personales sobre arte y literatura.

Tanta importancia daba a la materia que, para él, uno de los escollos fundamentales en el campo ideológico lo constituía un saber, escuela o movimiento que venía del campo específico de las letras y al que consideraba, más que a cualquier otra teoría filosófica o económica burguesa, enemigo fundamental en el terreno de las ideas: el formalismo. Escribía en los tempranos ’20: “Dejando de lado el débil eco de los sistemas ideológicos prerrevolucionarios, la única teoría que en Rusia se ha opuesto al marxismo es la teoría formalista del arte”.

Estimaba que “a pesar de la superficialidad y del carácter reaccionario de la teoría formalista del arte, una parte del trabajo de investigación de los formalistas es útil”. Por su falta de atención a los “contenidos”, estaba muy difundida entre los bolcheviques la subestimación y hasta el desprecio por estos estudios, (de ahí el apelativo peyorativo con que los castigaron y que paradójicamente les quedó como nombre hoy jerarquizado). Encontraba, además, a la escuela, “extremadamente arrogante e inmadura”. Y no veía en ella un trabajo que fuera más allá de un aspecto casi caricaturesco: “Declarada la forma, esencia de la poesía, esta escuela reduce sus tareas a un análisis sintáctico (esencialmente descriptivo y semiestadístico del poema), a un recuento de las vocales y consonantes que se repiten, de las sílabas y de los epítetos”, lo que calificaba de “parcial, fragmentario, subsidiario y preparatorio”. No apreciaba para nada, como se ha hecho más adelante y en el exterior, el trabajo en profundidad que estaba haciendo la escuela, que era fundar las raíces de una verdadera ciencia de la literatura.

Como contracara, es interesante destacar la atención que prestó a las vanguardias, y especialmente al futurismo, aunque este movimiento estuviese tan vinculado al formalismo y, en algunos casos, contara con los mismos miembros. Era en la práctica viva del arte donde se jugaba la batalla, y hay que tener en cuenta que de esas vanguardias rusas salieron muchos artistas que iluminaron el siglo XX: Kazimir Malevich, Vasili Kandinsky, Marc Chagall, Sergio Esenin, Vladimir Maiakovsky,por nombrar solo a algunos…

Trotsky diferencia al futurismo del formalismo en que “es un fenómenos europeo” y porque “en vez de encerrarse en el marco de las formas artísticas, se subordinó desde un principio –sobre todo en Italia– a las manifestaciones de la vida política y social”. Le reprocha una exagerada negación del pasado, en “un nihilismo propio de la bohemia, no del revolucionario proletario”. Y en los primeros tiempos de la Revolución escribe sobre los futuristas agudas observaciones que no atañen solamente a la cuestión estética: “Las opiniones de Lef  (el órgano cultural del movimiento) no son totalmente falsas, ni hay motivo para dejarlas completamente a un lado. Tampoco puede hablarse de que constituyan una herejía contra la opinión del Partido, por la sencilla razón de que éste no tiene firme decisión sobre el arte del porvenir, ni sobre problemas como el de la forma poética, la reconstitución y el desarrollo del teatro, la renovación del lenguaje literario o el estilo arquitectónico. Lo mismo ocurre en otros terrenos /…/ ¿Qué hace entonces el Partido? Encomienda a distintas personas que estudien estos problemas, y juzga de su labor y capacidad por los resultados prácticos obtenidos. En el terreno artístico la cuestión resulta más sencilla, y al mismo tiempo más complicada. Mientras se trate de la utilización política del arte o de impedir que el enemigo se sirva de él para sus propios fines, el Partido dispone de suficiente experiencia, sagacidad, decisión y medios. Mas ni la actividad artística, ni la lucha por sus adquisiciones formales, constituyen el objeto inmediato de su actividad”. Pero, de todos modos, su política hacia el grupo estaba orientada a incorporarlos a la obra revolucionaria, lejos de la censura y la condena: “No hay ningún motivo para dudar de que el grupo Lef  se esfuerza francamente en trabajar por el socialismo, de que se apasiona por los problemas artísticos y de que pretende seguir criterios marxistas. ¿Por qué, pues, empezar con la ruptura en lugar de influirlo y asimilarlo?”.

En cuanto a “la política del partido en el arte”, antes de prevenir que “de ninguna manera le es lícito adoptar posturas de cenáculo literario, que combate a otro círculo también literario o que simplemente les hace competencia”, advierte que “no es el arte terreno donde el partido esté llamado a mandar. Puede y debe proteger, mejorar y solo indirectamente dirigir. Muy ligado a ello, está la política con la ciencia y aun con el psicoanálisis: “¿Qué dirán los metafísicos de la pura ciencia proletaria de la teoría de la relatividad? ¿Concuerda con el materialismo o no? ¿Se ha resuelto este problema? ¿Dónde, cuándo y por quién? Que los trabajos del fisiólogo de Petrogrado, Pavlov, se mueven en la senda del materialismo, lo ve hasta el más lego en la materia. Pero ¿qué decir de la teoría psicoanalítica de Freud? ¿Es compatible con el materialismo, como por ejemplo opina el compañero Radek (y yo también), o se le muestra contraria?”.

Todo esto, naturalmente, reflexionado, escrito y editado (ed. rusa: Literatura i revolutsia, Moscú, 1923) antes de la enfermedad y de la muerte de Lenin (enero de 1924) y del rompimiento con el stalinismo. Después, durante el exilio y la persecución mortal, no variaron los ejes de su mirada sobre el arte pero sí sus consideraciones sobre la producción artística soviética: “El estilo de la pintura soviética de hoy día es llamado “realismo socialista”. El nombre mismo ha sido inventado evidentemente por algún funcionario del departamento de bellas artes. Este “realismo” consiste en la imitación de daguerrotipos provincianos del tercer cuarto del siglo pasado; el carácter “socialista” consiste aparentemente, en representar a la manera de la fotografía amanerada, acontecimientos que nunca se realizaron. /…/ El arte del período stalinista quedará como la más franca expresión del profundo descenso de la revolución proletaria”. Quizás, por otros motivos bien justificados, haya exagerado, pero sus conocimientos de la cuestión eran sólidos y fundamentados. Y tenían un pensamiento como regla: “El arte debe emprender por sí solo la ruta que haya elegido. El partido es guía del proletariado, no del proceso histórico”.

(*) Mario Goloboff es escritor y docente universitario. 

Este artículo fue publicado previamente en Página 12 y Rebelión.