Por Eduardo Luis Aguirre
Mi viejo, que tenía quinto grado y ninguna falta de ortografía, era un hombre del desierto. Vivió muchos años, décadas, en la inmensa llanura de los puestos. Conocía cada lugar, cada jagüel, cada estrella, cada salitre, cada páramo. Hacía de la introversión un modo de vida compartido por los oesteños. Al menos eso creía yo, hasta que conocí los poemas formidable de esos vientos eternos. Hasta que supe que la palabra -hecha poesía- se adhería al lenguaje como un complemento tan maravilloso como las cuerdas de las guitarras.
Mi padre se sentaba, por las noches, simplemente a pensar, a preguntarse,a contemplar, arropado por un manto incomparable de estrellas.
Cuando hablaba, no demasiado, siempre decía algo. Algo pronunciaba en esa permanente evocación de paisanos, de historias, de hacheros, de bardas, de sueños y travesías. De pequeños parajes sobre los que yo le preguntaba y el me respondía prietamente sin quitar la vista de un horizonte que sólo permitía intuir el pastizal salobre, las sierras, las chivas y una lontananza perpetua. Algo de un orden cósmico lo organizaba a aquel hombre, como un código ágrafo, consuetudinario e inmemorial. Era extraño. Ese hombre callado distinguía los satélites primeros, por la singularidad y la orientación de su órbita. En aquel mar de jarilla, en aquella sequedad extrema, donde los pocos turistas y viajeros pasaban sin ver, había espacio para rusos y norteamericanos. Para contarme de estrellas, imaginar otros sitios y tomarme de la mano. Sobraba tiempo para pensar el mundo y respirar profundamente lo propio. No hay un lugar que recuerde más intensamente que ese infinito espacio de preguntas permanentes. Yo tenía entonces cuatro años.
En aquellas noches, con el silencio a cuestas, el viejo decía de éticas y valores. Me gustaba complejizar y detenerme en su lenguaje, que además no era simple. Repetía con tesón mesiánico, por ejemplo, que este país se salvaba con algunos miles de sujetos honestos.
Cuando pasaron los años, llegué a profanar aquel pensamiento que soltaba de a poco, sólo a veces. Como el agua del río robado. Supuse en algún que el razonamiento del viejo era primitivo, que no comprendía ni abarcaba las contradicciones fundamentales ni sintonizaba las coordenadas de la dialéctica materialista ni el determinismo teleológico de las doctrinas críticas.
Ni se me ocurrió pensar que, cuando mi padre se refería a la honestidad, no lo hacía con el mismo alcance ramplón con que lo repite la clase media anonadada por las imágenes de bolsos y excavadoras que reproduce la prédica pusilánime de una prensa dedicada de manera casi unánime a colonizar las subjetividades de lectores, radioescuchas y televidentes. Porque el viejo, que era “honesto” a más no poder en clave convencional, era fundamentalmente un rebelde. La contradicción fundamental, para él, no era honestidad versus corrupción, sino conformismo versus rebeldía. Porque él era portador sano de la rebeldía del pobre, del humilde. Del hijo de un rastreador y una india. Esa era, lo comprendí con el tiempo, su concepción de la honestidad. Eso y el refugio, la atención puesta en la mirada del otro y del único hijo que le dio la vida.
De él aprendí muchas cosas. A mirar casi sin ver, imaginando, en las inmensidades estrelladas del oeste y a pensar como un acto natural que cancela los ruidos del afuera. Aprendí a "estar", en una palabra. Mientras nos bebíamos de a sorbos, cansinamente, sin apuro, las incomparables noches puelchanas
También me repetía que defender las causas justas es tan necesario como sencillo. Lo difícil –me decía- es sostener los derechos y las garantías de los réprobos, contener la furia de la vindicta, adecentar las réplicas de la violencia social e institucional, acercar a los que han perdido cualquier atisbo de protección colectiva, a los olvidados.
Algo profundamente utópico anidaba en su reflexión, y en esa opción filosófica la utopía jugaba un rol para nada menor. Miles de argentinos honestos eran, para él, otros tantos rebeldes. Hablaba, en realidad, de transgresores creativos, de utopistas, de idóneos o prácticos del “fair play” de la vida, que exigían animarse a ensayar gambetas, túneles, chanfles y sacrificio. Mucho sacrificio. Sacrificio para dejarlo todo en cada territorio en disputa, pero también para intentar correr el límite de lo posible y pensar en el otro. En el que sufre, aunque se trate del más ignoto de nuestros hermanos o del peor ofensor. Por eso, al viejo, le importaban muy poco el orden, la disciplina, el poder y el dinero, representaciones todas éstas unidas por un mismo y descompuesto hilo conductor.
Manso y agradecido, caminó por la vida sin que jamás pudiera hacérsele un solo reproche. Así, hasta que el tiempo le nubló la razón y de a poco se le quedó con la salud.
Mi padre conoció muchas más derrotas que victorias, y pagó las primeras con su cuerpo. Como escribía Andrés Rivera, la vida de los rebeldes está surcada por los intentos permanentes de resistir y la frustrante comprobación de otras tantas derrotas inexorables. Perder y resistir. Resistir y perder. Y no confundir la verdad con la realidad. Verdad en cuanto "razón", supongo.
La razón ética de mi padre, la honradez, no residía en el respeto al séptimo mandamiento. No robar venía añadido inseparablemente a su cosmovisión de la tierra y de la convivencia pacífica. La honradez era no traicionar a su clase, a su raza, a los humildes, a la Madre Tierra. Era no renegar del origen y reivindicar un pasado donde los ancianos eran respetados, las mujeres protegidas y los niños, directamente, sagrados. Como lo fui yo para él.
Más de medio siglo después descubrí la potencialidad emancipatoria, profundamente revolucionaria, de los miles de honestos. Alcancé a leer en la profundidad del silencio y de mensajes concisos siempre sujetos a interpretación, la subyacencia de una ética increíblemente análoga a la filosofía de la liberación a la que llegué después de tantos años. Conocí una filosofía profundamente anclada a la tierra, inclaudicablemente rebelde. Y solidaria. Como tantos hijos de este suelo, no le quitaba el sueño apropiarse de la tierra sino saberse parte de la misma. La tierra no era tan importante como bien hereditario, sino como eje de un estado de equilibrio que nos era prestado de generación en generación y que debía ser cuidado en extremo, como una suerte de Madre capaz de crear y mantener la vida, brindar alimento, proporcionar goce y sufrimiento, sostener un delicado equilibrio colectivo.
Una verdadera crónica (corta) sobre ecología de la liberación, contada a un niño en las tierras que hoy sufren la tragedia de la desertificación, de la degradación provocada por un sistema expoliatorio y destructivo de apropiación y explotación. Nuestra tierra, nuestros seres vivos, nuestro paisaje, nuestros ancestros, arrasados por la sequedad impuesta y los incendios devastadores que, muchas veces, debemos también a los no-honestos.
Los que no entienden que la tierra, como lo hacían nuestros ancestros, debe ser considerada en primer lugar "digna". Por eso, para ellos, estaba fuera de cualquier tipo de intercambio. Es interesante recordar la frase de Rigoberta Menchú (1998:43-44): “Miren, si ustedes ofrecen [dinero en tanto valor en un sentido cuantitativo] para mi rescate [en un secuestro], me estarían ofendiendo para siempre porque mi dignidad no se compra ni se vende con todo el dinero del mundo”. Los seres vivientes - la Tierra y sus hijos, sus ríos, sus bosques, su fauna, sus minerales y montañas, en esa concepción profundamente protectiva, lo son- no tiene valor: son dignos. Eso es lo trascendente que está en juego en esta hora aciaga. Esto es lo que como un murmullo sin final se alzaba en la penumbra pedregosa, en aquella filosofía descomunal del desierto.