Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

 

¿Se abrirán de aquí en más las alamedas, por donde pasen las chilenas y chilenos libres? El discurso rotundo de Salvador Allende interpela la amplia victoria de Gabriel Boric sobre José Antonio Kast en la segunda vuelta del país trasandino. El nuevo presidente, el más joven de la historia de Chile (35 años), encarna un reclamo de cambios profundos en un país que fuera el epicentro de una prolongada y sangrienta dictadura y un largo experimento neoliberal al que el pueblo hermano parece haberle puesto un límite en las urnas.

Boric, un progresista fraguado en las históricas luchas estudiantiles y actualmente diputado de su país, tendrá frente a sí un espectro amenazante y eufemístico al que la prensa hegemónica mundial denomina “gobernabilidad”, un significante que expresa como tantos otros al consenso de Washington y la influencia que los Chicago boys han tenido en la política chilena de los últimos años. En realidad, Boric deberá gobernar con un Congreso adverso, una institucionalidad que aún no ha concretado la superación de la vigencia de la constitución pinochetista y un 44% de chilenos que votaron por un candidato de ultraderecha. Por si esto fuera poco, la dinámica transformadora de la construcción de un espacio diverso en el que conviven partidos tradicionales, nuevas formaciones, expresiones de izquierda, estudiantes, militantes feministas, mapuches, trabajadores, desocupados, intelectuales, antifascistas, ecologistas y buena parte de la clase media hermana exigirá en términos gramscianos una constante construcción de pueblo. Una gimnasia de permanente preservación de la musculatura política alcanzada y una gran sensibilidad para atender a la correspondencia de las demandas de su propia base social. En otros términos, la salvaguarda de las demandas equivalenciales. Chile, a diferencia de la Argentina, no cuenta con un movimiento de masas multitudinario, con más de 70 años de vigencia en su historia política. El advenimiento de Boric deberá desmontar las retóricas odiantes, el racismo acendrado, el acecho de una sociedad disciplinada a partir del puño de hierro de fuerzas armadas y carabineros. La misma sociedad que toleró silente a la truculenta colonia dignidad, un enclave nazi en territorio propio.

Ahora bien, todos sabemos que los cambios profundos que se esperan son la dificultad más escabrosa e irresoluble que hasta ahora han tenido las expresiones autonómicas de la región, habida cuenta de una relación de fuerzas inéditamente desfavorables en el continente y en el mundo entero. Seguramente podrá salir del grupo de Lima y articular relaciones mucho más fraternas en lo inmediato con Chile, Bolivia, Perú, México y otros países americanos afines. Pero el desapego de las derechas con la democracia y con la verdad, los ilimitados intentos desestabilizadores de toda índole, las debilidades propias y el renovado interés regresivo del gendarme mundial en Nuestra América no han de ser escollos menores. Tampoco el ahogo de la constatación asfixiante de un neoliberalismo capaz de desatar una nueva guerra híbrida. Una más de las tantas en las que intervienen cumpliendo roles análogos, por no decir iguales, las corporaciones, los medios de comunicación hegemónicos, los sectores sociales dominantes, las burocracias judiciales y los servicios de inteligencia. Por el momento, la unidad en la diversidad y el acceso a La Moneda no son acontecimientos menores. El nuevo presidente se impuso en 11 de las 15 regiones de Chile (en la primera vuelta había ganado sólo en 4). El mapa mejora ostensiblemente y también se ensancha la base de interlocución civilizada de este Sur, mientras la ultraderecha cosecha una nueva derrota, justamente en tiempos que le son favorables en todo el mundo. Hasta hora, Chile pudo hacerlo y estuvo a la altura de un imperativo histórico categórico.