Por Eduardo Luis Aguirre

Acabo de leer en P12 un análisis de Nicolás Mavrakis (“Adiós a las cosas: el smarthfone se devora el mundo”). Hace tiempo que atendemos a los esfuerzos que el sistema mundo destina a hacer creer que hay una uniformización tecnológica que aplana las diferencias y que el mundo se deshace de lo tangible. 

El problema de la técnica desvelaba a Heidegger hace 80 años, más o menos. Es una continua estratagema del capitalismo neoliberal pensar y hacer pensar con citas de autoridad que la materialidad de lo corpóreo se desvanece en los dispositivos. Ahora se añade a esa forma de colonialidad la “inteligencia artificial”, el nuevo mantra de la dominación que habrán de intentar agudizando las contradicciones y profundizando las desigualdades.



No creo que haya un adiós a las cosas. Hay una angustia existencial que tiene que ver con la libertad pero mucho más con el control sin precedentes de la misma. Hay una angustia antropocéntrica, liberal, que deshumaniza la muerte, pero también la vida. Existe un intento planisférico de disciplinarlo todo. Mientras tanto, existe una civilización de viejos que horada sus lazos protectivos y una generación de vidas desnudas que cada mañana ensaya una respuesta mínima pero militante, una transformación sobre las cosas que le permita acceder a la diaria a como dé lugar, hay millones de cuerpos que se contraponen o engrosan una lucha por la supervivencia que seguramente es alienante pero que gravita mucho más que los dispositivos y adolece de tiempo (material) para ensayar la traducción académica entre la cosa y el ente. El algoritmo perfecto es, justamente, el que nos hace creer que en sociedades indecentes ha desaparecido la tangibilidad con la que se ganan la vida generaciones enteras que hacen lo mismo que otras generaciones que les precedieron. Explicarle a un pescador vietnamita, a un obrero metalúrgico o a un criador de chivos del oeste que ya no sólo no hay cosas sino smartfones es un camino de ida. Con el aliciente de que el que dispone únicamente de su fuerza de trabajo no tiene la cabeza colonizada en los términos que la imagina desde su sitio de confort un yuppy o un Ceo. Hay millones y millones para quienes las cosas no son objetos de consumo sino maneras de transformar la realidad y pelear el día a día. Eso no significa que las lógicas del capital no lo atraviesen ni lo condicionen, desde luego. Imposible que ello no acontezca con la vertiginosa actualización de los aparatos ideológicos y represivos del tercer milenio. Pero esto tampoco señala una uniformidad, sino un territorio en litigio. Los dispositivos no parecen mover el amperímetro en el África profunda o en los borden de las megalópolis sudacas. Quizás un ejercicio menos falible sería escribir sobre los textos de los grandes autores y no enteramente sobre ellos. Tal vez ya no se trata de "ganar" una lucha binaria esquiva contra un rival imponente sino pensar la convivencia en una clave distinta y dar la pelea desde otros espacios de encuentro dialógico y militante, no para vencer a un oponente sino para fortalecer y conservar lo que queda de una cultura solidaria. Una convivencia comunitaria, fraterna, ascética, austera, profundamente amorosa. Como lo hicieron las civilizaciones semitas en tiempos sectarios, eligiendo, no por casualidad, el desierto como espacio vital para oponerlo al lujo, la riqueza y la ostentación citadina. A lo que denominaríamos "clases dominantes" de Jerusalén. Allí también hubo un nosotros y un ellos. Pero no una guerra, sino una afirmación de reglas comunitarias y de profunda espiritualidad. De allí salió un objetivo ético insuperable. Insuperable como objetivo, como tránsito, como intento insusceptible de ser completado o abarcado: la verdad. No como oposición a la "no razón", sino a la mentira.