Por Eduardo Luis Aguirre


Más que ser abogado, a mí lo que me impulsó es la búsqueda que hoy mantengo de encontrar lo justo y lo bello (Vicente Zito Lema).

De hecho, la Ley produce la ira; en cambio, donde no hay Ley no hay transgresión (San Pablo. Carta a los romanos).

Como acontece de ordinario con los grandes procesos de aculturación y deculturación, nos ha de resultar difícil especificar con precisión histórica y cronológica cuándo fue que los Derechos Humanos, una categoría política, una bandera de lucha que obtuviera en nuestro país resultados sin precedentes a nivel mundial, se convirtieron por cuerda separada en un mantra de reproducción de las coordenadas del capital. Podemos estimar que la imposición neoliberal, el fin de la historia, el derrumbe de paradigmas totalizantes y el Consenso de Washington pudieran haber sido el marco temporal de habilitación de esta invasión silenciosa, subrepticia. Pero esa tímida conjetura no se refleja, como autocrítica urgente e imprescindible, en la manualística jurídica ni en la mayoría de los análisis del derecho.

Ya hace más de un cuarto de siglo que un fundamentalismo democrático y una modalidad unívoca de concebir los derechos humanos atravesaron todas las fronteras, sean éstas políticas, dogmáticas, éticas, epistémicas o áulicas y comenzaran a expresar una invasión cultural, a convertirse en un verdadero caballo de Troya y asumirse de la forma en que el sistema de control global lo impusiera. La democracia fue entonces, aquella que se afirma en las reglas formales de un capitalismo cuyas ultraderechas de última generación ya ni siquiera pueden soportar en su más baja intensidad. Los derechos humanos fueron el producto de una reproducción institucionalista, normativista, repetitiva y dogmática, que en parte (sólo en parte) se amarró a los postulados de la revolución francesa, pero que en general abrevó en el horizonte de proyección de un neoliberalismo atroz que se expresa a través de instituciones políticas de una globalización que ya Lacan había previsto en su proposición del 9 de octubre de 1967 “Nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación” (1). Hoy podemos constatar su impronta de segregación, explotación y opresión en normas, convenciones, tratados, tribunales ad hoc, intervenciones “humanitarias”, códigos, mecanismos de litigación y ONG´s que se encargan de garantizar la reproducción de las nuevas relaciones de dominación.

Como lo señalaba Althusser, estos derechos humanos malversados son un gigantesco dispositivo de aparatos ideológicos y represivos, una fórmula política y jurídica tendiente a asegurar la hegemonía del capitalismo neoliberal. Estos derechos humanos no necesitan siquiera respetar las grandes coordenadas del neoliberalismo político (basta con señalar la creación de tribunales especiales con posterioridad a grandes conflictos humanitarios y analizar críticamente su comportamiento), a veces no son siquiera advertidos en su rol de reproducción del control punitivo al interior de los estados (códigos procesales idénticos, análogos sistemas de mediación de clara connotación anglosajona y colonial) y de esa manera siguen apareciendo sin mácula ni crítica alguna en los programas curriculares de la mayoría de las escuelas de derecho donde abundan los ejemplos thatcherianos de captura de las almas. En palabras de Jorge Foa Torres: “En definitiva, el jurista argentino ubica a la ciencia jurídica como un conocimiento dogmático, pero no busca establecer las reglas precisas para la formulación de un discurso verdadero sino “para obtener las herramientas críticas necesarias que permitan una lectura des-críptica de un discurso que desconoce la constitución histórica de su propio objeto” (2)



El tránsito por una única historicidad fraguada establece el eje 1789/1948 para explicar el inicio de la vigencia de los derechos humanos. Por supuesto, también una nula crítica al comportamiento antidemocrático de la ONU, la oprobiosa trayectoria de la OEA y de los grandes tribunales institucionales que se multiplicaron por el mundo entero con sus vergonzantes resoluciones (empezando por Tokio y Nuremberg y continuando con el TPIY, por citar solamente algunos ejemplos). Los tribunales actuaron legitimando la venganza aleccionadora de los vencedores sobre otros criminales masivos repudiados unánimemente por la historia. Pero las potencias ganadoras de las guerras no fueron enjuiciadas o a lo sumo recibieron condenas módicas en algunos casos aislados.

La pregunta, entonces, es por qué coincidimos acrítica y sumisamente con esta temporalidad y este contenido que respecto de los derechos humanos ha impuesto el fundamentalismo sustancialista neoliberal.

¿Qué prejuicio nos lleva a pensar que no existían antes derechos humanos, incluso en civilizaciones pretéritas?

¿O es que no había derechos humanos entre los esenios, en épocas en que las cuevas de Qumrán albergaban los documentos y las reglas de una comunidad que preanunciaba hace 2500 años el advenimiento del cristianismo? Claro que esos rollos y esas reglas comunes no respondían a un significante de la modernidad, pero en sustancia graficaban derechos fundamentales. Seguramente no eran los derechos humanos individualistas, cuyos sujetos políticos eran el ciudadano y los estados, pero como contrapartida, incorporaban a las comunidades, a los pueblos, a los réprobos, a los marginados y estaban pensados respecto de esos sujetos carnales en lo que no se dividía el cuerpo del alma, lo material y lo inmaterial, el pensar y el sentir. Y eran derechos que reconocían una escala de valores que incluía la otredad, la fraternidad, la austeridad, la pobreza material, el ascetismo, mientras rechazaban la ostentación, el lujo y hasta la propia oligarquía de Jerusalén. Allí, a orillas del Mar Muerto, se conjugaba una filosofía, un derecho y una religión en la que se inscribían múltiples derechos y deberes considerados superiores (3).

También se implicaban –y de qué manera- derechos humanos en las cartas paulinas. Sobre todo en la Carta a los Romanos, donde Pablo de Tarso discurría densamente y distinguía partisanamente entre el derecho y la justicia (Dadle a cada uno lo que se le debe: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor). (4)

Es imposible comprender esta historicidad alternativa sin abrevar en la historia de la religión y la antropología bíblica. Porque, entre otras cosas, la religión se ha vuelto un tercero garante, extraño al individuo, los estados y el “sistema internacional de los derechos humanos” que posibilitan leer a estos últimos en clave emancipatoria.

Lo propio acontecía al interior de la extraordinaria civilización bantú. Nuevas y evolucionadas formas de preservación de derechos fundamentales y normas no escritas de resolución de conflictos atravesaban comunidades en las que cada sujeto tenía una canción. Una canción que creaban las mujeres antes de su nacimiento, que le cantaban cuando se producía el alumbramiento, cuando era un niño, cuando se casaba y cuando moría. Pero también cuando el sujeto cometía una infracción. La canción le recordaba de dónde venía y a qué comunidad se debía. También lo arropaba, lo celebraba y lo despedía.

Nunca la abstracción de los derechos humanos occidentales hizo que éstos se preocuparan ni concibieran discursos de dignidad humana alternativos (5).

No hubo simulacro de litigación en Valladolid. En la Iglesia de San Gregorio de la antigua capital de la España unificada transcurrió, entre 1550 y 1551 (casi 400 años antes de la Declaración Universal de 1948), el primer y más rico debate que se recuerde sobre los derechos humanos. En particular, sobre la condición humana y los derechos de los pueblos originarios de Nuestra América. Bartolomé de Las Casas, Juan Ginés de Sepúlveda y los más reputados pensadores de la época discutieron durante largos días, arrimando argumentaciones jurídicas extraordinarias para determinar la legitimidad de la conquista, los derechos de los nativos, su condición humana y sus derechos fundamentales. A raíz de este acontecimiento excepcional (era la primera vez, y quizás la última, en que un imperio organizó oficialmente una encuesta sobre la justicia de los métodos empleados para extender su dominio incurriendo en algo mucho más grave que los “errores, equivocaciones y aspectos lamentables” que admiten los cultores de la leyenda negra), la reina Isabel la Católica firmó en 1503 una Real Provisión para otorgar protección a los pueblos indígenas -en la que, además, los definía como “personas libres, como lo son, y no siervos” (6).Allí se jugaba la suerte de millones de seres humanos que vivían en un continente treinta veces más grande que España, no una justa menor de la OEA.

No hace falta añadir que también los habitantes originarios de Abya Yala exhibían un respeto irrestricto sobre los derechos de la naturaleza, la flora, la fauna, el equilibrio de la tierra de la que formaban parte y desde luego, también de los derechos de sus semejantes. Eran verdaderas comunidades en la que los niños y los ancianos eran sagrados y la armonía un valor trascendental (7).



Por eso, como dice Boaventura, de Sousa Santos, la hegemonía de los Derechos Humanos convive con una realidad perturbadora: la gran mayoría de la población mundial no constituye el sujeto de los derechos humanos sino que son meros objetos de nuestros discursos sobre los derechos humanos (8). Y esos discursos son los de la colonialidad. Los que no reconocen las situaciones de colonialismo interno y derechos colectivos que no forman parte de las urgencias de los grandes espacio institucionales que deberían ocuparse de la materia. Las luchas de los feminismos, de los colectivos LGTBIQ, de los pueblos indígenas, de los migrantes y desplazados, de los afrodescendientes, de las víctimas del racismo, de los usuarios de salud mental, de las minorías religiosas, de los millones de pobres y segregados. Derechos que no se ejercen individualmente sino solamente de manera colectiva, derechos humanos que habitan por fuera de los formatos y la ideología fundamentalistas, de la nematología (9) supremacista y de los grandes aparatos de control social globales, celosos custodios de un sistema mundial.



(1)   Proposición del 9 de octubre 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, p. 317, disponible en http://www.foropsicoanaliticopaisvasco.org/Textos_institucionales/Proposicion-9octubre-IF-EPFCL.pdf

(2)   Foa Torres, Jorge: Psicoanálisis y derecho: elementos para una crítica lacaniana de la ideología jurídica, Crítica Jurídica Número 35, enero/junio de 2013, pág. 139, disponible en https://ri.conicet.gov.ar/bitstream/handle/11336/23374/CONICET_Digital_Nro.cb9d8b18-2c03-43f0-b3c6-d99360685bdf_A.pdf?sequence=2&isAllowed=y

(3)   Seminarios “Semana de los rollos del Mar Muerto. Nuevos descubrimientos”, Moriah International Center/Universidad Hebrea de Jerusalén, 2021.MCenter en cooperación con la Universidad Hebrea de Jerusalén.

(4)   Carta de San Pablo a los romanos, disponible en http://www.velasquez.com.co/luisf/BIBLIA/CARTA%20A%20LOS%20ROMANOS.pdf

(5)   Maestre Sánchez, Alfonso: ““Todas las gentes del mundo son hombres” El gran debate entre Fray Bartolomé de las Casas (1474-1566) y Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), disponible en https://core.ac.uk/download/pdf/38825967.pdf

(6)   Aguirre, Eduardo Luis: “Nuestra propia canción”, disponible en https://www.derechoareplica.org/secciones/filosofia/1189-nuestra-propia-cancion

(7)   Aguirre, Eduardo Luis: “Conjugando el hervidero espantoso. Filosofía del derecho de nuestra América”, Ed. Servicop, La Plata, 2020.

(8)   De Sousa Santos, Boaventura: “Si Dios fuese un activista de los derechos humanos”, Editorial Trotta, Madrid, 2014, p.13.

(9)   Insúa Rodríguez, Pedro: “Democracia, derechos humanos y el fin de la historia”, disponible en https://www.youtube.com/watch?v=-IxxLli1Lrc