Por Eduardo Luis Aguirre
"Unión, unión, y seremos invencibles" (Simón Bolívar)
América Latina es una nación inconclusa porque las fuerzas centrífugas del imperio y sus socios locales profundizaron y estimularon las diferencias regionales por distintos medios. Y lo lograron. De esa manera, esa nación gigantesca terminó dividida en una veintena de pomposos “países”, impotentes frente a la dominación del capital extranjero y las oligarquías.
Sobran los ejemplos.
Ponsonby y Canning tramaron la idea de la Banda Oriental como Provincia cisplatina. La autonomización, una muestra de la fina y pérfida diplomacia británica, contribuyó decisivamente a la fragmentación de un litoral atlántico que los ingleses no iban a entregar a brasileños y argentinos.
Las internas entre sus dos principales referentes, estimulada por las clases dominantes, produjeron el fracaso de la revolución haitiana, el primer ejemplo emancipatorio de Nuestra América.
La burguesía porteña aliada al imperio exacerbó los agonismos propios y marcó a fuego el perfil centralista de nuestra patria.
Por el contrario, la gesta de Artigas, antes de ser pulverizada, concitaba a indios, negros, hacendados, marginales y esclavos.
El Protector la tenía clara. La política no se construye entre iguales sino, precisamente, entre distintos. Ninguna revolución se ajusta a la manualística del deber ser, al purismo kantiano capaz de clausurar cualquier gesta colectiva, a una homogeneidad inmaculada.
En los grandes movimientos populares participan trabajadores, desocupados intelectuales, infractores, usuarios de salud mental, convictos, propietarios, inmigrantes, sujetos de existencia precaria, explotados y oprimidos. Constituyen una unidad desde su extrema diversidad. No hay allí una masa homogénea sino una construcción dialéctica, incompleta y siempre contingente que puja por su emancipación sin perder de vista sus singularidades.
Esta nueva articulación de un pueblo integrado por sujetos en los que el capitalismo ha dejado una marca, cuando no ha capturado lisa y llanamente sus conciencias, exige que los militantes utilicen el único arsenal de que disponen los pueblos: la palabra, la cercanía, la amorosidad, la fraternidad, el espíritu de comunidad.
Pero para eso es necesario que esos militantes puedan explicar, puedan reposicionar el argumento como forma de hacer política. En todos los frentes: político, social, barrial, sindical, académico. Esa es nuestra gran debilidad y hay que revertirla. Si ese trabajo cuerpo a cuerpo se lograra, quizás otro gallo cantaría.
Pero para que eso pueda acontecer, es imprescindible la unidad. Es un imperativo que divide una mera condición de posibilidad del infierno que conocemos. O quizás todavía no.