Una buena parte de nuestra generación recibió una influencia intelectual, directa o indirecta, de lo que podríamos denominar el pensamiento crítico, que reconocía a su vez una matriz ideológica irradiada desde el corazón mismo del pensamiento marxista.
El marxismo, una vez conocido en sus grandes trazos, se constituía en una metodología para comprender el mundo desde una perspectiva conflictivista que no necesariamente funcionaba como un fuero de atracción de un carnet de afiliación a los distintos espacios marxianos sino como un conjunto de elementos epistemológicos que iluminaban las principales contradicciones que habitaban en las sociedades capitalistas. Acontecieran estas en los países centrales o en los pueblos del Tercer Mundo.
Es probable que la mayoría de la militancia no hubiera completado las lecturas de los textos canónicos del pensador alemán, pero algunas de sus categorías ensanchaban la proyección de los debates y las reflexiones, se tratara de inquietos comunistas, trotskistas, peronistas, socialistas, cristianos, socialdemócratas, cristianos, socialistas, etcétera. No se trataba, en muchos casos, de la adscripción de “nuevos marxistas”, sino de sujetos que encontraban en esos textos elementos metodológicos para acceder a una nueva comprensión del mundo. Un metarrelato totalizante donde el conflicto era el gran dinamizador de la historia.
Salvo excepciones que confirman la regla, aquellas multitudes juveniles exhibían mayoritariamente una distanciosa prevención respecto de las religiones como gigantescos acervos culturales. La categoría del “opio de los pueblos” y un marcado cientificismo determinista erradicaban de los grandes debates las creencias trascendentes.
El devenir de la realidad mundial, la unipolaridad sobreviniente después de la implosión de la antigua Unión Soviética y el derrumbe de las burocracias socialistas europeas, el advenimiento del Consenso de Washington y la hegemonía neoliberal obligaron a un repliegue de tracto continuo. Reaparecieron las luchas por los derechos de las minorías e irrumpieron inesperadamente los diferentes experimentos emancipatorios en América Latina. Más allá de la suerte corrida por los populismos, sobre todo a partir de la segunda década del tercer milenio, un nuevo liderazgo político, esta vez surgido de la propia iglesia de Roma aglutinó y allanó los agonismos y posicionó de otra manera a los ya maduros militantes frente al rol claramente diferente que podían asumir las religiones, en este caso la religión católica durante el papado de Francisco. Los documentos y la toma de posición del Sumo Pontífice volvieron a poner en debate el curso flagrante del capitalismo neoliberal. Lejos de consolidarse el pronóstico ligero del fin de las ideologías, los pronunciamientos papales generaron tendencias capaces de arraigarse en las masas del mundo entero y revitalizar las discusiones sobre formas de convivencia humana más justas. La época habilita narrativas portadoras de una ideologización radicalizada de las ideas religiosas, que parecen haber hecho un giro profundo, hegeliano, para arraigarse en la historia.
Es imposible relativizar la importancia de estos nuevos discursos en un mundo que ya asumía su nueva condición multipolar en un planeta devastado, asediado por las guerras, la violencia y la intolerable exclusión social.
En ese momento fue que advertimos que los posicionamientos papales remitían a creencias trascendentes en las que mayormente no habíamos explorado. Y a partir de ese momento fue necesario, al menos, conocer la historia de Jesucristo, los rollos del Mar Muerto, la influencia de los esenios, la importancia de Juan el Bautista, las impresionantes cartas paulinas a los romanos (imagen), las formas comunitarias de convivencia de las comunidades semitas, su escala de valores, su convencida austeridad y solidaridad, su ideal de austeridad o pobreza como programa de vida, su modalidad de resolución de las conflictividades, los tiempos escatológicos y los tiempos apocalípticos, los climas de época que auguraban el acontecimiento mesiánico, la biblia misma como uno de los mayores hallazgos literarios de la historia.
El ideal cristiano de austeridad o pobreza como programa de vida va a tener que lidiar con una burocratización colonial, clasista y racista encarnada por la Cristiandad. La Cristiandad llegó a repartir el mundo entre las potencias coloniales de la época y se constituyó en una herramienta de sometimiento de los pueblos de ultramar. Sobre todo, y en primer lugar, de los pueblos pobres, como los semitas, cuya escala de valores incluía el amor al otro, al pobre, al enfermo, al desvalido, a los matables, sufrientes y explotados. A los “homo saccer” de Agamben. Para retomar la ética del cristianismo tal vez debamos reivindicar la filosofía de Levinas. El otro no es para él un semejante, ni un igual, ni un diferente: hay un Otro en tanto Otro. Un Otro cuyo rostro y cuya mirada nos interpelan. Es Dussel quien recupera en buena medida al pensador al lituano. Y con Dussel aparece una mirada distinta de la historia humana, en la que caben por primera vez los pueblos respecto de los cuales Hegel afirmaba que no tenían historia, ni conocimientos. El idealismo alemán y el positivismo filosófico reeditaron la polémica de Valladolid, donde Las Casas y Sepúlveda debatían a sala llena si los indios tenían alma. Dussel es uno –no el único, desde luego- de los representantes de la Teología de la Liberación y luego de la Filosofía de la Liberación, uno de los tantos teólogos y religiosos que se habían acercado al marxismo o se reconocían como marxistas. De hecho, el argentino-mexicano escribió cuatro tomos sobre el marxismo, y en esos trabajosos estudios que le insumieron años advirtió de qué manera Marx, que descendía de cuatro generaciones rabínicas, reconocía en el materialismo dialéctico claras analogías con la noción de la sangre y la corporalidad de las tradiciones semíticas. Algo de su dialéctica provenía de una filosofía que, a diferencia del pensamiento helenístico, de la Cristiandad y del idealismo del siglo alemán del siglo XVIII, rechazaban el desprecio por la materialidad de la carne y la sangre y la división entre cuerpo y alma, o entre la razón y lo material. Por eso las izquierdas, hoy día, son convocadas por Spinoza, el filósofo de la inmanencia, el que se animó a especular con las pasiones, el del Tratado Teológico- Político, el marrano excomulgado del que hablaba Perón, el filósofo del Mayo Francés, uno de los pensadores de cabecera de los movimientos emancipatorios latinoamericanos.