Por Ignacio Castro Rey

Intentamos analizar un genérico de distribución masiva, idolatrado por todas partes. Se trata de una media algebraica juvenil que no existe exactamente en ningún cuerpo ni en ningún estadio determinado. Desde luego, no en el hombre de carne y hueso que, joven o no, siempre permanece abierto a potencias de las que poco sabe. Acaso esta juventud es solo un peligro tendencial en todos nosotros, conviviendo a la vez con tendencias contrapuestas. Sería entonces, solamente, un peligro que exageramos para intentar definirlo.

Cada edad, no hace falta decirlo, tiene su tontería, unas taras que se curan o se pudren con el tiempo. La infancia, junto a su percepción anómala y una inocencia que habría que proteger, se arma de un despotismo del que más vale defenderse. La juventud, junto a sus sueños comunitarios y su generosa rabia contra la hipocresía mundo, siempre ha padecido un sectarismo injusto, cierta apresurada soberbia. Asociada al peso de su experiencia, pero también al de la sociedad civil y el Estado, la madurez camina -aunque en Elogio del amor Godard sea más optimista- cerca de una creciente reserva, una prudencia a veces miserable. Por su parte la vejez, junto a su generosidad afable y curiosa, a una ocasional probidad y un humor desenvueltos, mantendría el natural egoísmo de la despedida, la amargura de los que decaen. Entre todas las edades del hombre, tal vez la ancianidad es la que no tiene ninguna tara, aparte del pecado mortal de una memoria que nos recuerda el ser lento que somos. ¿Es por esta razón por la que hoy los abandonamos?



Todo esto pueden ser muy bien, genéricamente, lugares comunes. Sin embargo, sobre las virtudes y defectos clásicos de la juventud habrían caído otras capas, a veces tan finas como un polvo de silicio. Su clásica indignación ante la indolencia del mundo ha sido en parte desactivada por una desintegración familiar que los ha convertido en príncipes, empujándoles a un hastío prematuro. Unos padres que trabajan de sol a sol y llegan a casa tarde y agotados, a veces físicamente ausentes por la extensión del divorcio, difícilmente tienen fuerza moral para mantener en casa una palabra más alta que la de los medios. El mundo entero adora a la juventud, pues esta sociedad, que se siente culpable de la vitalidad trágica que ha abandonado, necesita imperiosamente diversión, estruendo y sonrisas. Tememos casi a la seriedad del temor: a las arrugas del tiempo, a los espacios de silencio, a la tristeza de los márgenes, a no ser reconocidos. Los padres quieren entonces ser jóvenes, volver a ligar, aprender a bailar y ser visibles en las pantallas y las redes sociales. Además, como nuestra fragilidad no soporta una pareja de largo recorrido que nos recuerde que envejecemos, nos divorciamos a los pocos años para empezar de nuevo.

Estamos hablando de una cultura del reemplazo perpetuo que, llevada hasta la delgadez laminar de la imagen, es la mejor forma de conservar un retiro profundamente pesimista. Gracias al maquillaje y al simulacro, no solo mantenemos todos la misma sonrisa, sino también una movilidad jovial que nos protege, al preservar en secreto nuestro vacío. Descarbonizar es una palabra que podría nombrar esta mutación de aligeramiento. Lo que en el tiempo de la mecánica industrial fue desencantado y sometido a cerco, ahora será re-encantado en cuerpos y rostros cada día más semejantes a pantallas. En este aspecto, tienen algo de razón los que insisten en que la obsesión estética de nuestro mundo es la fina pátina de una profunda ruina moral.

El rejuvenecimiento, entonces, como resultado final del primado de la imagen. También los adultos y profesores, escapando lejos de toda seriedad envarada, quieran ser colegas de sus alumnos e hijos. Este compadreo es mucho más cómodo y está mejor visto que ser autoritario. Además, tener autoridad exige un solitario conocerse a sí mismo, saber estar a solas con una decisión, y ahora estamos muy lejos de esa senda socrática. Lo que se lleva es compartir, dispersarse en una interactividad que nos exime de responsabilidad, pues es de todos y de ninguno. Solo reenviamos balas rebotadas. La jerarquía clásica puede además lesionar una autoestima adolescente que, por sus débiles raíces en un amor paterno hoy bastante diluido, es tan ultrasensible como las pantallas táctiles en las que nos reflejamos. Al mismo tiempo que a los jóvenes se les abandona a su suerte -la sobreprotección puede ser parte de esto-, como contrapartida lo que queda del nido familiar seda a sus vástagos con el consumo de objetos. Y estos son más ágiles, múltiples y veloces, si son virtuales antes que reales, electrónicos antes que analógicos.

Únase a este panorama familiar el dato relativamente novedoso -que a su vez refleja cierta decadencia muscular- de una edad cada vez más tardía en la concepción, tanto en la maternidad como en la paternidad. Y con frecuencia, en muchos países, descendiendo con hijos únicos. De manera que esos seres elegidos, sin una hermandad que les dispute y les ayude, serán mimados en su soledad por padres que actúan casi con la dulzura y la complicidad de los abuelos. La niña o el niño serán los príncipes de un reino sin fronteras, víctimas también de nuestra forma mayoritaria de maltrato: el halago y el capricho perpetuamente cumplido. Hemos pasado así, batiendo records posmodernos, de una época donde el joven callaba en la mesa, por respeto o temor, a otra donde también calla, pero por ensimismamiento electrónico, con la consiguiente dosis de desprecio hacia quien de hecho le ha abandonado. Los jóvenes son la vanguardia lógica de un sistema cultural que vive, todo él, de estar al día, pues no quiere saber nada de lo que no puede evolucionar, ni tener bajo sí una tierra mortal que sirva de suelo. Es así que, aunque la juventud calle en la mesa, tiene poco menos que la última palabra en cualquier escena, sea clandestina o espectacular, donde se decida el curso de las cosas. Son siempre usados de coartada en la presión de la movilidad, en el reino mundial de la moda y su conductismo aleatorio. Siguiendo tal onda, los adultos que triunfen -y de hecho marcan tendencia- también serán joviales.

Fijémonos en que, al decaer la serenidad de lo trágico, decae también en nuestra cultura la fuerza de la alegría, que siempre ha vivido de un fondo analógico en penumbra, inaccesible a la razón calculadora. En medio de nuestra interminable positividad, hay que buscar deportes de riesgo, sufrir con series siniestras, hacer cursos de risoterapia y seguir comedias baratas que triunfan como estímulo imprescindible de un indisimulable malhumor de fondo. Para compensar la lasitud afectiva, muscular y cerebral, necesitamos estímulos. Y el primero de ellos es la información como entretenimiento, esa diaria galería de horrores -en los otros- que nos mantienen despiertos.

Dentro de un entorno añoso que vive del voyeurismo, la juventud en el gran estímulo cercano. “Ya verás cuando vuelva tu padre”, se decía. Pero para volver, con la autoridad moral de una cierta distancia, antes habría que haberse ido. Y hoy todo está cerca, sumergido en la inmediatez de un sedentarismo agitado y circular. Más acá de nuestras pantallas, la norma real es una promiscua flexibilidad que prohíbe alejarse de lo seguro y, de hecho, romper con nada. En resumen, aunque los padres estén en paro y todo el día en casa, los jóvenes han carecido con frecuencia, debido a unos adultos sin allende, de una resistencia paterna con la que lidiar y ante la que rebelarse. No solo es que ya no haya fuera osos que cazar o leña que cortar; es que los adultos con frecuencia ni pasean, a la caza de verdades, percepciones, momentos o impresiones nuevas. En cuanto a los chicos, entonces, una primera pregunta sería: ¿cómo alguien va a crecer, aunque sea inteligente, sin tener enfrente una zona de resistencia, el poder moral de lo que no ha sido elegido? Huérfano de un no casi ausente, envuelto en dispositivos de última generación y aplicaciones que funcionan en bucle, al joven le sirve una legión de esclavos tecnológicos que él puede usar a demanda. Se pasa el día eligiendo, dando órdenes, intercambiando facilidades y rivalizando dentro de una navegación sin orillas. Desde tal universo portátil el maltrato instintivo a lo lento, a lo serio o aburrido, viene servido. No solo los padres o los profesores serán víctimas de este maltrato impersonal, tanto doméstico como global, y de una mala educación de origen numérico. También lo serán los compañeros raros de clase, los chinos de la tienda de abajo, los sucios inmigrantes o el guardia municipal que intenta contener una fiesta.

Están empezando, saliendo del tutelaje -un tanto hipocondríaco- de padres y mayores, de ahí la obsesión adolescente por el tamaño y la impactante novedad de lo que llega. De ahí también su significativo silencio en la presencia real, ese racismo sordo con lo que desconocen, mientras una sonrisa cómplice mantiene el secretito del grupo. La juventud es atrevida, la ignorancia también lo es. “No sois fascistas porque no está de moda”, diría a algunos de nuestros vástagos Pasolini. Pero cierto racismo ariodigital empieza a estarlo. Y sería curioso observar el papel de la energía juvenil en la xenofobia ascendente en Polonia y Estados Unidos, en Holanda y Francia, en la otrora liberal Inglaterra. El humanismo no siempre es joven y sin embargo, a pesar de su mala fama en nuestra afición estructural, dulcifica la pesadilla que es la historia en regímenes muy distintos.

Desencantando el relieve del mundo, el nihilismo ha sido anterior a las pantallas planas. De aquel lúgubre pesimismo real, esta fluidez virtual. La adicción al espectáculo está alimentada por un vacío plano, sin trato con sombras vivas, que la sociedad adulta -para protegerse a sí misma- inyecta por doquier. De tal vacío proviene esta reserva anímica fluida hacia afuera, expansiva, con frecuencia tan tímida en lo analógico como presuntuosa en lo conectado. Cualquier joven demócrata puede presumir de que se ha entrenado para la guerra tecnológica, donde jamás se ve el rostro del humano que carbonizas, a través de videojuegos. De este belicismo civilizado hacia lo terrenal, sea el prójimo desconocido los lugares sin fama, también brotan los bostezos encadenados cuando el entorno no resulta divertido, ni mima el dogma de las conexiones rápidas. La primera serie de éxito, de tarifa verdaderamente plana, es el aburrimiento juvenil, esta apatía corporal que alimenta el enganche al orden interminable de la próxima entrega. Serie cuyo reverso es la indiferencia, la sorda hostilidad hacia lo difícil y oscuro. Precisamente hacia todo aquello donde se puede estar criando, sin edad, algo nuevo que todavía carece de nombre. Estamos hablando de una forma radiante de envejecimiento que hace cómplices a jóvenes y adultos. Estamos hablando de ser joviales precisamente en la hostilidad a lo indefinido, hacia todo lo externo a nuestros ambientes climatizados.

La fama implica una especie de racismo enrollado, una alegre xenofobia compatible con MTV y las flash mob. La sociedad mima a la juventud porque ésta facilita que nuestro retiro senil ante lo desconocido -en la tierra y en nuestro interior- resulte desenvuelto, multicolor y sin complejos. Nuestro terror mudo hacia lo durmiente, la agresividad hacia las nuevas tipologías de lo atrasado o lento, proviene de este despotismo acéfalo de la fluidez. La alta definición numérica en almas, rostros y pantallas, va unida a un implícito desprecio de lo amorfo, lo lento, no popular o feo. La cuántica viral de los trending topic genera automáticamente un fondo borroso de sombras que se pueden liquidar sin gas tóxico. De ahí lo dudoso de tanto memorial de los distintos holocaustos, pues hoy -acaso también en Cisjordania y Gaza- se mata genéricamente de modo muy distinto. Lo multicultural que triunfa indica que la discriminación hashtag no cargará el acento en la raza o el color, sino en la rareza o la invisibilidad, en la lentitud melancólica, en la vulnerabilidad de quien tiene arrugas y permanece pegado a la sucia tierra. Puedes ser de cualquier color, incluso de cualquier edad, pero has de ser interactivo para librarte del acoso no doméstico que ejerce la transparencia.

Dios ha muerto: viva la evolución y la marcha. Si uno entra en uno de los múltiples grupos de Whatsapp, foros o redes sociales que nos protegen en bucle, sean familiares, profesionales o amistosos, el día no llega a nada. Pronto nos pasaremos las horas intercambiando noticias, vídeos, chistes enlatados, emoticonos, twitts, likes, jajaja y toda clase de redobles digitales que mantienen a la secta global unida. Es cierto que cada tribu se mantiene cohesionada, como puede, ante los enemigos externos. Ninguna sociedad, se ha dicho, puede ver los prejuicios que le permiten ver y entender el mundo. Pero la horda viral del orbe ha logrado una soltura insólita en esta vieja ceguera, una especie de trepidante agresividad, de salvación por dispersión. Todo el fondo oscuro que era motor de cualquier fuerza ha sido disuelto en una polvareda sexy de novedades promiscuas. Es normal que un sinfín de patologías -de la ansiedad a la depresión, del pánico a la apatía sexual- tiendan a hacerse crónicas, compatibles con un tiempo social saturado de picos estadísticos, donde la discontinuidad se ha hecho continua.

Todo este régimen jovial es como una subespecie democrática del viejo sectarismo puritano, pero investido ahora de maneras interactivas. Opera de un modo abierto, siguiendo a la variación que se ha impuesto. Y como ha conseguido el logro genial de dividir al mismo individuo y hacerlo dividual (Deleuze), con un cerebro cuyo primer coto de caza es el cuerpo, simula que todo afuera ha pasado adentro. Fundido con una cultura que prácticamente coincide con la percepción y las pulsiones, el sujeto del nuevo orden deslizante solo se enfrenta a barbaries lejanas y abyectas, aunque estén muy cerca. Bajo ese frente exterior de simulacro que la información se encarga de mantener, el sostén de nuestro bucle sin fin es un hombre enfrentado a su más íntima zona de sombra, malestar que solo encuentra salida en el drenaje informativo, en las nuevas patologías y adicciones, en las enfermedades que hay que confesar y aceptar. Sin víctimas visibles, en la nueva urbanización se muere a cámara lenta, liberados de tragedia y cubiertos con risas envasadas. Cada uno de nosotros es conminado a una cacería sin fin de todo lo que dentro quede de elemental. De ahí que cualquier alivio natural, de la comida al sexo, del tabaco a las relaciones, esté teñido con una corte de peligros que el mismo orden social que los inventa se encarga de combatir. En esta batalla de tolerancia cero con la existencia cual sea y la mera tierra, base de una cultura multiforme que lo reabsorbe todo, el papel político de la vanguardia juvenil es clave, a diferencia del poder paternal y autoritario de ayer. Solo el desenfado juvenil puede dirigir un orden social verdaderamente macro, con una alta definición sostenida que detecte y dé caza a las incorrecciones micro que resurgen en las vidas. Las minorías son más aptas para dirigir una inquisición ligera. Logramos así la religión verdadera, tan fundida con la materialidad de nuestros ambientes que tomará un aspecto laico.

Es posible que un dato significativo en este panorama de integración en la desintegración, contando con el papel político de la juventud y con la plena incorporación de la mujer al mundo del trabajo, sea la entrada de nuevas armas sexuales en la competencia profesional, en las estrategias de empresa, en las nuevas modalidades de control de recursos humanos y de caza del hombre. La clase media es varias cosas a la vez, también una versión democrática y ligera de la vieja guerra de todos contra todos. En realidad, más una guerrilla que una guerra clásica. La ampliación del campo de batalla a la seducción, incluyendo la humanidad homosexual y las minorías queer, ha hecho de este capitalismo tardío una de las maquinarias de deconstrucción más eficaces que imaginarse pueda. No solo tal dispositivo desactiva en la juventud -de cualquier edad- su atavismo afectivo, sino que además dota a la sociedad entera de una violencia afelpada y normativa. Recordemos que uno de los motivos de convergencia de izquierda y derecha es el desprecio democrático por las culturas exteriores, cargadas con el estigma de un atraso despótico y machista.

A imitación de una geometría fractal, de su mezcla discontinua de definición e indeterminación, una especie de pantalla total en nieve nos salva de las caídas abruptas del tiempo y la angustia del vacío. En este panorama es donde se ha dicho que la angustia parece consistir en que nadie parece sentirla. Aunque nadie tomará en serio esta sospecha, igual que no se echa de menos a un desconocido. Para drenar el temor mortal, sin el que no existe posible comunidad, ni decisión, la globalización se basa en la conexión incesante de una atomización insólita. Es una especie de pacto de silencio ruidosamente compartido. Basta observar con detenimiento el brasero nocturno de una Skyline cualquiera para intuir esta alianza genial de secreto y expresión -silencio y estruendo, oscurantismo y transparencia- que constituye nuestro credo inmanente. Visto de otro modo, se trata de una alianza de impotencia orgánica y velocidad técnica. La aparición de una nueva estirpe de esclavos inmigrantes y el declive en nosotros de lo físico, en beneficio de lo químico y electrónico, es otro de los índices.

Así como la reaparición de un nuevo Ello que compense la extensión hasta el infinito del Superyó. Corrección política, éxito escénico y perversiones subprime: hasta la corrupción o el crimen, como muestran algunas series, deben ser alternativos. El simple delirio neopuritano con el lenguaje, también con un cuerpo que -en sus modulaciones estéticas, deportivas, artísticas o médicas- ha llegado a inscribirse en el registro de la propiedad, no deja de expresar la mutación de la vida metropolitana hacia la insularización conectada. Este retroceso de la sangre, esta orden muda de auto-alejamiento -de cada uno con respecto a la condición mortal común- segrega la linfa que alimenta la mundialización. La tecno-inmanencia es esto: objetos cada día más transparentes conectan a sujetos cada día más opacos, escondidos bajo el aura de su perfil. Tal alianza de pantallas inteligentes y pieles insensibles indica que nuestro orden urbano está sostenido en una vieja ilusión metafísica, aunque ágilmente renovada: con la imagen, la tecnología y la moda nos separamos digitalmente de la existencia, al minuto, allí donde ésta resurja. Visto así, lo que llamamos hoy mundial es la suma gigantesca de millones de soledades, incesantemente conectadas para evitar su derrumbe. De ahí la proliferación del pánico a lo sumergido, también los mil protocolos preventivos.

¿También la juventud está sola? Sí, pero, salvo benditas excepciones, en medio de un aislamiento ecológico, enredada en una fluidez que -excepto catástrofes inimaginables- ni siquiera puede chocar con un iceberg que obligue finalmente a sentir, a vivir, a pensar.

Fracaso escolar, triunfo virtual. El habitual “ni ni”, ese zombi juvenil que deambula por casa y tarda mucho en encontrar un destino fuera, se puede efectivamente preguntar: ¿Para qué emanciparse hoy si todo -amigos, pizzas, conocimiento, afecto, caricias- llega a domicilio? Es difícil no acabar siendo un joven altanero y un poco autista -ambos rasgos compatibles con una “baja autoestima” funcional y con la cultura de la queja- con tanta adulación envolvente.

La mezcla de impotencia y prepotencia, de ignorancia y engreimiento que caracteriza al actual público juvenil proviene de una interioridad con excesiva cobertura. Carente de alma al carecer de exterioridad, un exterior que siempre ha sido el horizonte de la espiritualidad, el joven se limita a vibrar en un medio, un entorno tecno-social que le refleja. De ahí esa identidad móvil, nómada y sin referencia existencial fuerte, ni en el carácter ni en la memoria, excepto en el amor propio o la autoestima. Un selfless self flexible se acopla bien a la coacción variable de la inmanencia, sea en el campo laboral o en el de la moda. La mitología Big Data mantiene la inmanencia de hombres desexistencializados y objetos desterrenalizados. Cuando coches, refrigeradores, relojes, aspiradores y consoladores pueden estar directamente unidos entre sí y a Internet, la smart people -los Millennials– es el modelo de la humanidad que viene. Salir a correr y compartir inmediatamente el recorrido y la autoevaluación. Narrar la propia pasividad, la gestión de su perfil. Un entorno inteligentemente automatizado produce, gracias a sensores polivalentes, una información en tiempo real que permite la autogestión. El Yo también es objeto de gestión, como cualquier otra empresa. Es lógico que se pueda decir que pronto no habrá discapacitados, pues todos lo seremos, pero equipados.

El corolario político, entre otros, podría ser que la violencia juvenil ya no es hoy, salvo secuencias excepcionales, precisamente física. Benditos rebeldes y gamberros de ayer, que son hoy una especie en peligro de extinción. Chocaban por doquier -con los padres, con los profesores, con la policía- y esto obligaba a los adultos a mantenerse musculares y estar alerta. Obligaba a regenerar y renovar los mensajes, las estructuras, las instituciones y las propuestas de la sociedad civil, dijese lo que dijese el Estado. Hasta los profesores mejorábamos con esa fuerza de choque. Ahora la violencia no es física ni presencial, sino oblicua, de baja intensidad: el murmullo continuo, los móviles, un leve aire de distracción, una suave sonrisa, la mirada fija en el infinito, la inexpresión conectada… La violencia de baja densidad es casi atmosférica, como cierta música de fusión. La norma socio-técnica es hoy que la inevitable resistencia hormonal de la juventud pase al modo vibración. Indiferencia hostil que tiene más que ver con la distracción continua, con el silencio sepulcral y las caras abstractas que con la agresión directa. Más que relacionada con la evasión, ruidosa o silenciosa, que con la intervención irreverente. Es una especie de mala educación surf de mirada perdida y comentarios continuos, apenas tuneada con ojeadas al móvil y bromas a media voz.

Aunque veneren la religión del espectáculo esto, en la enseñanza, es compatible con una estrategia constante para mantener la nota. Y tal alegre dogmatismo juvenil, implícito, empieza hoy muy temprano y se mantiene del Bachillerato a la Universidad: la clase media es también esta expansión de una edad media, sin edad, casi indefinida. Cuando algún líder político alternativo habla con orgullo de la conciencia académica no sabe con qué nos está amenazando. La ortodoxia juvenil, incluso para optimizar el ligue, es la del deslizamiento perpetuo: de imagen en imagen, de chat en chat, de logo en logo se pasa por la vida como por una pantalla más o menos plana. Por eso la forma de agredir de los nuevos delincuentes no la encontramos tanto en la efectista Funny games como en la normalidad monstruosa de Elephant, con esos largos pasillos en claroscuro donde muy bien podría no suceder jamás nada, solamente esa angustia que no se puede compartir y que eventualmente puede explotar en masacres inesperadas.

Es cierto que los jóvenes actuales, negando incluso lo obvio, mienten con un desparpajo que generaciones anteriores no parecían disponer. Pero tal vez ya no se le pueda llamar a eso mentira, pues la deconstrucción del referente real y de la memoria, sumada a la avalancha continua de mil versiones de cualquier cosa, hacen difícil hablar de una versión original. Es difícil referirse a una escena primitiva desde la cual el concepto de mentira tenga un sentido vergonzoso. La desvergüenza actual también es fluida, sin memoria de culpa. En este punto, ni falta hace decirlo, los jóvenes imitan fielmente a la casta política, tradicional y alternativa, que ha perdido reparos a la hora de multiplicar cualquier versión de las ofertas en curso.

¿Qué sueña el nativo digital medio? Triunfar a bajo coste según el modelo Facebook, Instagram o YouTube. Sueña con un aislamiento ecológico -ante todo, frente a su más íntimas dudas- que le permita multiplicar las conexiones en el entorno cambiante que le envuelve. En esa atmósfera metadatos que le protege como un líquido amniótico, la juventud es la vanguardia del sedentarismo velozmente equipado. En medio de la rarefacción espectral de lo real, el equipamiento juvenil de la ausencia constituye el núcleo de nuestra crisis funcional. La promesa consiste en ser visibles sin ser tocados por el virus de una presencia real, de ninguna masa terrenal sin circuito numérico. El supuesta alarma sobre la vigilancia de la intimidad es, como los comités de ética, un sedante para la mala conciencia. Es una cortina de humo sobre el inmenso beneficio de exponerse, una confesión perpetua que promete superar la ley de la gravedad de ser en la ligereza compartida.

Existe algo así como un holograma integrado en los hábitos corporales, incluso cuando la moda del momento sea umplugged. Ninguna atención presencial es fácil cuando la alta definición social incluye un funcionamiento en bucle por el cual todo el mundo, absorto por mil conexiones, atiende en diferido a la más inmediata escena real. Salvo que ésta sea estelar, pero cuando es así la escena misma está diferida por las conexiones real time, vaciada por dentro de toda posibilidad de acontecimiento. La imagen simula lo real mientras las pantallas nos separan del mundo, que a la vez sigue ahí. Cuando el público juvenil no puede evadirse con las conexiones, y la escena tampoco es espectacular, usará el ensimismamiento de esas caras abstractas, más la breve fuga del bostezo, para mantener en espera las conexiones en red.

En esta atmósfera de personificación jovial de la ignorancia es normal que la alta cultura, los pensamientos atormentados de Simone Weil o cualquier icono del pasado, provoque miradas incrédulas y, enseguida, el cambio de canal la atención ausente. Imaginemos el bostezo como forma discreta de fuga, de absentismo. No absentismo laboral, sino existencial. El bostezo como signo normal de rebelión en medio de un nihilismo desenvuelto, tan equipado como el orden social del que es perpetua alternativa, para eternizarlo.

La inmensa mayoría de los escenarios públicos están carcomidos por la lasitud expandida de lo doméstico. En resumen, por una sociodependencia que no deja de señalar que el Estado es hoy portátil, integrado en este civil estatismo continuo que nos sostiene. Maquillaje plano, vientres lisos, peinado de marca. Y esta conectividad mórbida que permite una desenfadada ignorancia, in situ, de todo lo que sea oscuro, lento, largo o complejo. La mala educación numérica es impune, pues se ampara en una presencia real carcomida también por el diferido perceptivo. De modo que casi nadie se ofenderá por el hecho de que los otros consulten sus pantallas mientras el orador de turno habla en directo para nadie y, en diferido, para la cámara que parpadea.

También los presentes parpadean, con ese leve rumor de una presencia instantáneamente diferida. Desde una ignorancia atávica, alguien se puede preguntar: ¿qué futuro sexual, ya no digamos afectivo, aguarda a unos seres sumergidos en este mutismo nativo? Por hacer las cuentas usuales, ¿qué posibilidad real de penetrar o ser penetrado? No digamos ya la posibilidad -hoy casi cinematográfica- de amar o ser amado, de tener algún día descendencia. No digamos tampoco la posibilidad de ser fieles a algo, hasta el sacrificio. Sobre esta lasitud conectada, un profesor de Educación Física, cargado de ironía y paciencia, comenta:

Lo que es común a todas las materias es el déficit de atención cuando la explicación supera las veinte palabras. Ellos están acostumbrados al multitasking, pero solo cuando se utilizan nuevas tecnologías (un vídeo en YouTube, por ejemplo) la mayoría está centrada al cien por cien. A esto se une una baja tolerancia a la frustración. Para poder progresar en una habilidad motriz específica (tiro a canasta, lanzamiento de Frisbee) se suele seguir un orden de ejercicios para entrenarse que, por supuesto, requiere repeticiones y constancia para lograr una mejoría. Les veo rendirse muy rápido y volver a utilizar su propio gesto técnico, viciado, al no ver un resultado inmediato. Cada vez me encuentro con más alumnos que no encajan de forma constructiva las correcciones del profesor. Se ponen a la defensiva e intentan excusar sus acciones echando balones fuera… No me refiero solo a malos comportamientos, sino a meros consejos técnicos que rebotan en ellos porque parecen herir su orgullo. Quizá otro detalle a comentar sea el abismo que encuentro entre los que hacen, o han hecho, deporte y los que no. A veces no te queda otra solución que juntarlos por niveles homogéneos para evitar los típicos reproches de unos (“No me pasa el balón”) y de otros (“No se mueve”). En las pruebas de condición física veo un bajón en los resultados con respecto a los baremos que utilizábamos cuando yo era un chaval, o los que utilizaba cuando empecé de profe, heredados de décadas anteriores. No hablo sobre todo de la pruebas que miden capacidades físicas puras (fuerza, velocidad, flexibilidad, resistencia), influenciadas quizá por factores genéticos o de alimentación, sino más bien de pruebas que intentan testar cualidades motrices básicas en las que la experiencia física y la práctica es lo más determinantes: coordinación ocular/manual/pédica, equilibrio y agilidad… Por ejemplo, en los circuitos de botar balones, bordear conos, saltar vallas, todo a una intensidad o velocidad alta. En general veo cada vez más alumnos descoordinados y con habilidades motrices menos desarrolladas. ¡Hasta el punto de no poner las manos para protegerse al caer al suelo!

Añadamos a este adelgazamiento de la atención, y de la potencia física del cuerpo, los accidentes de circulación inexplicables. O las frecuentes lesiones cervicales en unas generaciones habituadas a tener la vista baja, más o menos dirigida a un horizonte circunscrito a la altura de sus más íntimas partes. Levantar la vista ya sería, en este arresto voluntario en el ensimismamiento táctil, un esfuerzo heroico reservado a los deportes de riesgo. La pérdida de experiencia física es tal que es difícil no sospechar que detrás de diversos desastres colectivos -de los incendios con aplastamiento a los comas etílicos- no haya también, además de otros factores siniestros, una seria inoperancia corporal y espacial por parte de la masa juvenil. No olvidemos que el tiempo, hoy milimetrado, es el medio intangible de control. Es muy posible que, sin instrucciones telemáticas a mano, los chicos no tengan con frecuencia ni la menor idea de los efectos de lo que ingieren, de dónde están físicamente, de la distancia que les separaba de las salidas y lo que cuesta recorrerla, no digamos ya dar patadas y codazos para abrirse paso. El panorama de abandono de lo físico llega al extremo de que una excursión de chicos de Secundaria puede hoy ahorrarle muchos problemas clásicos a los profesores que les acompañan debido a la retirada de los jóvenes de las escenas reales, incluida la discoteca.

Ellos viven. Nosotros, a veces arrastrados por ellos, vivimos también, con nuestro pequeño divorcio a cuestas. ¿Nos salvará, les salvará de esta clonación tecno-social el laberinto amoroso, los traumas inevitables de los afectos, los meandros lentos de la amistad? ¿Salvará a los jóvenes el inevitable accidente real: la humillación laboral, el tedio del encierro doméstico, el fracaso amoroso, el envejecimiento de los padres, alguna muerte próxima? Es posible, esperemos que sí, pero no ocurrirá en dos días. Tal vez por esta lentitud de lo real, mientras tanto, atienden y atendemos con tanta fruición a las pantallas de la catástrofe, intuyendo que solamente un apocalipsis puede salvarnos de este gigantesco sistema de protección que nos expropia la sangre en su misma fuente.

Naturalmente, los accidentes no pueden ocurrir a petición y en pantalla plana. Bajo la mitología de la época, y su imperial superstición de la cronología, no hay pantalla para lo inesperado. Tal como está de adormecido el mundo, solo se puede creer en las heridas.

Dicho sea de paso, es posible que el tirón social de las nuevas opciones radicales, en América y en Europa, indique algún tipo de sucedáneo primario, con su dosis de sacrificio incluida, en el panorama de apatía virtual y desafección generalizada. Muchos radicalismos de éxito, sean populismos de extrema derecha, mesianismos de izquierda o fundamentalismos religiosos, parecen prometer lo que nuestro santuario democrático no puede de ninguna manera ofrecer: una salida terrenal a la anestesia generalizada. Antes que otro asalto del cielo, las opciones radicales prometen que la vida en la tierra es otra vez posible. Por eso es difícil que un ente como la Comunidad Europea, y unos gobiernos tecnocráticos implicados a fondo en la clonación económica de la juventud, tengan nada que ofrecer de recambio ante ofertas que impliquen otra vez al ethos de la humanidad. Ésta sigue necesitando otra épica, tanto para sus temores atávicos como para sus manos vacías.