Por Eduardo Luis Aguirre
Debo admitir que durante mis años jóvenes fui muy frugal (una única palabra que tomo prestada de Franco "Bifo" Berardi) al momento de imaginar y pensar mi propia vejez. No obstante, recuerdo algunos momentos donde mi ser ocasionalmente (muy ocasionalmente) resplandeció y pude pensar en algo tan particular como la distancia, que no otra cosa es el transcurso del tiempo. Eso me posibilitó algunas aproximaciones que ahora puedo poner en valor, porque coinciden con las experiencias intensas que transito en medio de una madurez que no me ha sorprendido tanto, salvo en su vertiginosidad. He envejecido sin darme cuenta. Y como en aquellas cavilaciones tempranas, esos datos objetivos que me distancian de un tiempo pasado son los dolores, la declinación corporal y la forma en la que soy tratado. Al mismo tiempo, he tirado el lastre de la falsa idea de futuro, el puro presente me permite encontrarme con mis verdaderas pasiones alegres y puedo pensar y escribir como nunca antes, incursionar en la poesía, disfrutar un vino tenue o prevalerme de la potencia infinita de pensar y de escribir.
Escribir cataliza además la observación, porque quien escribe debería también leer. Ese ejercicio dual contiene paralelas que se juntan, y que juntas nos permiten recordar, recuperar los intersticios del tiempo, que como dije, se asemeja para mí a la distancia.
A la distancia vemos, con la misma nitidez incomparable del cielo de La Pampa, ciertas formas periodísticas de imaginar y describir la realidad, que ahora sus propios autores deben reformular drásticamente. Una comprensible tentativa para evitar que aquella gráfica no se lea tan profundamente equivocada en este presente, que admite generosamente cualquier tipo de cambio. El cambio es, precisamente, uno de los rasgos que caracterizan al neoliberalismo en su fase pandémica. Si cambiamos drásticamente nuestra forma de vida ¿cómo un periodista no va a poder cambiar algo tan relativo y contingente como lo que él mismo escribió hace 20 años? Eso es un sino de la época que se replica enfáticamente en la Argentina después de la aparición fulgurante y trabajosa de los movimientos populares en escena. El populismo puso contra la pared al progresismo, que por supuesto siguió pensando que los que cambiaron fueron los otros. Que los que bancaron décadas, bombardeos, dictaduras, intervenciones, persecuciones y muertes antes de la irrupción del kirchnerismo eran otra cosa, ajena, diversa del campo popular, como lo imaginaba el prieto relato moralizador del progresismo. Luego vino el macrismo, y por primera vez una expresión neoliberal accedíó al poder por la vía de los votos. Entonces el antiperonismo de ciertas progresías debió ensayar sus mejores gambetas, sus virajes más pronunciados y previsibles. Si Macri era la encarnación del neoliberalismo, y ya habían dicho que Menem y los gobiernos peronistas (provinciales) de hace 20 años eran neoliberales ¿ambas etapas de la historia venían a ser algo así como la misma cosa? Ese solo interrogante debe haber sido problemático. Debe serlo todavía, para quienes recortan al más grande movimiento de masas desde el 2003 para acá. Para que sus posicionamientos puedan soportar la inclemencia de la realidad hay que suprimir 70 años de historia política. Antes, era al enemigo ni justicia. Ahora, fake news y persecuciones políticas. Antes se escribían reportajes a esforzados e impolutos jueces que por pudor elijo no recordar. Hoy el problema es la Corte, que sirve para cualquier crítica sin deponer el recurso de la brocha gorda. Antes hablábamos de neoliberalismo, pero en ese entonces –en la provincia- no teníamos noticias de que se privatizaran ni los bancos, ni las cajas jubilatorias, ni la educación. En rigor, nada. Sí, el decurso de la historia es un problema para el progresismo y el progresismo se ha convertido también en un problema. Mientras integre un frente popular y se someta a una realidad que no domina ni conoce, su capacidad de daño decrece sistemáticamente. Lo grave es su comportamiento reiterado frente a la adversidad, donde aflora –a la corta o a la larga- su individualismo profundamente liberal.
Cambia, todo cambia
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