Por Eduardo Luis Aguirre
Duelo, reflexión, constatación, corporalidad, certeza, llanto, sosiego, resignación, promesas de reencuentro en un más allá que admite diferentes traducciones. Los ritos mediante los que los seres humanos despidieron a sus muertos siempre tuvieron distintas motivaciones y sentidos a lo largo de la historia. La pandemia nos ha privado también de la intensa intimidad de las exequias, de la ceremonia irrepetible y necesariamente desgarradora del adiós. Esta privación es una de las muchas evidencias que dan cuenta de que el mundo ya es otro, que no habrá una nueva normalidad. Que es mucho más de lo que a priori imaginamos lo que habrá de cambiar cuando se salde la vigencia de la única pandemia que no ha tenido un día después en 2000 años.
La ceremonia del adiós es el título del libro de Simone de Beauvoir para despedir a su gran amor, el filósofo que se fue acompañado por una multitud calculada en 50000 personas. Paradojas de la historia, de la vida y de la peste, las despedidas a nuestros muertos desbordan de una cruenta fugacidad, en la que resulta imposible la ceremonia de la despedida y la evocación del que ha de faltarnos para siempre. Las muertes y lo que a las mismas sobreviene asumen una macabra cercanía con la desaparición, en la casi imposible constatación de la materialidad corpórea. En América Latina, donde nuestros hermanos los indios acuñaban creencias donde el alma y el cuerpo eran un todo unitario, a diferencia del idealismo nordeuropeo (particularmente a partir del pensamiento cartesiano y la influencia previa de la cristiandad) y en concordancia con la significación que el cuerpo, el alma y la sangre tenían para las civilizaciones semitas, la nueva realidad incorpora una nueva desazón. Esa angustia habrá de dejar marcas. Marcas profundas, quizás ni siquiera comparables a las que siguieron a las cuatro anteriores grandes pandemias que sufrió la humanidad. No voy a analizar el porqué de esta afirmación, por razones elementales de espacio. Solamente ensayar el ejercicio humanitario de entender las desafiliaciones, como las denominaba Robert Castel, que preceden a las muertes, cuando las mismas se tratan de personas adultas mayores. De los viejo, para ser más claros, que en el primer momento de la peste aparecen como uno de los grupos más vulnerables frente a la catástrofe.
La desafiliación es la antesala sufriente del dolor de la muerte. Es la desafiliación que los viejos sufren de parte de las instituciones en las que han trabajado, vivido, militado, enseñado, convivido a lo largo de tantos y tantos años. Desde la familia hasta el trabajo, el gran articulador de nuestras vidas cotidianas. La pandemia llega, ocasiona estas consecuencias letales y, entre los ancianos, la enfermedad se entronca con una dinámica de desafiliación. Afecta a los que están fuera de distintas microfísicas a las que dejaron de pertenecer solamente por el mero transcurso de los años. Está claro que el covid ha segado vidas jóvenes. Pero aquí quiero detenerme a pensar sobre la vejez. Y detenerme implica pensar cuáles son las características del sujeto atravesado por el neoliberalismo con el que deben vivir nuetros viejos. Esta nueva clase de sujeto colonizado, individualista, meritocrático, pragmático, apolítico, indiferente, que reproduce, por acción u omisión, la ignominia del desecho de los antiguos. La pandemia nos ha enseñado a naturalizar las pérdidas. Ha delimitado un nuevo retroceso de la condición humana. Nos ha mostrado tan sólo un indicio de cómo seremos después del desastre. Desaprovechar la interioridad, la humanidad y el pensamiento en medio de una contingencia jamás habría ocurrido entre nuestros pueblos originarios. La falta de legados éticos del neoliberalismo promueve "existencias precarias" (Jorge Alemán dixit) que alcanzan en su indigencia el sentir y el pensar. Entre la autoayuda, la necesidad de ganar la calle cualquiera sea el motivo, la compulsión de no poder ensayar renuncia alguna, de respetar las medidas de cuidado, de clausurar los diálogos trascendentes con las y los abuelos y detener esa carrera sin destino que desatan las lógicas del tercer milenio afianzan, un poco más, la alarma por el porvenir de la especie.