En “La condición humana”, Eduardo Luis Aguirre analizó la vida y la obra de Baruch Spinoza.
En 1665, Baruch Spinoza, el pensador excomulgado, comenzó a escribir su Tratado Teológico Político en una Holanda convulsionada, una obra que quedaría inconclusa por su muerte acaecida en 1670, justo cuando desarrollaba el tramo dedicado a la democracia. Spinoza implica un clivaje indescifrable en la filosofía mundial. Antonio Negri, en La anomalía salvaje, ve en él un materialismo radical y un novedoso colectivismo político. Alemán recuerda en aquella misma intervención la mención que del marrano hizo Juan Domingo Perón en su exposición durante el recordado Congreso de Filosofía celebrado en Mendoza, en 1949.
Lo cierto es que, casi 400 años después, el decir partisano de Spinoza nos sorprende en boca de militantes de izquierda, en los argumentos de jóvenes activistas sociales, en la voz de quienes plantean transformaciones más o menos radicales en la propia circularidad fatal del neoliberalismo. Spinoza ha vuelto. Quizás porque su pensamiento indócil, subversivo para Negri, cobra centralidad “en cuanto fílosofía de la resistencia; física de la resistencia al poder, que no es sino "superstición, organización del miedo".
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