Por Eduardo Luis Aguirre
Una de las principales dificultades de los seres humanos, a lo largo de milenios, ha sido encontrarle un significado único a aquello que denominamos realidad. La realidad no solamente ha sido esquiva para quienes han intentado con renovado tesón interpretarla, sino que -por el contrario- ha sido siempre un objeto de conocimiento inasible, polisémico, inaccesible e indefinible.
En rigor, todo proceso de definición supone un esfuerzo de aproximación a un objeto de conocimiento. Ese objetivo nunca se logra. La aproximación es siempre incompleta porque el lenguaje tiene un horizonte de proyección limitado, insuficiente para enunciar con la precisión que imaginamos la singularidad de lo real. En la realidad, además, existe el Ser. Se multiplican por doquier los entes. Emergen cientos, miles de ontologías probables. Se entrecruzan valores y concepciones morales diversas. Encontrar un sentido a la realidad es encontrar el sentido de la vida, de los entes, del Ser. Del Ser, de la nada, del tiempo y de los valores. Del enorme catálogo de creencias que profesan los seres humanos. De las múltiples codificaciones mediante las que reglan la vida humana las disposiciones que emiten desde los dioses hasta los hombres que detentan el poder para hacerlo. Detentar es disponer de una cosa, especialmente el poder, de manera arbitraria o ilegítima. La realidad, entonces, se parece demasiado a una construcción social no siempre democrática, a una toma de posición en el mundo. Aunque las miradas clásicas intentaran unificar semejante diversidad con una dimensión moral única. Platón pensaba que existía un alma que precedía a todo y era común a todo lo racional. Por ende habría algo que sí es invariable, inmutable, y que puede ser conocido por todos los seres racionales. Eso era, entonces, la realidad. Esa pretendida certidumbre nos tranquiliza en nuestra angustia existencial. Por eso, los esfuerzos por dividir lo corpóreo, lo tangible, lo carnal, del alma, la espiritualidad, la razón y el conocimiento no fueron pocos a lo largo de la historia. Kant, Hegel, Descartes constituyen ejemplos elocuentes. Si agobia la finitud, pero a la vez habita algo en nosotros que es inmortal o existe algo más allá del tránsito terrenal exiguo, la angustia ante la muerte deviene más soportable. Las corrientes filosóficas a las que podríamos denominar imprecisamente “contrahegemónicas” – desde los antiguos semitas al pensamiento marxiano, pasando por Heidegger y Kusch- plantearon disidencias contundentes. Descartaron lo absoluto, desecharon por colonial y alienante la pretendida división entre cuerpo y alma, entre la materialidad y lo espiritual. Concibieron al ser como arrojado a una realidad (dasein), el ser ahí, el estar siendo, formando parte con otros de una realidad común que nos interpela. Nos interpela la realidad y nos interpela el Otro en tanto otro. No hay aquí cuestiones metafísicas en disputa sino cuestiones esencialmente éticas. Así como el hombre no es individuo sino comunidad, la ética forma parte indisoluble de la realidad. Entonces: ¿qué pretendemos expresar cuando aseguramos que una determinada afirmación (nuestra) asienta en la realidad? ¿qué insondables incertidumbres, qué miedos se ponen en juego cuando decimos que hablamos desde la realidad? ¿Nos referimos a una realidad cognoscible, con ontología propia o a una construcción del mundo a la cual adscribimos culturalmente, ideológicamente, axiológicamente? Aquí sobreviene, quizás, la primera dificultad, acaso la más rotunda: la realidad es un orden. Un orden previamente establecido. Un sentido del mundo que debe constituirse en el punto de partida inexorable para analizar “una” realidad y no “la” realidad. Un imperativo estático con el cual debemos comprender procesos dialécticos y cambiantes que, precisamente, caracterizan a la realidad. Con ese mandato apriorístico no aspiramos a entender una realidad cada vez más compleja y dinámica. Pretendemos–por el contrario- legitimar un orden. La realidad es, entonces, una prédica cultural. Una construcción discursiva destinada a reproducir las condiciones de la realidad, pero nunca a comprenderla. Es, más bien, un enunciado, opera como un aparato ideológico destinado a convalidar un determinado estado de cosas. De esa manera, pasa a formar parte de una inapelable realidad la propiedad privada, la coerción en cualquiera de sus formas, la desigualdad, la esclavitud, la pobreza, la discriminación, el unidimensionalismo cultural, la ortodoxia de distintas creencias y dogmas, una forma única de concebir el mundo que exige la renuncia a la utopía de los cambios y las transformaciones colectivas.