Por Eduardo Luis Aguirre
Existe una tendencia sorda, casi imperceptible, consistente en plantear la necesidad de cambios institucionales para evitar en un futuro incierto las alternancias con el desastre. Para ponerle freno, sin fecha cierta todavía, a lo que se supone podría ser un dispositivo neoliberal en retirada.
Es cierto que nuestras instituciones son débiles, que están desactualizadas, que un sesgo de colonialidad las corroe desde la propia letra. No estamos tan lejos de la libre navegación de los ríos interiores de 1853. Que es como decir que no estamos tan lejos de Caseros. La batalla cuyo resultado fulminó al interior, lo sometió a los designios de una burguesía oscura, portuaria, exportadora, y sentó las bases del país oligárquico, gobernado por una casta que cree firmememente que los habitantes de esta tierra descienden de los barcos. Aunque los estudios den cuenta de que más del 55% de los argentinos somos portadores sanos de prosapia originaria. No lo saben. O no les importa. A la nueva estética, perversa y banal que nos conduce sin escalas al infierno tan temido ese dato inobjetable la tiene sin cuidado. Es cierto que habrá que pensar en un cambio institucional. Pero esa expectativa es casi una jactancia ociosa, si antes no logramos estar juntos. Y priorizar la construcción amplia y con los distintos antes que soñar con el formidable buen vivir, el poder obediencial inexorable o la protección incondicional de la Madre Tierra, que todos queremos. Esa tarea unitaria es, a la vez, una ingeniería perentoria y una tarea colectiva histórica e impostergable, quizás la única que podría poner fin a la fragmentación. Cualquier vía alternativa es errónea cuando no fatalmente sesgada. En la construcción de pueblo no se subliman los conceptos, no se rinde culto a las categorías, no se fetichiza lo abstracto ni se conmuta la moralina liberal. Quien no comprenda las contradicciones fundamentales en juego, lo agónico y lo antagónico, lo lúdico y lo épico, las acechanzas externas y el rol de sus personeros vernáculos, al menos deberían hacer un esfuerzo patriótico por escuchar al Otro, poner en tensión su sentido común y desterrar el odio. El odio estará siempre en la vereda de enfrente. En tiempos de luchas defensivas, es inexorable –paradójicamente- actualizar el propio concepto de lucha antes que custodiar las propias metáforas. Hace poco escuchamos una estupenda conferencia de la Profesora Claudia Salomón Tarquini sobre las luchas de Mariano Rosas frente a la invasión y el exterminio. Nuestra sorpresa fue mayúscula. Las “luchas” reconocían acepciones diferentes, texturas sorprendentes que iban desde la utilización de la diplomacia hasta la incorporación de los blancos disidentes. Desde el aprendizaje del idioma de los invasores hasta el intercambio de conocimientos en materia de medicina. El ensanchamiento de la base social parecía ser un denominador común de esas estrategias cuya literalidad confunde a muchos. Sobre todo al infantilismo sectario con afligente capacidad de daño y escasa tolerancia a la realidad. Aquella tarea paciente y certera que consistía en darle el mayor volumen posible a un proceso de consolidación no binario era perfectamente compatible con la concepción de las transformaciones del mundo que compartían los pueblos originarios. En la cosmogonía indígena, el Pacha Kuti es un ciclo, que va desde el equilibrio al cambio. En nuestro atribulado presente, otro ciclo de entrega feroz nos conduciría del cambio a la fragmentación. Las intervenciones humanitarias admiten formatos diversos. El que nos jaquea deja entrever sus formas. No se trata de una pulseada episódica. Lo que nos asola es un hiato histórico, abismal, difícilmente reversible. Yugoslavia es, a la vez, un ejemplo y un espejo reciente. Demasiado reciente.