Por Lugaralto
“Unos puercoespines renuncian a apretarse unos contra otros para luchar contra el frío. Sus pinchos los lastiman. Obligados a volver a acercarse en tiempo de helada, terminan por encontrar, entre la atracción y la repulsión, entre la amistad y la hostilidad, la distancia conveniente” (*)
En la vertiginosa verticalidad del precipicio insondable, las subjetividades arrojan resultados diversos. Suponer que porque "siempre se ha perdido contra el capital", el pueblo está condenado a derrotas inexorables es tan arriesgado como suponer que la clase media -que ha llevado al gobierno a un grupo de lumpenburgueses que perpetraron la exacción y desaparición del estado nación- seguirá manteniendo por siempre sus consignas lineales y su moralina victoriana de cabotaje.
Entre otras cosas, porque el gobierno ha arrasado con el país en un bienio y va por más, por la colonización más rápida de que tengamos memoria. Pero eso no pone fin a los territorios en disputa. Los agonismos y antagonismo culturales no los encarnarán los millones de arrepentidos tardíos sino sus hijos y sus nietos. Y el campo de marte no será otro que una comunidad en ruinas. Habrá que reconstituir las ruinas y reivindicar la comunidad. La comunidad es algo que, conceptualmente, nunca podrá enfrentar el neoliberalismo. Porque comunidad remite a buen vivir, a hermandad, a solidaridad, a comprender que el problema del otro es tanto o más importante que el nuestro, a la construcción de nuevas subjetividades descolonizadas. A nuevas formas de liberación y emancipación colectivas.
En la jerga de la militancia latinoamericana se acuñaba hasta no hace mucho tiempo una asertividad contrastable. El colapso de los populismo obligaría a las nuevas derechas a partir desde el respeto intangible de los derechos alcanzados a lo largo de una década. Craso error. El neoliberalismo arrasó en poco tiempo con las conquistas colectivas y en pocos meses hundió en la pobreza a millones de latinoamericanos. La masacre inferida alecciona al menos sobre dos cuestiones cuya centralidad nos concierne. Una de ellas es la necesidad de fortalecer una nueva epistemología del mundo. Los gestores futuros del lento y dificultoso renacer popular deberán añadir inexorablemente musculatura teorica y politica a sus practicas. La segunda es la necesidad de comprender la amplitud inexorable de los armados políticos futuros. No tenemos la obligación de custodiar una herencia cultural, sino la de ser capaces de hacer política marchando con los distintos. Las paradojas de la historia política nos comminan a que seamos nosotros, y no ellos, los que debamos retroceder para acumular fuerza política. Porque la relación de fuerzas ha cambiado, justamente. El purismo sectario, en esta hora aciaga, es suicida. Las derechas cuentan con el apoyo fabuloso de la gran prensa, de los servicios de inteligencia, de sectores decisivos de las agencias judiciales (incluida la Corte Suprema), de las oligarquías locales, de vastos sectores de las fuerzas armadas y de seguridad, de la embajada, del Imperio, de las Ongs afines, de un porcentaje irreductible de la sociedad, de un sector determinante del "campo", de las grandes potencias, de un fabuloso aparato de espionaje interno. Hay que ganarle a ese entramado oscuro qué es mucho más poderoso que las mil familias de la oligarquía agraria que imaginan militantes anclados en el fondo de la historia argentina.
Es verdad que no ha quedado nada en pie. El paso fugaz, criminal y siniestro de la barbarie nos ha dejado en la opacidad gélida de una noche que será, sin duda, la más larga de todas las noches. La búsqueda de una nueva alborada emulará un camino largo, sinuoso, arduo. En ese extenso recorrido veremos, a la vera de ese ruinoso derrotero, las pérdidas inferidas en meses, los daños de todo orden que jalonan el presente devastado, y advertimos el tamaño inesperado de las ausencias que lideran. Los derechos civiles y políticos conculcados, las conquistas sociales arrasadas, la justicia y el derecho injuriados, la soberanía económica entregada -lo mismo que los recursos naturales-, la derrota cultural indiscutida, el sistema financiero colapsado, la deuda externa que nos estrangulará por generaciones enteras. Y con esta saga de pesadilla, sobreviene la habilitación de jergas procaces, retóricas criminales y lógicas monstruosas. El racismo explícito, el autoritarismo rampante, la intolerancia y el odio. La construcción de un otro invisibilizado, despreciado u odiado. La colonización de las subjetividades más horrenda, la alienación masiva de un pueblo que eligió a sus propios verdugos. Por ende, asistimos también a la destrucción de un pueblo como categoría política. Ese pueblo que deberá reconstruirse desde un punto de partida ubicado en la penosa retaguardia de lo que en algún momento alcanzamos, aún con errores y no precisamente menores. Y reconciliarse en la solidaridad, amalgamarse en el amor al otro, fortalecerse en su convivencia cotidiana, alterada por los idus apátridas de los que perpetraron la intervención.
Para ello nos queda, a los que somos juristas, dar una pelea democrática sobre el derecho y sus formas, sobre la forma en que el derecho se imparte en nuestras universidades. Sobre nuestras lógicas coloniales y conservadoras. Sobre nuestra imposibilidad de pensar las sociedades en conflicto del tercer milenio. Sobre la claudicante ingenuidad que aplaude un derecho preparado para subrayar la invasión. Una disputa dialógica, una querella cotidiana por el lenguaje, por las lógicas, por la apertura del pensamiento, por la deconstrucción de los dogmas. Por estar, unánimemente, juntos.
(*) Roudinesco, Élisabeth, en “Y mañana, qué…”, p. 16, Fondo de Culltura Económica, Buenos Aires, 2014.