Por Ignacio Castro Rey (*)

Generalizar es abusivo y peligroso. Incluso cruel, exagerado, injusto. Pero sin generalizar no se puede pensar ni discutir de nada, ya que entonces nos quedamos solo en casos particulares, donde cada uno es hijo de su madre y poco hay que decir. Así que voy a intentar generalizar con cuidado, captando cierta media algebraica juvenil que me preocupa y veo bastante encarnada en una marea creciente.



Como es sabido, de vez en cuando alguien observa detenida y concienzudamente. No tiene mérito ni es ninguna obligación. Al contrario, lo cómodo para un ciudadano contemporáneo es fijarse lo menos posible. Si se produce, la atención a los detalles (algunos tenemos todavía solo relaciones personales) es sencillamente “defecto del animal”, como dirían en mi pueblo. El caso es que, sobre todo últimamente, se ha sentido confirmado un síndrome preocupante, triunfal precisamente en los ambientes punteros.

 

Se dijo ya alguna vez. Aparentemente, cada uno en su estilo, la mayoría de los jóvenes actuales carecen de la más mínima tecnología corporal y mental para pararse y subrayar los detalles, entrando en la sombra de las cosas. Hablo de cierta dificultad para escuchar con atención una frase o una idea, aguantando esa escena o esas pocas palabras a solas y extrayendo conclusión propia. Puede pasar en clase, en casa o con cualquier película. Es la dificultad para descender al sucio mundo real, sin teclado ni botón de pausa, que con frecuencia carece de imagen radiante ni tiene fácil cobertura.



El colmo de la acción es la escucha, escribió Pablo D’Ors. Pero lo joven es hoy algo muy distinto: surfear sin fin, buscando una ondulación compartida. Les gusta hacer olas, flotar, vibrar en grupo con el ruido ambiente. Como remedio, para compensar, la víspera de cualquier prueba analógica y real, sea examen o cita amorosa, le preguntarán a algún amigo en qué consiste y cómo se haría un resumen. Naturalmente, la receta no funcionará: aunque nadie busque venganza, la aspereza real se encarga del fracaso.

Son buena gente, sin duda. Aunque capaces de matar en grupo, se echaría de menos entre ellos a auténticos “malvados”. Ello no quita, sin embargo, para que juntos puedan ser temibles y practicantes de una crueldad infinita. Salvo honrosas excepciones, padecen una preocupante impotencia para lo clandestino y secreto, para todo aquello que no tenga aplausos fáciles ni marque una tendencia viral. Es como si vivieran perpetuamente en pantalla y les diera miedo lo que no es transparente, fácil, espectacular o conectado.

No es siquiera miedo. Sencillamente, lo que es lento, lo sombrío y difícil resulta aburrido para ellos, anticuado e inútil. Por eso, cuando no tienen más remedio que asistir a algo de eso, sea en clase o en casa, les entra sueño. De ahí los bostezos y las caras abstractas de las “pellas mentales”. Como no pueden consultar el móvil y las tonterías de turno, cambian mentalmente de canal, hacia algún bucle virtual.

Son fieles súbditos de la nueva religión triunfante: la circulación perpetua, entre el hahaha enlatado de las redes y los grupos de Whatsapp. Grupos, por cierto, donde los pequeños juegan a ser mayores y los viejos juegan a ser niños. En esta gran clase media donde todos somos igual de idiotas la religión triunfante (faltaría más) es unisex, pues ya no hay hombres ni mujeres. Ni jóvenes ni viejos, ni buenos ni malos. Todo el mundo es igualmente “diferente”, aunque algunos tengan más seguidores que otros.

Por lo pronto, esta banalidad de la igualación paritaria (donde el éxito del inglés, la lengua de la normalización mundial, es todo un síntoma) ha conseguido nuevas formas de odio hacia lo raro y lo no homologado. Aparte de un nuevo enfrentamiento entre sexos y generaciones, pues todos (padres e hijos, mujeres y hombres) corremos en la misma pista del éxito espectacular, de lo consensuado, visible y masivo.

A veces parece que los jóvenes han vendido su alma al nuevo dios del postureo, sin guardarse nada dentro, ninguna capacidad para el secreto. Casi todo en ellos funciona en bucle, en red. De ahí la moda del poliamor y la posverdad, así como las ropas agujereadas y los cortes de pelo híbridos.

Es posible, no obstante, que el viejo Dios, que al fin y al cabo atendía a la sombra de cada criatura, fuese menos cruel que éste de la diversión obligada. Como recuerda Nietzsche, cinco no ríen sin que un sexto pierda un ojo. Por eso es perfectamente posible que estos encantadores jóvenes, tan ecologistas y feministas, jaleen la pelea de otros dos que se están acribillando a golpes. O a una chica que está al borde del suicidio, a punto de saltar al vacío. También puede ser parte de la fiesta torturar a una profesora en clase, hasta las lágrimas. Y que la horda acose a un señora en el metro, al creer que está grabando su estúpida fiesta. La diversión masiva es así, necesita un animal sacrificial. Igual que en los toros, pero sin límites rituales.

 

Toda esta obligación de tener éxito, de ser popular y divertido, es pues fuente de nuevas formas de infelicidad, de maltrato y ninguneo. Para empezar, el espectáculo continuo que nos invade (con tarifa plana: igual que los vientres, las pantallas y los encefalogramas) ha logrado un secuestro sin precedentes de la atención. En un horizonte ocupado por la moda (incluida la moda de no seguir ninguna) es muy fácil ser invisible. Y eso hoy casi nadie lo soporta: de ahí la obligación estresante de ser siempre guay. Motivo a su vez de nuevos temores, fobias y ataques de pánico, pues en el fondo, encerrados en nuestra burbujita conectada, sospechamos que no entendemos ni la mitad de lo que nos rodea y que cerca puede estar cualquier monstruo inimaginable.

 

Pues, en efecto, estamos hablando de la juventud como deseable símbolo vanguardista de una sociedad profundamente senil. Cuando la descendencia cae en picado, los adolescentes se erigen en elite. Pero cualquier tipo de manipulación (política, terrorista, publicitaria o informativa) lo tendrá muy fácil en un mundo donde nadie, por falta de juventud real en la sangre, es capaz de estar a solas con nada. El problema es que después, cuando ocurra algo difícil y estemos de pronto solos ante eso, careceremos de cualquier tecnología corporal y mental para afrontarlo.

Todo debe ser una fiesta, incluso después de que cada uno de nuestros Titanic choque con su iceberg. Así pues, cuando las luces se apaguen y ocurra un accidente, tenderá a ser fatal, pues nos faltará el menor instinto para el peligro físico y creeremos (como ocurrió en Madrid Arena, la sala Bataclán o la actuación musical de Las Vegas) que la tragedia es producto de otros efectos especiales del eterno espectáculo en el que flotamos.

 

El colmo de las paradojas es sospechar que, bajo esta adulación constante de la sociedad hacia la juventud, se esconde un nuevo tipo de maltrato masivo. ¿El de los mimos, por ejemplo? Es posible que los jóvenes jamás hayan sido más esclavos. Nadie les deja en paz. Nunca han estado más presionados, más vigilados, interferidos e invadidos. La sobreprotección y las mil facilidades que se le sirven a diario, aparentemente gratis, es un regalo envenenado para desarmarlos y convertirlos en dóciles camareros del “Todo a 100” que viene, ese gigantesco low cost que les convertirá en baratos empleados sonrientes.

 

Joven o mayor, para quien quiera sobrevivir a esta radiante dictadura dispersa sería urgente cambiar de modelo. Sería necesario divorciarse de las mascotas que tanto nos emboban y volver a recuperar, quizás, la figura de la serpiente. Siguiéndolas, algún día habrá que ser capaces de volver a ser invisibles, desapareciendo y soportando la penumbra de un subsuelo. Al principio estaremos un poco solos, de acuerdo, pero pronto podremos conspirar contra la estupidez masiva que  nos protege, como un útero tóxico, y buscar amistades reales, nuevos afectos y lugares de encuentro.

 

Además de poder ser lenta ahora y enseguida rápida, en un santiamén, la serpiente encarna un imperativo moral urgente. Solamente quien encuentre el demonio de su alma, y pueda soportar ese veneno dentro, será capaz del heroísmo del afecto. Y un atletismo afectivo es cada día más urgente, solo para sobrevivir. Cuando todo el mundo es neutral y, por temor a una omnipresente normativa, los malos nunca dan la cara, resulta muy útil y divertido provocar “accidentes” en la hipocresía social para volver a saber quién es quién.

(*) Doctor en Filosofía y crítico de arte.