Por Eduardo Luis Aguirre

La intelectual catalana Victoria Camps afirma que han sido pocos los filósofos que se han ocupado específicamente, más allá de citas y aforismos circunstanciales, de la cuestión existencial de la vejez. Para encontrarnos con un trabajo específico hay que remitirse, aún hoy en día, al “De Senectute”, el libro apologético de referencia de Cicerón (*).



Fuera de ese trabajo antiguo, esta filósofa de la Universidad Autónoma de Barcelona destaca el libro de Simone de Beauvoir, denominado justamente “La vejez”, publicado en el año 1963, cuando la autora apenas sobrepasaba los sesenta años.

En primer lugar, señala Camps, el envejecimiento es un estado caracterizado en las sociedades capitalistas modernas como"negativo". Es negativo, desde esta perspectiva ideológica, por su condición irreversible, por su inexorabilidad, por su sesgo crepuscular. Se trataría de un declive generalizado del ser humano, que puede comenzar con su memoria, o con las dificultades que empieza a depararle su propio cuerpo. Pero más importante que los síntomas mismos son sus consecuencias. El deterioro (y aunque éste no exista, igual se tiende a derivarlo caprichosamente de la propia condición madura) contribuye a su apartamiento de la sociedad, a la desafiliación del sujeto de los lugares que antes lo acogían y le proporcionaban una vida más plena, con momentos intensos, con instancias felices que comienzan a desaparecer. El apartamiento de la sociedad se profundiza –sigue explicando Victoria Camps- cuando la persona comienza a denotar una pérdida de curiosidad, una indiferencia cada vez más marcada sobre las circunstancias que lo rodean, las noticia o lo que ocurre en su país o en el mundo. De esa manera, el anciano deja de ser contemporáneo. Esa pérdida de curiosidad lleva a la persona mayor a refugiarse en la rutina y en los hábitos. Esos hábitos nunca son nuevos, justamente porque la novedad comienza a producir la inquietud de tener que elegir, y esa elección no es gratuita. Muchas veces obliga a una suerte de repliegue a posiciones conocidas. La tecnología puede ser un buen ejemplo de una motivación de repliegue. Nuestra catedrática cita el caso del filósofo Immanuel Kant, una persona terriblemente disciplinada que vivió hasta una edad avanzada. Tan disciplinado era que sus vecinos ajustaban el reloj cada vez que el sabio salía a pasear porque sabían que éste cumplía rigurosamente esta rutina todos los días a la misma hora. Este hábito se le convirtió casi en una religión al creador de la "Crítica de la razón pura".

Los hábitos, dice Camps citando a Beauvoir, dan una seguridad ontológica. Es decir, una seguridad que adquiere naturaleza propia.

Otra característica del envejecimiento, que contribuye al mencionado apartamiento de la sociedad es justamente la contracara de la seguridad: el miedo. El miedo a sentirse abandonado, a enfermarse, a la precariedad económica, a convertirse en un estorbo, a ser engañado, a caerse, etcétera.

Ahora bien, Simone de Beauvoir ensaya una interesante diferencia. En esta asumida situación de supuesto deterioro, hay personas que sí pueden hacer de la adversidad una fortaleza, de la debilidad una virtud, asumiendo el tramo final de la vida como un verdadero y estimulante desafío. No todo el mundo es capaz, no todos saben o pueden hacerlo, pero algo muy fuerte vinculado a la pasión, a la vocación y a los grandes llamados interiores se encuentran vacantes durante la adultez y encarnan una hermosa épica que se dirime día a día, minuto a minuto, sin interferencia ni intercesión alguna del mantra ficticio del “futuro” como ordenador de la vida cotidiana occidental.

Beauvoir evoca un libro inmortal, “El viejo y el mar”, para metaforizar sobre la voluntad, la tenacidad, la templanza y los desafíos que un anciano asume, cuyo resultado, como en la vida real, no diferencia entre fracaso y éxito, sino que proporciona vivencias, cuya intensidad habilitan una densidad de placer incomparable. Al viejo de Hemingway “le pasan cosas”. Y tal vez allí se aloje una de las claves no siempre visibles durante el atardecer de la vida. El viejo siente, piensa, se asume protagonista, conserva los sueños, la vocación de transformar la parte del mundo que lo interpela, lucha. El viejo no espera. No yace. No piensa en hábitos ni se asegura en rutinas. Va hacia donde su deseo y el llamado de su subjetividad lo convocan. Siempre había querido pescar un gran pez y allá fue. “Todo en él era viejo, menos sus ojos”, decía el autor del libro. Esos ojos, con los que el pescador miraba el mundo, no eran viejos. Eran los ojos de alguien empecinado en desafiar la vida y la muerte, en concretar apasionadamente sus sueños, en escuchar su deseo y afirmar un objetivo que lo atraviesa y lo implica. La clave del viejo, definitivamente, está en sus ojos.



(*) https://www.youtube.com/watch?v=LZMpXiPq8p8

 

Fuente: www.derechoareplica.org