Por Eduardo Luis Aguirre
“Hay una frase que ha llenado de orgullo a varias generaciones de compatriotas y de vergüenza a otras: "Los argentinos descienden de los barcos". Este "aforismo" confirmaba la creencia tan difundida de que la Argentina no tuvo pasado indígena, lo que uno podía comprobar siguiendo los manuales de historia con los que se educaron la mayoría de los argentinos que hoy tienen más de 30 años” (1).
“Sin saberlo y tallado en el ADN, los argentinos portan un mensaje de sus antepasados. Y en el 56% de los casos el que lo legó dejó escrito simplemente un solo dato: su origen amerindio. De la población actual, el 44% desciende sobre todo de ancestros europeos, pero el resto —la mayoría— tiene un linaje parcial o totalmente indígena” (2).
El presidente Macri expresó recientemente en Davos que todos los sudamericanos somos descendientes de europeos (3). Esa definición presidencial habilita innumerables análisis desde diferentes saberes. Aquí nos proponemos, únicamente, problematizar en clave decolonial la particular visión del país y de la historia de la región exteriorizada en esa concepción, seguramente compartida por buena parte de la sociedad argentina.
Manifestaciones de esa naturaleza expresaron desde siempre a sectores profundamente radicalizados de la derecha criolla, que ha logrado colonizar la conciencia y la subjetividad de gran parte de la población del país. Una tarea en la que necesariamente han cumplido un rol fundamental los aparatos ideológicos de un estado (en términos de Althusser) que –vale recordarlo- ha perpetrado tres genocidios durante su corta historia de doscientos años. Uno de ellos es–precisamente- el crimen de masas eufemísticamente denominado “conquista del desierto”, que costó la vida de miles de pobladores originarios. Algo de la lógica kantiana habita en esas coordenadas, donde para entender la "esencia del hombre" hay que poner prioritaria atención "en sus esfuerzos creativos, en su cultura y civilización", dejando de lado la naturaleza humana "primitiva" o "incivilizada" que encarnan las sociedades que carecen de aquel talento, entre las que se encuentran, precisamente, los pueblos originarios de América (4).
Probablemente sea mucho pedir que las gramáticas de la historia hegemónica admitan la influencia decisiva de la cultura de los pueblos preexistentes (reconocidos por la propia Constitución argentina) y el enorme aporte ancestral de los mismos en materia filosófica, jurídica, científica y política. O sus contribuciones trascendentales a la independencia argentina. Por ejemplo, que más de siete mil indios ofrecieron al ya por entonces atildado y centralista gobierno de Buenos Aires pelear contra los invasores ingleses, o que fueron los propios indios (mapuches y pehuenches) quienes ofrendaron al General San Martín un poncho que contenía el color azul, ese que nuestros hermanos consideraban propio de ser usado no sólo por un reconocido guerrero, sino por un hombre cercano a lo divino, “un hombre de luz” (5).
Pero al menos, los reproductores menos favorecidos de estas retóricas podrían recorrer el conurbano, hacer un esfuerzo por desembarazarse de las estéticas de Olivos y el microcentro porteño y observar a los miles y miles de descendientes de pueblos originarios que vivimos en el interior de un país que debería ser, también, el suyo; o, en el último de los casos, hacer un esfuerzo emancipatorio por conocer la historia propia.
Lo que el presidente ha hecho, con sus expresiones (igual que lo hacen los sectores populares asolados por un racismo creciente) es convalidar un sentido común colonial legitimante de un “epistemicidio”. O peor aún, ejercer el poder de normalización, que es justamente el poder propio del racismo (6). Su saber etnocéntrico –así expresado- es epistemicida, porque, en un todo de acuerdo con el saber de matriz cartesiana, suprime de la historia nada menos que aquello que las concepciones racistas llamaron “hombres sin religión”, “hombre sin alma” y “hombres sin historia” para referirse a los pueblos preexistentes. Como lo son las ideas macabras (la del actual estado de policía) que expresan un sistema de creencias reaccionario, una módica percepción del mundo y una oscura y autoritaria escala de valores.
El pensamiento etnocéntrico ha logrado imponer narrativas y perspectivas del mundo que no constituyen, por cierto, una cuestión menor. Ha conseguido instalar, con un criterio monocultural pretendidamente universal, un saber único que encubre, por una parte, el más arbitrario cientificismo; por la otra, al mismo tiempo, cancela toda posibilidad de construcción alternativa de conocimiento que no sea funcional a las necesidades de reproducción de determinadas relaciones de producción y de jerarquías culturales, políticas, jurídicas y sociales tendientes a reafirmar un modo colonial de observar la vida. Como bien lo afirma de Sousa Santos, la epistemología occidental dominante fue construida a partir de las necesidades de la dominación capitalista, racista, patriarcal, y colonial.
Esto implica visibilizar únicamente los saberes reivindicados como propios por los colonizadores, y desestimar, suprimir y obturar el saber producido por “los otros”. En síntesis, occidente ha llevado a cabo una eliminación sistemática del pensamiento alternativo, de aquellas categorías culturales denominadas desdeñosamente “precientíficas” o “paracientíficas” y de los saberes populares (conocimiento popular, indígena, ancestral) perpetrando de esa manera verdaderos epistemicidios. La construcción de un pensamiento propio –vale la pena recordarlo- supone escuchar y construir junto a las víctimas una nueva episteme.
El epistemicidio no es un acto sino una conducta, un tránsito histórico del orden en el que se inscriben otros genocidios étnicos, religiosos, políticos y culturales que habilitan la imposición de una forma de conocimiento unilateral y opresor. La pretensión de pertenecer a un país “blanco”, “heredero de los barcos”, implica, como dice Ramón Grosfoguel, “una «colonialidad del ser», donde todos los sujetos considerados inferiores no piensan, no cuentan y no son dignos de la existencia, porque su humanidad está en duda. Pertenecen a la «zona del no-ser» fanoniana o a la «exterioridad» dusseliana” (7).
Eso es lo que puede inferirse de las retóricas que reivindican una “nación blanca” o europea. El racismo, según Lacan, no es tanto el odio al distinto como el rechazo a su goce. Una mirada que, no casualmente, se conjuga perfectamente, con la forma como el estado argentino se comporta actualmente con “los otros”, con los distintos, aquellos con los que el estado no dialoga ni convive, sino que lucha y combate.
La contracara posible es la reivindicación de una epistemología “del Sur”, que reivindique los saberes y la cultura de las víctimas de esas iniquidades. Que dispute palmo a palmo, en todos los territorios y en todos los instantes un sentido común dominante que coloniza las subjetividades de los vencidos. Al fin y al cabo, como decía Heidegger, la vida se compone de instantes.
(1) Pigna, Felipe: “Una realidad distinta a lo de los manuales de historia”, edición del diario Clarín del 16 de enero de 2005.
(2) Heguy, Silvina: “Más de la mitad de la población del país tiene antepasados indígenas”, edición del diario Clarín del 16 de enero de 2005. Ambos disponibles en http://argentina.indymedia.org/news/2005/01/256501.php
(3) https://www.pagina12.com.ar/91480-en-sudamerica-todos-somos-descendientes-de-europeos
(4) Chukwudi Eze, Emmanuel: "El color de la razón. La idea de raza en la antropología de Kant", disponible en https://books.google.com.ar/books?id=f8OslTo_vwUC&pg=PA201&lpg=PA201&dq=El+color+de+la+raz%C3%B3n.+La+idea+de+raza+en+la+antropolog%C3%ADa+de+Kant&source=bl&ots=82Nb2Etyvr&sig=ut1E2A8eX7xl18lhu7Sd7XFEerQ&hl=es-419&sa=X&ved=0ahUKEwj4neScn5fZAhXCQZAKHS-4AT0Q6AEINDAC#v=onepage&q=El%20color%20de%20la%20raz%C3%B3n.%20La%20idea%20de%20raza%20en%20la%20a
(5) Martínez Sarasola, Carlos: “La Argentina de los caciques”, Ed. Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2014, p. 59.
(6) Foucault, Michel: “Genealogía del racismo”, Editorial Altamira, La Plata, p. 207.
(7) “Racismo/sexismo epistémico, universidades occidentalizadas y los cuatro genocidios/epistemicidios del largo siglo XVI”, p. 22, disponible en http://www.revistatabularasa.org/numero-19/02grosfoguel.pdf