Por Eduardo Luis Aguirre
El pensador alemán Walter Benjamin (1892-1949) ha sido recuperado recientemente en las reflexiones filosóficas que hacen pie en el marxismo y el posmarxismo.
Pese a que en nuestro país este miembro de la Escuela de Frankfurt no ha sido abordado con la intensidad que su obra y desarrollo intelectual merecen, en los últimos años ha sido revalorizada por una multiplicidad de filósofos y por la propia academia, en la que no había logado afirmarse como un material de lectura obligatoria y prioritaria.Quizás el “revival” filosófico de este hijo de una familia próspera judía que conoció en carne propia la pobreza y la persecución política, se deba a que la heterodoxia de su obra ayuda como pocas a entender las nuevas claves de las sociedades capitalistas del tercer milenio, en especial lo concerniente a la novedosa arquitectura de lo que Marx denominara “superestructura”, uno de los conceptos en que se asienta la obra de Benjamin. Sin embargo, es posible analizar también que tal vez la resignificación de su pensamiento se deba a la capacidad de observar las sociedades y la historia desde múltiples e invisibilizadas perspectivas, sin atender únicamente a los grandes hechos que surcan los firmamentos actuales del pensamiento dominante.
Por el contrario, Benjamin intentó siempre, con apasionada convicción “captar el aspecto de la historia en las representaciones más insignificantes de la realidad, como si dijéramos en sus desperdicios (“Cartas”, II, 685)". Y llegó a afirmar que “la lucha de clases, que el historiador educado en Marx tiene siempre presente, es una lucha por las cosas burdas y materiales, sin las cuales no existen las más finas y espirituales. Pero estas últimas están presentes en la lucha de clases, y no como la simple imagen de un botín destinado al vencedor. En tal lucha esas cosas se manifiestan como confianza, valentía, humor, astucia, impasibilidad y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Ellas pondrán en cuestión toda nueva victoria lograda por los dominadores". "El materialismo histórico tiene que entender esta transformación, la más imperceptible de todas” (1). En su concepción, todo documento cultural es un testimonio de barbarie, consustanciado con la historia de los vencedores.
Walter Benjamin, creador atento y original de las “citas” y la valorización del lenguaje (al que considera, no sin razones, la esencia del mundo de la que surge el habla), no puede ser considerado solamente un filósofo, pese a sus estudios previos en la materia en las universidades de Friburgo (enclave histórico y académico del colosal Heidegger), Munich y Berna. Quizás eso ayude a explicar el resurgimiento de Benjamin como una suerte de referencia legitimante para los intelectuales argentinos, a quienes tanto el autor polímata se parece. O viceversa.
En efecto, “para describir su trabajo adecuadamente y a él como un autor dentro de nuestro horizonte usual de referencias, deberían hacerse un gran número de afirmaciones rotundas y negativas, tales como: su erudición era grande, pero no era un especialista; el motivo de sus temas comprendía textos y su interpretación, pero no era un filólogo; se sentía poderosamente atraído no hacia la religión sino hacia la teología y al tipo teológico de interpretación por el cual el texto mismo es sagrado pero no era ningún teólogo y no estaba particularmente interesado en la Biblia; era un escritor nato, pero su máxima ambición era producir un trabajo que se compusiera enteramente de citas; fue el primer alemán en traducir a Proust (junto con Franz Hessel) y a St.- John Perse y antes ya había traducido los Tableaux Parisiens de Baudelaire, pero no era un traductor; hizo reseñas de libros y escribió varios ensayos sobre escritores muertos y vivos, pero no era crítico literario; escribió un libro sobre el barroco alemán, pero no fue un historiador literario ni de ningún otro tipo” (2).
Sin embargo, en “Conceptos de filosofía de la historia” Benjamin avanzó sobre ciertas categorías en diferentes saberes, hasta ponerlas seriamente en crisis, una por una.
Sobre la historia, afirma que el historicismo culmina en la historia universal, carente de estructura teórica, que debe recurrir al procedimiento de la adición, consistente en proporcionar una masa de hechos para llenar el tiempo “homogéneo y vacío”. Como contrapartida, destaca y valora la historiografía materialista, en la que encuentra un principio constructivo. Porque al pensamiento no solamente pertenece el movimiento de las ideas, sino también la detención de éstas. En general –señala- la dinámica del historicismo se transforma, como hemos visto, en un apéndice del relato de los vencedores, dejando de lado las historias (no tan) mínima de los derrotados y dolientes. Esa concepción universalista se encuentra indisolublemente ligada a una forma de concebir el tiempo. Una suerte de concatenación lineal donde el tiempo es necesariamente procesual y de constante progreso. En Benjamin, subyace una aspiración permanente de combinación posible entre el materialismo y la religión. Esa ardua compatibilización hace que el pensador ponga en cuestión la modernidad y el racionalismo como forma de auscultar y mensurar un sentido común sobre el tiempo. La forma que propone Benjamin de concebir el tiempo supone casi poner patas arriba la cosmovisión occidental vigente sobre el mismo. Para este fenomenal pensador, que eligiera poner fin a su vida mientras huía de la persecución nazi, la forma más atinada de concebir el tiempo implica una suerte de vuelta al estado natural, a un tiempo histórico donde el sistema de creencias acepta e incorpora el pensamiento y la concepción religiosa del mundo. Una especie de intento de redención de los miles de muertos y víctimas –todos ellos débiles- que el universalismo historicista se empeña en ignorar. Por eso la lucha de los historiadores supone aspirar a una reconciliación de los vencidos con su propia y verdadera historia. Aquella que el progreso científico y tecnológico afiliado a la historia hegemónica se empeña en negar. La única forma de controvertir ese negacionismo es apartarse de las nociones evolucionistas y racionalistas, e intercambiarla por una historia cepillada (y escrita) “a contrapelo”, partiendo de la reivindicación de la memoria de aquellos que no han tenido justicia, sino que han sido víctimas de la barbarie de los dominadores y los colonizadores. Crímenes que, paradójicamente, se han perpetrado muchas veces invocando el progreso, la razón, la técnica, los valores de occidente y los derechos humanos.
(1) Conceptos de filosofía de la historia”, Ed. Caronte, La Plata, 2007, p. 66.
(2) Arendt, Hanna: “introducción a Walter Benjamin” en “Conceptos de filosofía de la historia”, Ed. Caronte, La Plata, 2007, p. 10.