Por Eduardo Luis Aguirre

La socialdemocracia no representa un futuro ideal, ni siquiera representa el pasado ideal. Pero entre las opciones disponibles hoy, es mejor que cualquier otra que tengamos a mano".

Esto escribía el historiador Tony Judt, en su libro "Algo va mal" (1), publicado durante la fase final de una esclerosis lateral amitriófica que llevaría al autor  a la muerte. El trabajo -considerado una especie de testamento político del escritor londinense-  constituye una definición explícita de lo que muchos intuyen pero no expresan después de la debacle de los socialismos reales.

Judt no cree en eufemismos, ni asigna propiedades mágicas a los mitos del eterno retorno en materia política. Para el ganador del Premio Hannah Arendt, el único horizonte posible con el que pueden especular las izquierdas del tercer milenio es un capitalismo menos injusto. Ya no queda espacio para utopías marxianas, fundamentalmente por la relación desfavorable de fuerzas y porque el triunfo del capitalismo es, a esta altura de la historia, inapelable.

Judt va hasta el hueso. Ensaya su voto por la socialdemocracia después de realizar un interesante trabajo de síntesis de los malestares contemporáneos y sus raíces. En el primero de ellos, exhibe su  perplejidad ante una sociedad que ha hecho del dinero su único código moral: "Ha convertido en virtud la búsqueda del interés material", especula. "Hasta el extremo de que es justamente el dinero lo único que queda como sentido de voluntad colectiva".  De esa manera, el crecimiento exponencial del dinero ha deparado como consecuencia directa la mayor desigualdad entre los países y entre las personas. Ha producido también la humillación irreversible de millones de seres humanos y los abusos impiadosos de los poderes no democráticos, empezando por el poder económico, frente a lo cual los estados son impotentes o cómplices.

Judt advierte que esta asimilación de la experiencia humana a la vida económica se ha naturalizado, como consecuencia de un fenómeno cultural global consistente “en la admiración acrítica por los mercados sin restricciones, el desprecio del sector público y la ilusión falsa del crecimiento infinito".

Tony Judt describe lo que todos vemos. Un nivel de riqueza individual sin parangón – casas, joyas, autos, ropa, viajes de placer, elementos electrónicos- que se ha extendido enormemente en todo el mundo en las últimas décadas. En los países más desarrollados –y la tendencia se reitera fatalmente en aquellos piadosamente denominados “en vías de desarrollo”, como el nuestro-  las transacciones financieras han desplazado a la producción de bienes y servicios como fuentes de las fortunas privadas, lo que ha distorsionado cultural y moralmente el valor que damos a los distintos tipos de actividad económica. “Siempre ha habido ricos, al igual que pobres, pero en relación con los demás, hoy son más ricos y más ostentosos que en cualquier oro momento que recordemos. Es fácil comprender y describir los privilegios privados. Lo que resulta más difícil es transmitir el abismo de miseria pública en que hemos caído” (p. 25). Judt recurre a Adam Smith para afianzar su tesis, atravesada por el pesimismo: “Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de sus miembros son pobres desdichados”. La cita es absolutamente necesaria. El autor recuerda que desde hace dos décadas las sociedades se caracterizan por la mayor desigualdad de la historia humana. En 2005, por ejemplo, el 21, 2 de la renta estadounidense estaba en manos de sólo el 1 por ciento de la población. Las consecuencias son devastadoras. La movilidad intergeneracional se ha interrumpido incluso en los países más poderosos del mundo. Por primera vez en la historia, los niños tienen muy poca expectativa de mejorar las condiciones en que nacieron. La privación objetiva de las grandes mayorías populares se traduce en mala salud, oportunidades educacionales dificultosas, depresión, alcoholismo, juego, mayor conflictividad social, etcétera. La desigualdad económica exacerba los problemas. La incidencia de los problemas mentales no se puede desagregar de estas frustraciones y se vincula fuertemente con la renta, igual que la exacerbación de la desconfianza entre las personas. El dogma del interés individual por encima de todo explica, en buena medida, la emergencia de un sistema de control global punitivo y la emergencia de líderes que cabalgan sobre la desesperación que generan estos abismos.  Donald Trump, por ejemplo. No importa lo rico que sea un país, sino lo desigual que sea. Suecia y Finlandia, países donde la distancia que separa a los ciudadanos ricos de los más pobres es más pequeña, están siempre a la cabeza en los índices de bienestar. Por el contrario, cuanto mayor es la distancia entre la minoría acomodada y la masa empobrecida, más se agravan los problemas sociales. “Estados Unidos gasta grandes sumas de dinero en sanidad, pero su esperanza de vida sigue estando por debajo de la de Bosnia y sólo es un poco mejor que la de Albania”, países que, a pesar de la barbarie neoliberal y la violencia criminal, conservan un patrimonio y una memoria propia de un pasado socialista reciente.

La desigualdad, dice Judt, es corrosiva. “El impacto de las diferencias materiales tarda un tiempo para hacerse visible, pero, con el tiempo, aumenta la competencia por el estatus y los bienes, las personas tienen un creciente sentido de superioridad (o de inferioridad) basado en sus posesiones, se consolidan los prejuicios hacia los que están más abajo en la escala social, la delincuencia aumenta y las patologías debidas a las desventajas sociales se hacen cada vez más marcadas. El legado de la creación de riqueza no regulada es en efecto amargo” (p. 34). Cualquier parecido con la realidad (incluso con la nuestra) no es pura casualidad.

Por  algo el autor rescata a Keynes y lo instituye como la única expectativa posible de cara a la ferocidad de las nuevas derechas, como el máximo horizonte de proyección de las tentativas emancipatorias. “Keynes murió en 1946, agotado por su trabajo durante la guerra. Pero ya había demostrado hacía mucho tiempo que ni el capitalismo ni el liberalismo sobrevivirían largo tiempo el uno sin el otro”. “Es por tanto una intrigante paradoja que el capitalismo fuera salvado – de hecho, que prosperara durante las décadas siguientes- gracias a transformaciones que en su momento (y desde entonces) se identificaron con el socialismo” (p. 55).

Máximas inobservables para las izquierdas duras, sentencias acalladas por las nostalgias de un tiempo pasado inexistente. Judt, intuitivo empedernido, dedica párrafos análogamente provocativos al marxismo ortodoxo, en cualquiera de sus variantes, que miran –todas ellas- a la socialdemocracia con la desconfianza propia de un retroceso contrarrevolucionario.

En síntesis, para el magnífico historiador de "Posguerra", la socialdemocracia es el único experimento, la única expectativa adecuada y posible, porque la desigualdad es hoy el problema capital. Para ello la socialdemocracia, desde todas sus expresiones, deberá bregar por reconstituir el prestigio del Estado, reconstruir un lenguaje propio y encontrar un relato moral. Injusticia, desigualdad, deslealtad, inmoralidad, la socialdemocracia tenía un lenguaje para hablar de ellas y actualmente ha abdicado de él. Venimos de dos décadas perdidas, dice Judt, entre el amoralismo egoísta de Thatcher y Reagan y la autosuficiencia atlántica de Clinton y Blair. Y nada garantiza que no sigamos así.

La izquierda se fue quedando muda, mientras la derecha se esforzaba en el desprestigio del Estado. Y así seguimos, sin alternativa. ¿La democracia puede sobrevivir mucho tiempo a la cultura de la indiferencia? "La participación en el Gobierno no solo aumenta el sentido colectivo de la responsabilidad por todo lo que hace el Gobierno, también preserva la honestidad de los que mandan y mantiene a raya los excesos autoritarios". Por el camino hemos perdido la idea de igualdad. Sin ella el discurso socialdemócrata se desdibuja. ¿Qué hay que hacer? Repensar el Estado, reestructurar el debate público, rechazar la tramposa idea de que todos queremos lo mismo, y replantearnos la vieja cuestión de William Beveridge: "Bajo qué condiciones es posible y valioso vivir, para los hombres en general" (2).

Ahora bien: ¿qué futuro tienen en este esquema de Judt la izquierda? Primero, la necesidad imperiosa de ser referenciada como una opción política real. “Para que se le vuelva a tomar en serio, la izquierda debe hallar su propia voz. Hay mucho sobre lo que indignarse: las crecientes desigualdades en riqueza y oportunidades; las injusticias de clase y casta; la explotación económica dentro y fuera de cada país; la corrupción, el dinero y los privilegios que ocluyen las arterias de la democracia”. Pero también, la perentoriedad de sustraerse a la tentación diagnóstica y los instrumentos políticos del siglo pasado, a los que habitualmente recurre. Porque ya no basta con identificar las deficiencias del “sistema” y lavarse las manos como Pilatos: indiferente a las consecuencias. La irresponsable pose retórica de las décadas pasadas no ayudó en nada a la izquierda” (p23).



(1) Editorial Taurus, 2010.

(2) Ramoneda, Josep: “El testamento político de Judt”, disponible en https://elpais.com/diario/2010/10/23/babelia/1287792763_850215.html