Por Eduardo Luis Aguirre
"La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que una vez fue joven" (O. Wilde)
Simone de Beauvoir publicaba en 1970 el libro “La Vejez”, una obra extraordinaria de más de 700 páginas que anticipaba las primeras manifestaciones de colapso de un pilar fundamental del estado de bienestar, que entraría en crisis definitiva durante el siglo XXI. Envejecimiento sostenido de la población, disminución de la tasa de natalidad, corrimiento del estado de sus funciones sociales y hegemonía del capitalismo transmoderno. El libro desarrollaba una crítica política y filosófica de la explotación y discriminación del anciano en una sociedad que exaltaba los valores del consumismo y el productivismo, mientras las personas mayores comenzaban a sufrir lo que se denominaría el "Alzheimer social”. Es decir, la conminación a la soledad, el olvido y el desamparo más terrible.
La autora ponía en palabras el cuadro de situación de la ancianidad, recurriendo en algunos tramos de su trabajo a citas del economista y antropólogo Alfred Sauvy: “Según Sauvy, de todos los fenómenos contemporáneos, el menos discutido, el más seguro en su marcha, el más fácil de prever con mucha anticipación y quizá el más cargado de consecuencias es el envejecimiento de la población”. Por supuesto, el fenómeno no fue previsto debidamente en los países del tercer mundo y mucho menos lo fueron sus consecuencias. Por el contrario, los gobiernos conservadores que actualmente asolan la región no trepidan en someter a los ancianos a un retroceso sistemático en materia de derechos. Beauvoir no titubeaba en su caracterización de la visión capitalista de la edad: “…solo interesa el ser humano en la medida en que rinde. Después se lo desecha…“. Y exhortaba: “En el futuro que nos aguarda está en cuestión el sentido de nuestra vida; no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos: reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja” (pag. 12).
El filósofo Norberto Bobbio, por su parte, se retrataba a los 87años, en su libro “De Senectute” (1997), como un integrante de la “vejez ofendida”. Aquella que se encuentra abandonada, marginada por una sociedad mucho más preocupada por “la innovación” y el consumismo ilimitado, que por la memoria. El texto es una suerte de testamento intelectual de quien es considerado uno de los pensadores más importantes de Italia y fue escrito -tal como lo admite el propio autor- no tanto por un académico sino por un preocupado octogenario.
El drama se profundizó en las últimas décadas con el aumento de la expectativa de vida, el desguace del Estado, las tremendas condiciones sociales provocadas a nivel mundial por el capitalismo neoliberal y fenómenos sociales internos tales como la desocupación, la crisis de la seguridad social, los salarios y pensiones a la baja, la movilidad social horizontal que fue convirtiendo a los hijos en migrantes y por ende a una multitud de viejos en náufragos solitarios en una sociedad cada vez más individualista y fragmentada.
Argentina ha acompañado este proceso de envejecimiento sostenido de su población a lo largo de su historia. En 1991, los mayores de 65 años eran alrededor del 8,9 por ciento de los habitantes, mientras el 30, 6 por ciento eran jóvenes. Veinte años después, la tasa de mayores adultos llegaba al 10, 2 por ciento, según datos oficiales y el porcentaje de jóvenes había bajado al 28, 3 por ciento. Para tener una idea más clara de la evolución de esta variable, hay que recordar que en 1895 el porcentaje de adultos mayores en el país era del 2,1 por ciento, consecuencia directa de una inmigración reciente compuesta mayoritariamente por jóvenes.
Según datos de la CEPAL, se estima que la Argentina se transformará en una economía envejecida en 2038, cuando por primera vez en la historia del país el consumo de las personas mayores —todos los bienes y servicios, tanto públicos como privados— superará al de los jóvenes. Esta transformación supondrá, entre otros importantes desafíos, una mayor demanda de atención en salud y de otros programas y servicios destinados sobre todo a las personas mayores. Los gobiernos y las familias serán los principales agentes sociales en los que recaerá esta presión: en los primeros, porque son los responsables de muchos de estos programas, y en las segundas, porque son las que en mayor medida asumen la labor de cuidado de las personas de edad avanzada (*)
Si en ese contexto evolutivo se piensa la vejez asociada a la vulnerabilidad de la población, resulta inevitable vincular la ancianidad con la salud, con las reservas comprensibles que podamos albergar respecto de la biomedicalización del envejecimiento: “Se ha demostrado que el nivel de consumo médico y el nivel de salud no guardan una relación directa. Los médicos están tomando conciencia que son intermediarios entre la industria farmacéutica y la demanda del cliente. La biomedicalización del envejecimiento es un proceso con efectos muy poderosos debido a sus dos aspectos interrelacionados; por un lado, la interpretación social del envejecimiento como un problema médico y por el otro, las prácticas y políticas que se desarrollan a partir de pensar el envejecimiento como un problema médico” (**).
Ahora bien, aún con la mencionada reserva, el entrecruzamiento entre vejez y salud depara igualmente situaciones problemáticas objetivas. Ese vínculo, en muchos casos, es de dependencia directa, debido a que las enfermedades crónicas y discapacidades motrices o mentales requieren antes que nada prevención, pero también atención médica -probablemente medicamentos y cuidados personales- muchas veces de modo permanente. Estos servicios aparejan erogaciones significativas. En algunas situaciones, los adultos mayores poseerán una capacidad económica compatible con la cobertura de sus necesidades en instituciones privadas. Pero en la mayoría de los supuestos, la mencionada dependencia se establece con obras sociales o con el propio estado, cuyas posibilidades están siempre acotadas por el debilitamiento sistemático que les imprimen las políticas neoliberales. Este marco dificulta el acceso de los adultos mayores a la salud y, en consecuencia, la dependencia de estos sujetos vulnerables se establece para con familiares directos, generalmente hijos, hermanos y nietos.
De todas maneras, esta ayuda está condicionada por la cercanía física de los potenciales cuidadores (en las sociedades que no contienen a su población joven, la soledad de los ancianos como consecuencia de la migración obligada de sus hijos constituye una constante dramática), su disponibilidad de medios y las posibilidades de asumir tareas que demandan paciencia, conocimientos específicos y tiempo.
A ello debe añadirse que el deterioro de las jubilaciones y pensiones impiden a la mayoría de los ancianos acceder a lugares de alojamiento y contención medianamente dignos. En consecuencia, en nuestro país el 21 por ciento de la población mayor de 65 años vive en hogares unipersonales o en hogares compuestos por dos personas, y del total de personas que viven en hogares unipersonales, el 39 por ciento tiene más de 65 años.
Estos datos ratifican una realidad sugestivamente invisibilizada, consistente en una muchedumbre de adultas y adultos mayores que viven generalmente solos. Este cuadro de situación potencia la factibilidad de situaciones cada vez más complejas, tales como la soledad, la falta de atención, contención e integración social, como consecuencia de servicios y dispositivos sociales debilitados ex profeso por el propio estado neoliberal, mediante medidas que se asemejan (demasiado) a una tentativa de exterminio gradual (***).
(*)http://www.cepal.org/celade/noticias/documentosdetrabajo/8/51988/Folleto_Argentina.pdf
(**) Wortman, Susana: “La medicalización del envejecimiento”, disponible en https://www.topia.com.ar/articulos/biomedicalizacion-del-envejecimiento
(***) Tisnés, Adela; Salazar Acosta, Luisa María: “Envejecimiento poblacional en Argentina: ¿qué es ser un adulto mayor en Argentina? Una aproximación desde el enfoque de la vulnerabilidad social”. Disponible en http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1405-74252016000200209
De Senectute
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