Compartimos con nuestros lectores un avance del trabajo que esperamos presentar en la Feria Internacional del Libro 2015.

La fragmentación política y territorial de la ex Yugoslavia, perpetrada a manos de las potencias occidentales, fue una de las evidencias más claras de la vigencia de un nuevo orden mundial. Una  forma de dominación imperial sustentada en la nueva geopolítica de la unipolaridad, impuesta por medio de la fuerza al resto del planeta después de la disolución de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín.
Eran tiempos del fin de las ideologías y de la historia, de la más plena vigencia del pensamiento “único”. Esto es, el triunfo del neoliberalismo a nivel global.
Los Balcanes expresaban, hasta ese momento, un experimento institucional y social sin precedentes. Yugoslavia era un país equitativo y promisorio, cuyas singularidades sociales, económicas, culturales y políticas lo diferenciaban claramente del resto de las burocracias socialistas europeas.
Es obvio que las potencias occidentales habrían advertido que resultaba intolerable, para el nuevo paradigma del capitalismo global, conservar en medio de Europa un país socialista con estado de bienestar, derechos civiles y libertades compatibles con los significantes vacíos de la propaganda capitalista en boga, capaces de ser comprendidos con apego a paradigmas de progreso y solidaridad sustentables.
Se trataba de una oportunidad geopolítica única. Rusia, un aliado histórico de Serbia, atravesaba el período de postración, debilidad y retroceso más grave de su historia política. Conclusión: el pequeño país, epicentro de la creación del Movimiento de los No Alineados, estaba a merced de la barbarie imperial.
Rápidamente, Occidente comenzó a profundizar las contradicciones latentes  al interior del país desde la segunda posguerra. Y puso en práctica lo que, con el correr de los años, Gene Sharp denominaría “doctrina de los golpes blandos”, intentados con suerte diversa en Medio Oriente y América Latina.
Aunque, en el caso yugoslavo, el desmembramiento se produjera como consecuencia de la masacre llevada a cabo por las principales potencias capitalistas, a través de su brazo armado, la OTAN, prescindiendo incluso, inicialmente, de su amable y funcional fachada institucional: el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.


La escalada militar, durante la cual la OTAN arrojó sobre Yugoslavia miles y  miles de toneladas de bombas y misiles, causando la muerte a un número indeterminado de víctimas entre la población civil, culminó con la impunidad absoluta de los perpetradores. Un elemento más que caracteriza lo que he definido anteriormente como control global punitivo.
Pero además, fue exhibida al resto del mundo de una manera absolutamente arbitraria y antojadiza por parte de las principales cadenas informativas imperialistas.
Los agresores fueron presentados como defensores de la libertad y la democracia y las víctimas, como totalitarios nostálgicos, nacionalistas extremos que no alcanzaban a comprender las bondades de un bombardeo que durante más de 90 días asoló a un país cuyo pecado capital fue no haberse allanado a los designios imperiales.
Pero el asalto militar fue el último tramo de un delicado entramado destituyente que inauguraba una época pródiga en primaveras y golpes de estado no convencionales.
La doctrina de los golpes blandos, debe recordárselo, concibe una primera etapa de exacerbación de la conflictividad y las diferencias al interior del país que se propone desestabilizar, para continuar con el calentamiento de la calle, la organización de manifestaciones de todo tipo, potenciando posibles fallas y errores de los gobiernos, la guerra psicológica, los rumores, y la desmoralización colectiva, hasta terminar con la dimisión de los gobernantes.
En el caso de Serbia, Occidente no necesitó que renunciaran sus gobernantes. Los juzgó –y condenó- por medio de un tribunal ad-hoc, uno de los más fuertemente cuestionados de la historia de la justicia y el derecho internacional, como habremos de ver.
La exacerbación de la conflictividad comenzó con la estimulación sistemática de los particularismos y las diferencias existentes entre las distintas repúblicas. La exaltación de la diversidad pivoteó sobre el falseamiento de hechos históricos, las diferencias religiosas, “étnicas” y políticas. El otro, que antes era un connacional, comenzó a percibirse como un enemigo, y de allí a las pulsiones “independentistas” amde in occidente hubo un solo paso.
El calentamiento de la calle contó con el aporte decisivo de una cobertura tan inusual como sesgada por parte de las grandes cadenas informativas de los países centrales, y los yerros –evidentes- del gobierno de Belgrado sirvieron para inaugurar la demonización del país y de sus habitantes, el pretexto perfecto para desatar una guerra “humanitaria” sobre los Balcanes.
La Guerra de los Balcanes,  comenzó en 1991, con la independencia que Eslovenia y Croacia declararon respecto de la antigua República Federal Socialista de Yugoslavia, constituyó desde su inicio una clara amenaza para la paz y la seguridad de la región.
Si bien la guerra en Eslovenia fue efímera, el conflicto con Croacia fue singularmente cruento, y en 1992 se sumó Bosnia-Herzegovina al movimiento separatista desembozadamente promovido por las potencias de la OTAN.
Las fuerzas serbias que respondían al gobierno central de Belgrado, naturalmente, tendieron a la recuperación de Bosnia, territorio federal, lo que produjo un desenlace esperablemente cruento.
 La excusa perfecta para que los actores clamaran por la  funcional intervención de las Naciones Unidas a través de su Consejo de Seguridad, una de cuyas funciones es, justamente, velar por la paz y la seguridad internacional.
Las consecuencias de esta intervención, más allá de las motivaciones explícitas convencionales, apuntaban a inferir a Serbia una derrota ejemplarizadora.
Obligarla, en primer lugar, a aceptar el amargo y obligatorio designio de terminar pugnando por ingresar a la Unión Europea, aceptando la implementación de recetas recesivas y regresivas por parte de los organismos internacionales de crédito.
Es decir, propender a su propia degradación y dependencia. Lo que en el particular léxico de los recolonizadores del mundo se conoce como el ingreso a la “economía de libre mercado”.
Desde entonces,  los crímenes de masa, las intervenciones “humanitarias” y preventivas, las “guerras justas”, los nuevos enemigos creados por el imperio y la violencia “legítima” internacional, debía, necesariamente, entenderse como la consolidación de un nuevo sistema de control global punitivo que implicaba  un proceso de transformación sociológica y geopolítica fenomenal, que demandaba un derecho penal y prácticas de control global en permanente “excepción” y emergencia.
Este sistema de control global era el nuevo instrumento de disciplinamiento global de los insumisos y los débiles.
Por lo tanto, cuando debatimos acerca de los cambios trascendentales, paradigmáticos, que deparó la globalización, necesariamente debemos enumerar entre ellos el declive de los Estados nacionales y del concepto de soberanía, pero también el renacimiento de las reivindicaciones locales, la legitimación de la fuerza como mecanismo recurrente para resolver los conflictos y la consolidación de un novedoso sistema de control global punitivo, destinado a reproducir las condiciones de hegemonía impuestas por el imperialismo.

El  sistema de control global punitivo constituye una nueva forma de control universal que se apoya en retóricas, lógicas, prácticas e instituciones de coerción, la más violenta de las cuales es la guerra.
Una guerra de cuño imperial. De características diferentes a los conflictos armados que acaecieron hasta la guerra fría. Un novedoso tipo de guerra que se inauguró, precisamente, con el bombardeo de la OTAN  a  Yugoslavia.
Una guerra en la que ya no se busca anexar grandes espacios geográficos o asegurar mercados internacionales.
Se trata, ahora de guerras que implican grandes disputas culturales, gigantescas empresas propagandísticas, que se emprenden con el objeto de imponer valores, estilos de vida, sistemas de creencias compatibles con la visión imperial del mundo. Y que incluyen, por supuesto, la vocación de apropiarse unilateralmente de recursos naturales escasos y la participación de arsenales bélicos y comunicacionales de última generación. Porque en estas guerras no se tiende a lograr solamente victorias militares, sino también imponer relatos, narrativas y productos culturales compatibles con los intereses “humanitarios” del imperialismo, e infligir a los vencidos derrotas aleccionadoras en el plano  político y moral. Aunque éstas impliquen, paradójicamente, la perpetración de horribles crímenes contra la humanidad.