La fragmentación
política y territorial de la ex Yugoslavia, perpetrada a manos de las potencias
occidentales, fue una de las evidencias más claras de la vigencia de un nuevo
orden mundial. Una forma de dominación imperial
sustentada en la nueva geopolítica de la unipolaridad, impuesta por medio de la
fuerza al resto del planeta después de la disolución de la Unión Soviética y la
caída del Muro de Berlín.
Eran tiempos del fin de
las ideologías y de la historia, de la más plena vigencia del pensamiento
“único”. Esto es, el triunfo del neoliberalismo a nivel global.
Los Balcanes expresaban,
hasta ese momento, un experimento institucional y social sin precedentes.
Yugoslavia era un país equitativo y promisorio, cuyas singularidades sociales,
económicas, culturales y políticas lo diferenciaban claramente del resto de las
burocracias socialistas europeas.
Es obvio que las
potencias occidentales habrían advertido que resultaba intolerable, para el
nuevo paradigma del capitalismo global, conservar en medio de Europa un país
socialista con estado de bienestar, derechos civiles y libertades compatibles
con los significantes vacíos de la propaganda capitalista en boga, capaces de
ser comprendidos con apego a paradigmas de progreso y solidaridad sustentables.
Se trataba de una
oportunidad geopolítica única. Rusia, un aliado histórico de Serbia, atravesaba
el período de postración, debilidad y retroceso más grave de su historia
política. Conclusión: el pequeño país, epicentro de la creación del Movimiento
de los No Alineados, estaba a merced de la barbarie imperial.
Rápidamente, Occidente
comenzó a profundizar las contradicciones latentes al interior del país desde la segunda
posguerra. Y puso en práctica lo que, con el correr de los años, Gene Sharp
denominaría “doctrina de los golpes blandos”, intentados con suerte diversa en
Medio Oriente y América Latina.
Aunque, en el caso
yugoslavo, el desmembramiento se produjera como consecuencia de la masacre
llevada a cabo por las principales potencias capitalistas, a través de su brazo
armado, la OTAN, prescindiendo incluso, inicialmente, de su amable y funcional
fachada institucional: el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
La escalada militar, durante
la cual la OTAN arrojó sobre Yugoslavia miles y miles
de toneladas de bombas y misiles, causando la muerte a un número indeterminado
de víctimas entre la población civil, culminó con la impunidad absoluta de los
perpetradores. Un elemento más que caracteriza lo que he definido anteriormente
como control global punitivo.
Pero además, fue exhibida al resto del mundo de una manera
absolutamente arbitraria y antojadiza por parte de las principales cadenas
informativas imperialistas.
Los agresores fueron presentados como defensores de la
libertad y la democracia y las víctimas, como totalitarios nostálgicos,
nacionalistas extremos que no alcanzaban a comprender las bondades de un
bombardeo que durante más de 90 días asoló a un país cuyo pecado capital fue no
haberse allanado a los designios imperiales.
Pero el asalto militar fue el último tramo de un delicado
entramado destituyente que inauguraba una época pródiga en primaveras y golpes
de estado no convencionales.
La doctrina de los golpes blandos, debe recordárselo, concibe
una primera etapa de exacerbación de la conflictividad y las diferencias al
interior del país que se propone desestabilizar, para continuar con el calentamiento de la calle, la
organización de manifestaciones de todo tipo, potenciando posibles fallas y
errores de los gobiernos, la guerra psicológica, los rumores, y la
desmoralización colectiva, hasta terminar con la dimisión de los gobernantes.
En el caso de Serbia, Occidente no necesitó que renunciaran
sus gobernantes. Los juzgó –y condenó- por medio de un tribunal ad-hoc, uno de
los más fuertemente cuestionados de la historia de la justicia y el derecho
internacional, como habremos de ver.
La exacerbación de la conflictividad comenzó con la
estimulación sistemática de los particularismos y las diferencias existentes entre
las distintas repúblicas. La exaltación de la diversidad pivoteó sobre el
falseamiento de hechos históricos, las diferencias religiosas, “étnicas” y
políticas. El otro, que antes era un connacional, comenzó a percibirse como un
enemigo, y de allí a las pulsiones “independentistas” amde in occidente hubo un
solo paso.
El calentamiento
de la calle contó con el aporte decisivo de una cobertura tan inusual como
sesgada por parte de las grandes cadenas informativas de los países centrales,
y los yerros –evidentes- del gobierno de Belgrado sirvieron para inaugurar la
demonización del país y de sus habitantes, el pretexto perfecto para desatar
una guerra “humanitaria” sobre los Balcanes.
La Guerra de los Balcanes, comenzó
en 1991, con la independencia que Eslovenia y Croacia declararon respecto de la
antigua República Federal Socialista de Yugoslavia, constituyó desde su inicio
una clara amenaza para la paz y la seguridad de la región.
Si bien la guerra en Eslovenia fue
efímera, el conflicto con Croacia fue singularmente cruento, y en 1992 se sumó
Bosnia-Herzegovina al movimiento separatista desembozadamente promovido por las
potencias de la OTAN.
Las fuerzas serbias que respondían al
gobierno central de Belgrado, naturalmente, tendieron a la recuperación de
Bosnia, territorio federal, lo que produjo un desenlace esperablemente cruento.
La
excusa perfecta para que los actores clamaran por la funcional intervención de las Naciones Unidas
a través de su Consejo de Seguridad, una de cuyas funciones es, justamente,
velar por la paz y la seguridad internacional.
Las consecuencias de esta intervención,
más allá de las motivaciones explícitas convencionales, apuntaban a inferir a
Serbia una derrota ejemplarizadora.
Obligarla, en primer lugar, a aceptar el
amargo y obligatorio designio de terminar pugnando por ingresar a la Unión
Europea, aceptando la implementación de recetas recesivas y regresivas por
parte de los organismos internacionales de crédito.
Es decir, propender a su propia
degradación y dependencia. Lo que en el particular léxico de los
recolonizadores del mundo se conoce como el ingreso a la “economía de libre
mercado”.
Desde entonces, los crímenes de masa,
las intervenciones “humanitarias” y preventivas, las “guerras justas”, los nuevos
enemigos creados por el imperio y la violencia “legítima” internacional, debía,
necesariamente, entenderse como la consolidación de un nuevo sistema de control
global punitivo que implicaba un proceso de transformación sociológica y
geopolítica fenomenal, que demandaba un derecho penal y prácticas de control
global en permanente “excepción” y emergencia.
Este sistema de control global era el nuevo instrumento de disciplinamiento global de los
insumisos y los débiles.
Por lo tanto, cuando debatimos acerca de los cambios trascendentales, paradigmáticos,
que deparó la globalización, necesariamente debemos enumerar entre ellos el
declive de los Estados nacionales y del concepto de soberanía, pero también el
renacimiento de las reivindicaciones locales, la legitimación de la fuerza como
mecanismo recurrente para resolver los conflictos y la consolidación de un
novedoso sistema de control global punitivo, destinado a reproducir las
condiciones de hegemonía impuestas por el imperialismo.
El sistema de control global punitivo constituye una nueva forma de control
universal que se apoya en retóricas, lógicas, prácticas e instituciones de
coerción, la más violenta de las cuales es la guerra.
Una guerra de cuño imperial. De características diferentes a los conflictos
armados que acaecieron hasta la guerra fría. Un novedoso tipo de guerra que se
inauguró, precisamente, con el bombardeo de la OTAN a Yugoslavia.
Una guerra en la que ya no se busca anexar grandes espacios geográficos o
asegurar mercados internacionales.
Se trata, ahora de guerras que implican grandes disputas culturales,
gigantescas empresas propagandísticas, que se emprenden con el objeto de
imponer valores, estilos de vida, sistemas de creencias compatibles con la
visión imperial del mundo. Y que incluyen, por supuesto, la vocación de
apropiarse unilateralmente de recursos naturales escasos y la participación de
arsenales bélicos y comunicacionales de última generación. Porque en estas
guerras no se tiende a lograr solamente victorias militares, sino también
imponer relatos, narrativas y productos culturales compatibles con los
intereses “humanitarios” del imperialismo, e infligir a los vencidos derrotas
aleccionadoras en el plano político y moral. Aunque éstas impliquen,
paradójicamente, la perpetración de horribles crímenes contra la humanidad.