Puesto en
marcha, desde hace décadas, un sistema penal global de indudable rigor y
verificada selectividad en materia de gravísimas infracciones contra los
Derechos Humanos de importantes colectivos de víctimas, se hace necesario poner
al descubierto algunas particularidades que plantea la realidad mundial
contemporánea, absolutamente distinta de la que existía hace apenas unos años.
La
profundidad de la crisis capitalista, desatada hace menos de un lustro, ha
influido de manera directa en el Derecho penal internacional actual.
En efecto,
el impacto de la crisis sobre los estados nacionales, su economía y su cultura,
no reconoce precedentes cercanos en el tiempo.
Tampoco, la vocación de intervención imperial, respecto de la cual la situación en Siria parece ser la evidencia más elocuente.
Por un lado,
las medidas adoptadas a todo nivel por los países centrales no han dado los
resultados esperados. Más bien, en algunos casos, han profundizado la zozobra y
acrecentado los temores de amplias capas de las sociedades occidentales.
La
sensación generalizada de estar frente a una crisis de cualidades diferentes,
la emergencia de un mundo multipolar en materia de desarrollo económico, que a
la vez conserva vigente la figura de un gigantesco gendarme imperial, en
materia militar, han acrecentado la apelación a la categoría de las sociedades
“de riesgo”.
Las
incertidumbres abismales configuran el nuevo organizador de las vidas
cotidianas, a la sazón, el nuevo nombre del miedo, consustancial a las
sociedades tardomodernas.
Las
demandas de mayor soberanía de los bloques emergentes, la protesta social
universal, la fugacidad de los liderazgos de todo orden, en el marco de una
crisis estructural, ayudan a construir sociedades globales nihilistas,
articuladas por la desconfianza, los miedos
y la percepción de que el futuro se ha vuelto indudablemente más
complejo.
Los encargados de gobernar la penalidad en el
mundo, han sido también alcanzados por esa desconfianza, y su reacción
recurrente ha sido crear formas regresivas de control punitivo de los
distintos, considerados a priori peligrosos. Para constatar la verosimilitud de
esta afirmación no hay más que hacer un seguimiento de la evolución de los
nuevos paradigmas del penalismo contemporáneo.
El incremento de los nuevos riesgos ha operado cambios
trascendentales en la forma de concebir el biopoder, gestionar la
gubernamentalidad y establecer la política criminal de los Estados y de la
Comunidad Internacional, que se expresan actualmente mediante un deterioro
sostenido de los derechos y garantías de las personas criminalizadas, y en un
prevencionismo y un retribucionismo penal de perfiles inéditos, que han
transformado al derecho en un insumo en estado de excepción permanente.
El Derecho
penal interno de los Estados, opera en la actualidad con las mismas categorías
que el sistema penal internacional, acercando, como nunca antes, sus lógicas, a
la de la guerra.
La
analogía no es azarosa: el capitalismo ha saldado sus crisis cíclicas
recurriendo invariablemente a las guerras. La guerra, expresada como
gigantescas operaciones de limpieza de clase dirigidas contra los “enemigos”,
condiciona indudablemente al Derecho Penal Internacional contemporáneo.
Si bien el
neoliberalismo, que hace menos de tres décadas se autoerigía como el relato
único que ponía fin de la historia, ha resultado ser el paradigma más corto de
la historia humana. El Consenso de Washington y sus recetas han colapsado
estructuralmente, y buena parte de la supervivencia del capitalismo global
depende de su eficacia para encubrir su política de control, bajo el pretexto
de un combate sostenido contra nuevas amenazas como el terrorismo, las
dictaduras populistas, o las difusas y nunca comprobadas amenazas nucleares.
En ese contexto de marcado autoritarismo, no debe
sorprender que los genocidios sigan cobrando millones de vidas.
Independientemente de las conocidas dificultades para
converger en una definición pacífica sobre estas prácticas de exterminio,
conocemos un denominador común de los
crímenes de masa: los genocidios no dependen tanto del número de personas
victimizadas, cuanto del propósito de aniquilación que anima a los
perpetradores y la construcción unilateral previa que éstos hacen de los grupos
de víctimas.
A pesar que la gran mayoría de los genocidios se cometieron a instancias de definiciones políticas e ideológicas
determinadas previa y unilateralmente por los perpetradores, no fue posible
incluir en las definiciones jurídicas a estos agregados como víctimas de este
tipo de delitos, merced a la férrea oposición planteada por las grandes potencias.
Por ende, al abordar la cuestión de la “reacción social”
frente a los genocidios, la comunidad internacional decidió convalidar una
definición jurídica acotada, selectiva y arbitraria en lo que concierne al
alcance de la protección legal de los
grupos de víctimas, que respondió a los intereses de las potencias vencedoras
de la Segunda Guerra.
Ahora bien, una de las tareas que resultan
principales para la criminología, es la que concierne a la elaboración de
estrategias preventivas respecto de cualquier tipo de delito.
Por cierto que la problemática del genocidio no es una
excepción respecto de ese horizonte de proyección del saber criminológico. Máxime
cuando, como en estos días, el gendarme global amenaza con desatar una nueva
guerra humanitaria, esta vez contra un país distinto, utilizando los viejos y
conocidos argumentos de conjurar pretendidos riesgos, por supuesto
incomprobables.