La noción de Relaciones Internacionales es
particularmente polisémica, se
encuentra fuertemente condicionada por las narrativas de la modernidad
temprana, y alude a las formas de vinculación entre nuevos sujetos políticos,
esto es, las naciones, como categorías políticas e históricas emergentes a partir de la imposición del capitalismo y la consagración de la burguesía como nueva
clase dominante en Europa.
Las
relaciones internacionales, implican un entramado de circunstancias políticas, económicas,
militares, religiosas, históricas y filosóficas cada vez más complejas, desde
que la aparición del estado-nación impactó decisivamente sobre los sistemas de
creencias, las percepciones y el sentido de pertenencia de los sujetos.
Estas relaciones no son igualitarias, no han
sido casi nunca democráticas, ni tampoco consensuales. Expresan relaciones de
fuerza, y nuevos conflictos que se han complejizado, a su vez, con la evolución del capitalismo hacia su última fase imperialista.
En esa conflictividad se inscribe la disputa superestructural, despareja
y asimétrica, por la cultura, por la construcción de un sistema de creencias,
por un sentido común y un relato totalizante. Por una idea unitaria de derecho
y de justicia.
Los grandes monopolios comunicacionales asumen contemporáneamente un rol decisivo en la organización de las vidas cotidianas, pero también,
y muy particularmente, en la construcción de valores, intuiciones, hábitos,
aprobaciones y desaprobaciones, siempre realizadas echando mano al más brutal
proceso de alienación cultural de la historia humana.
Desde
nuestra perspectiva, el comportamiento imperial de la tardomodernidad
reconoce identidades con algunas lógicas que el capitalismo utilizara durante su etapa temprana. La creencia de un derecho basado en la fuerza, sustentado
en el realismo político y las tesis del “vacío de poder” no se han modificado.
Sí lo han hecho las tecnologías, las acciones y reacciones adoptadas en virtud
de los grandes cambios planetarios y la posibilidad de articular formas de
control analógicas, tanto en el orden internacional como interno
de las naciones.
Para
el imperialismo ya no es necesario, construir un enemigo comunista (aunque se
lo sigue haciendo en muchos casos, como en lo que atañe a sus relaciones con
Cuba, Venezuela, Corea del Norte, Bielorrusia, etc), sino perseguir,
"civilizar" y "democratizar" a los distintos y los
díscolos. Que, en casi todos los casos, son países poseedores de grandes
reservas de preciados recursos naturales o particular importancia geoestratégica. Guerras de baja intensidad u operaciones policiales de alta intensidad, se imponen tras el eufemismo de pretendidas “operaciones humanitarias”, que encubren graves
crímenes contra la
Humanidad.
El
Derecho Internacional, en este escenario, es una superestructura formal que
regula total o parcialmente las relaciones entre Estados, entre personas, o
entre estados y personas, que no escapa a la impronta asimétrica y selectiva
que lo caracteriza en los ordenamientos internos. Se trata, en definitiva, de
un sistema de reproducción de la relación de fuerzas sociales imperante. Que se
sostiene en base a una concepción de emergencia
permanente, en virtud del cual es posible limitar las garantías y violentar los
derechos humanos en determinadas situaciones donde, supuestamente, existe un
riesgo negativo respecto de valores tales como la “seguridad”, la “libertad” y
la “democracia”, de acuerdo a la visión unilateral del imperio.
La gran perplejidad que nos
plantea el sistema jurídico imperial radica, justamente, en la cristalización
de una tendencia a denominar “derecho” a una serie de técnicas y prácticas fundadas en un estado de excepción permanente y a un
poder de policía que legitima el derecho y la ley únicamente a partir de la
efectividad, entendida en términos de
imposición unilateral de la voluntad[1]. Es decir, una medida temporaria y excepcional
que se vuelve técnica estable de Gobierno, como bien lo señala Giorgio Agamben.
En esta clave puede
entenderse la conducta de Estados Unidos y sus aliados, que derivara en un virtual secuestro del presidente Evo Morales,
y pusiera en vilo su seguridad e integridad personal, ante la mera sospecha de
que en el avión oficial boliviano viajara el ex espía Edward Snowden.
La ofensa, absoluta y groseramente ilegítima, pudo
perpetrarse con apego a las mismas lógicas prevencionistas basadas en la
hipótesis de un riesgo “malo”, capaz de afectar los intereses estadounidenses.
Hay aquí una clara continuidad en estas relaciones de control y dominación, que
retoman las peores tradiciones hegemónicas.
Aquellas que llevaron a cometer en las últimas décadas,
horrendos crímenes contra los pueblos
que han rehusado someterse a los designios unilaterales del imperio.