Como
es sabido, las enormes masacres que perpetran habitualmente los Estados Unidos y
sus aliados en el mundo, permanecen invariablemente impunes. Es más, se ha
naturalizado la idea de que el asimétrico y selectivo sistema penal
internacional no puede alcanzar a los combatientes imperialistas causantes de
graves violaciones a los Derechos Humanos en distintos lugares del mundo. De
hecho, en las lógicas del derecho internacional esta realidad empírica
prácticamente se asume como formando parte de un doble estándar o de un sistema
dualista de justicia penal
internacional.
Sin
embargo, la cuestión no es tan clara, y por algo se ha insistido
históricamente, como hemos visto, en
exhibir desde la Casa Blanca a los gravísimos delitos contra la Humanidad, como
“errores” o “daños colaterales” y Estados Unidos se ha negado sistemáticamente
a constituirse como Estado parte del Estatuto de Roma.
La
evidencia más grosera de estas prevenciones, lo constituyó la aprobación por
parte del Congreso estadounidense del Acta de Protección del Personal de
Servicio Estadounidense, una norma dictada en el año 2002 que, en la práctica
tiende a prohibir unilateralmente que la Corte pueda involucrar como imputados
de delitos contra la Humanidad a súbditos de ese país o decretar cualquier
medida de coerción legal sobre los mismos.
Analicemos
entonces la cuestión en un tiempo presente imperfecto. Puntualmente, a partir
de la creación de la Corte Penal Internacional.
El
17 de julio de 1998, la Organización de las Naciones Unidas aprobó el Estatuto
de Roma, mediante el que se creó la Corte Penal Internacional, el primer
tribunal permanente destinado a juzgar crímenes contra la Humanidad.
El
Estatuto de Roma entró en vigencia el 1 de julio de 2002, y no fue ratificado
por varias potencias, entre las que se incluyen, precisamente, Estados Unidos,
Rusia y China.
El
Estatuto intenta combinar, con discutible técnica legislativa, normas
organizacionales, procesales y penales, y, lo que es peor, fija límites a su
competencia basado –fundamentalmente- en la relación de fuerza de los diferentes
países.
Por si esto fuera poco, se asume como un organismo “complementario” de la jurisdicción nacional, que sólo resulta competente para entender en los casos en que un Estado no quiera o no pueda juzgar a los perpetradores de crímenes de lesa humanidad, genocidio, crímenes de guerra y de agresión.
Por si esto fuera poco, se asume como un organismo “complementario” de la jurisdicción nacional, que sólo resulta competente para entender en los casos en que un Estado no quiera o no pueda juzgar a los perpetradores de crímenes de lesa humanidad, genocidio, crímenes de guerra y de agresión.
Por
supuesto, puede juzgar únicamente aquellos hechos cometidos después de la fecha
de su entrada en vigencia, cometidos por tropas o dirigentes que hayan sido sospechados
de cometer los graves delitos ya detallados.
La competencia de la Corte Penal
Internacional se circunscribe a la persecución
y enjuiciamiento de “los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad
internacional en su conjunto”: a) Genocidio; b) Crímenes de Lesa Humanidad; c)
Crímenes de Guerra y d) Crímenes de agresión.
Respecto de este último, no obstante, la Corte acepta el ejercicio de su
jurisdicción únicamente cuando se apruebe una disposición “de conformidad con
los artículos 121 y 123 en que se defina el crimen y se enuncien las
condiciones en las cuales lo hará. Esa disposición será compatible con las
disposiciones pertinentes de la Carta de las Naciones Unidas” (artículo 5 del
Estatuto). Según Danilo Zolo, la calificación de la guerra de agresión como un
delito internacional, queda desvirtuada de toda relevancia operativa hasta que
la Corte Penal sea investida de competencia para entender en ese tipo de
conductas, dado que hasta ahora el Estatuto le niega jurisdicción sobre las
mismas, hasta tanto los Estados que ratificaron el Estatuto creen una norma que
defina a este tipo de crímenes, lo que demoraría una generosa cantidad de años
(“La Justicia de los Vencedores. De Nuremberg a Bagdad”, Editorial Trotta,
Madrid, 2007, p. 56). Esta situación, también atenta contra la de por sí debilitada funcionalidad de la Corte,
sobre todo en cuanto a la posibilidad de enjuiciar los crímenes de los
poderosos, que es, justamente, su pecado original.
Más
allá de este tipo de evidencias, que contaminan fuertemente la capacidad
operativa del Tribunal, es también cierto que las desconfianzas estadounidenses
crecen en la medida que cambia el marco de de relaciones de fuerzas y alianzas
internacionales en un mundo particularmente dinámico.
En
este nuevo contexto, y a pesar que los propios funcionarios de la Corte han
dado sobradas muestras de su explícita decisión de no someter a juzgamiento los
crímenes cometidos por militares estadounidenses, es necesario actualizar el
debate acerca de si este tipo de ofensas, perpetradas por súbditos de la
potencia que esponsorea a los organismos
internacionales, pueden o no ser sometidos a procesos,
En
este sentido, el Tribunal puede avocarse a la investigación y enjuiciamiento de
los presuntos autores de crímenes cometidos en el
territorio de cualquier Estado que haya ratificado el Estatuto de Roma y también a
los que los cometieran dentro del territorio de un Estado
que ha declarado
reconocer la competencia de la Corte, aunque no haya firmado
el Estatuto de
Roma. Pero, fundamentalmente, la Corte podrá enjuiciar a los autores de
crímenes capaces de poner en peligro la paz o la seguridad internacional o
atenten contra ellas. Independientemente de la directa influencia que el
Consejo de Seguridad podría ejercer a través del poder de veto de cualquiera de
sus miembros permanentes, en especial Estados Unidos, lo cierto es que los
militares norteamericanos (también los chinos y los rusos, vale aclararlo)
podrían, ser denunciados y juzgados por
la Corte Penal Internacional, en tanto y en cuanto se den los presupuestos
antes señalados, con abstracción de los mecanismos políticos que la grandes
potencias pudieran poner en marcha para impedirlo.