La aparición del poder punitivo de los Estados como
un dato constitutivo y constituyente de la conducta genocida, según se deriva
de las definiciones transcriptas, permite hacer algunas consideraciones
tendientes a profundizar este concepto.
La primera de ellas es la convicción imperante acerca de que
los Estados fuertemente centralizados donde se han protagonizado este tipo de
políticas públicas de aniquilamiento en la modernidad, han sido Estados no democráticos.
Por supuesto, menuda tarea tendríamos para caracterizar,
con estas categorías, la destrucción de
Dresden mediante un innecesario y brutal bombardeo aliado durante la segunda guerra,
el lanzamiento de bombas atómicas sobre la población civil de Hiroshima y
Nagasaki, y las matanzas indiscriminadas en Vietnam.
En estos casos, aunque aceptáramos que los ataques masivos
no se perpetraron en países democráticos, sí en cambio fueron llevados cabo por una potencia que
se presume democrática. Peor aún: se autodenomina la primera democracia del
planeta. Respetando el marco temporal que propone la cita, habré de omitir entonces
toda referencia a los trágicos sucesos de Irak y Afganistán, que arrojan la
misma perplejidad e inauguran las políticas públicas de exterminio durante este
siglo.
La segunda reflexión apunta a encontrar denominadores
comunes que permitan explicar las causas por las cuales un Estado desarrolla
prácticas genocidas.
Ya hemos abundado en la necesidad de incorporar al análisis
del genocidio sus objetivos permanentes de deconstrucción y reorganización de
relaciones sociales, declinando la tentación reduccionista de asumirlo como
hitos de excepcionalidad de la historia de la humanidad, atribuible únicamente
a designios extremos y aislados de crueldad, maldad o perversión de los
ejecutores.
Este tipo de ejercicios de simplificación encierra un
objetivo ideológico claro, ya que resulta un razonamiento “que exonera a todos
los demás y especialmente a todo lo demás… Cuanto más culpables sean ellos más
a salvo estará el resto de nosotros”[1].
Por ello, es necesario entender al genocidio como una
tecnología de poder vinculada inexorablemente con la exacerbación del poder
punitivo de los Estados, destinado a reorganizar una determinada sociedad sin
la presencia de los indeseados.
Si mejor se prefiere, como la expresión más destructiva de
la violencia, en la que los Estados poderosos utilizan la ideología como
sustento de sus actos criminales, desatando su agresividad en un plan
sistemático e inexorable para aniquilar a un pueblo[2].
Mientras más marcadas sean las características policíacas
de los Estados, menos incidencia cultural y social tendrá el paradigma del
Estado Constitucional de Derecho, y en esas condiciones de máxima tensión
política existen muchas más posibilidades que un Estado recurra a
prácticas genocidas[3].
Podríamos añadir, y así lo postulamos como eje de las
políticas a articular para prevenir los crímenes
de masas, que a mayor consolidación de la democracia, habrá menos
posibilidades de que se perpetren este tipo de crímenes horrendos, y viceversa.
Por ende, el fortalecimiento de discursos y prácticas en
favor de la tolerancia y el respeto frente a la diversidad, el
multiculturalismo, el pluralismo y la otredad como articuladores de la vida
cotidiana, deberían operar como ejercicios de anticipación consistentes frente
a cualquiert intento genocida.
La convivencia armónica, la disminución de los indicadores
de violencia, la construcción de discursos tolerantes y la profundización del
Estado de Derecho son el mejor dique de contención para estas pulsiones
mortales.
Los mencionados procesos de radicalización ideológica,
entendidos como condicionamientos acumulativos, como precondiciones que
profundizan la situación de vulnerabilidad de las víctimas[4], van desde las tentaciones racistas hasta la asunción de
la propia ilegalidad en la comisión de estas prácticas como un derecho y un
deber de identidad nacional, elemento éste muy presente en el imaginario y las
narrativas de los genocidas argentinos[5].
Estas lógicas militarizadas, aunque primitivas, no son
originales. Durante todo el siglo XX, las grandes matanzas fueron precedidas
por una fascistización de los discursos y las relaciones sociales, por
pulsiones de muerte autoritarias que fueron socavando la convivencia armónica
entre minorías y mayorías, o entre Estados dominantes y Estados dominados, que
culminaron siempre en ejercicios de exterminio estremecedores.
La idea paranoica de la “amenaza” externa o interna exhibe
un desarrollo histórico sin demasiadas variantes y con muchas regularidades de
hecho, que se reiteran, como veremos, en la mayoría de los crímenes masivos que
asolaron a la humanidad[6].
El prevencionismo radical que traducen las gramáticas y las
prácticas policiales del imperio, instalan una lógica de la enemistad respecto
de los “diferentes”, verdadero germen de los genocidios, imposible de distinguir
de otras lógicas pretéritas en las que se basaron grandes aniquilamientos de la modernidad.
Por ello, los momentos que preceden estos crímenes, y las
percepciones ulteriores de las víctimas integran también el concepto de
genocidio, si seguimos la caracterización procesual de Lemkin y de otros
pensadores contemporáneos, que advierten sobre la reiteración y reproducción de
prácticas previas que consisten en destruir el entramado social y las
relaciones de cooperación y solidaridad preexistentes, con el objetivo de
reorganizar mediante la violencia el orden que ha de sobrevenir luego de
perpetrados los crímenes masivos[7].
Inseguridades, incertidumbres, transformaciones repentinas
de la estructura social, modificaciones en las relaciones de poder, derrotas,
en fin, miedos, se metabolizan entonces como “amenazas” atribuibles a un “otro”
(generalmente corporizado en minorías raciales, religiosas, nacionales o
políticas) con cuyas particularidades identitarias no se puede convivir a
riesgo de perder lo conseguido.
Por lo tanto, es probable que ese entramado de condiciones
objetivas y subjetivas, posibiliten que
el odio, los prejuicios o los miedos se sinteticen y se sincreticen respecto de
un “otro”, un “distinto”, que pasa a ser percibido como el origen de todos los
males por el Estado dominante, y su sociedad, y convertirse en sujeto pasivo de
la expiación.
La posibilidad de “identificar” a un tercero como el causante
de nuestros males es un ejercicio de simplificación al que el ser humano viene
echando mano desde los albores de la humanidad, pero además es una forma de los
poderes punitivos desbocados de legitimar la venganza.
Al miedo animista de las civilizaciones primitivas le
siguió el miedo religioso del medioevo, sustituido por el miedo al Leviatán, y
luego por el miedo al otro durante la modernidad[8].
Como dice Freud,
ante situaciones de máximo sufrimiento, se ponen en marcha en el ser humano
determinados mecanismos psíquicos de protección[9].
Esos mecanismos psíquicos de protección, claro está,
también -y con mucha mayor razón- deben abarcar los sentimientos de
las víctimas de los genocidios, si queremos completar un concepto abarcativo, holístico,
de los mismos.
Estados autoritarios, precondiciones objetivas y
subjetivas, tentativas autoritarias de legitimación de la venganza,
fascistización de las relaciones sociales y
miedos abismales, se imbrican en la connotación procesual que le
adjudicamos al crimen masivo, que no se agota en el momento en que se perpetra la matanza, sino que lo
trasciende e incluye la generación de las condiciones previas y también los
cambios culturales, sociales y psicológicos ulteriores en el caso de las
víctimas, los sobrevivientes y los
perpetradores.
[1] Bauman,
Zigmunt: “Modernidad y Holocausto”, Sequitur, Toledo, 1997.
[2] Kuyumciyan, Rita: “El primer
genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta,
Buenos Aires, 2009, p. 17.
[3] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una
contribución penal eficaz a la prevención delos crímenes contra la humanidad?”,
Plenario, Publicación de la Asociación de
Abogados de Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7 a 24, disponible en
hptt//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf,
publicado luego como “Crímenes de Masa, Ediciones Madres de Plaza de Mayo,
2010, Buenos Aires.
[4] Kuyumciyan,
Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”,
Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 41.
[5] Gutman,
Daniel: “Sangre en el monte. La increíble aventura del ERP en los montes
tucumanos”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2010, p. 181.
[6] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La
palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p.
463.
[7] Feierstein, Daniel
(compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América Latina”, Editorial
Prometeo, Buenos Aires, p. 52.
[8] González Duro, Enrique: “Biografía
del miedo”, Debate, 2007, pp. 15, 42 y 73.
[9] Freud, Sigmund: “El malestar en la
cultura”, www.librodot.com, 2002, p.
15, disponible también en
http://isaiasgarde.myfil.es/get_file?path=/freud-sigmund-malestar-en-la-cu.pdf