La creencia
de que la reparación sólo es viable en tanto y en cuanto exista una instancia
previa de castigo, impuesta por un tribunal como consecuencia del desarrollo
previo de un juicio, acarrea al menos tres problemas no menores que afectan
decididamente la lógica y la consistencia de esa formulación.
El primero
de ellos tiene que ver con una subestimación de la capacidad que las formas
alternativas de resolución de conflictos pueden llegar a asumir como
instrumentos autónomos eficientes, frente a cualquier tipo de conflictividad
social.
Por otra
parte, se advierte una inexplicable sobreestimación de las aptitudes del derecho penal para resolver esas
circunstancias y también de sus supuestas connotaciones simbólicas.
Finalmente,
podemos decir que la postura desconoce las peculiaridades de la justicia
restaurativa y las diversas formas y diferentes perspectivas que caracterizan a
la misma.
En efecto, debemos empezar reconociendo que la crisis de
legitimidad del sistema penal radica justamente en su reconocida ineptitud para
dar soluciones mínimas a las cada vez más apremiantes demandas de las sociedades
modernas respecto de la delincuencia.
No obstante ese dato, que no merece mayores esfuerzos en
cuanto a su verificación, dada su evidencia indiscutible, las lógicas
legitimantes del derecho penal siguen remitiendo al mismo al momento de
intentar solucionar la nueva conflictividad social tanto a nivel estatal e
internacional.
Esto ha contribuido a una inflación sin precedentes del
derecho penal, que en modo alguno ha reflejado una disminución de los
estándares de conflictividad ni ha contribuido a la construcción de una mayor
seguridad humana en nuestras sociedades.
No obstante ello, se han incrementado desmesuradamente las míticas funciones simbólicas que se
atribuyen al sistema penal, que se ha revelado como manifiestamente incapaz de
resolver ninguno de los problemas o cuestiones en virtud de los cuales se sigue
acudiendo al mismo cada vez con mayor frecuencia.
Preocupa entonces obervar cómo, frente a la
dilusión de las esperables funciones simbólicas del Derecho penal,
sistemáticamente incumplidas, los particulares, los empresarios morales y los
medios de comunicación, presionan sobre las agencias secundarias de
criminalización, en particular las policías y las agencias jurtisdiccionales,
en la búsqueda de respuestas que por supuesto tampoco habrán de encontrar en
esos ámbitos, concebidos constitucionalmente para el cumplimiento de otros
objetivos.
Esto ha generado un sistema penal de neto
corte prevencionista y retribucionista, que deja de lado la naturaleza
constitucional del paradigma resocializador en materia de castigos
institucionales.
El Derecho penal ha colonizado virtualmente
al Derecho procesal penal y sus garantías, lo ha avasallado, y ha evolucionado
desde un Derecho penal liberal hacia un Derecho penal de prevención de riesgos,
impactando brutalmente en la cultura jurídica y en el sentido común hegemónico de
las sociedades postmodernas.
Admitida la hipertrofia del carácter
simbólico del derecho penal y su exagerada confianza en el mismo, que además
demuestra cotidianamente su incapacidad para resolver los conflictos
interpersonales, las medidas alternativas de resolución, establecidas de manera
autónoma a los procedimientos previstos institucionalmente para el ejercicio de
la jurisdicción penal, encarnan un cambio cultural plausible a favor del que,
debe reconocerse, mucho falta por hacer, sobre todo en materia cultural,
respecto de los operadores del sistema, la sociedad y las propias víctimas,
fuertemente influidas por un sistema de creencias neopunitivista.
Mientras el proceso penal trata de
reproducir una pretendida verdad histórica, que incluye extremos tales como la
existencia del delito y la participación del imputado en el mismo, la
reparación reconoce otro punto de partida, diametralmente distinto, que se
vincula al reconocimiento voluntario de la existencia del conflicto por parte de la víctima y el
infractor, cosa que, en este último caso, casi nunca se verifica en los juicios
criminales.
La cultura punitiva a la que hacemos
mención en párrafos anteriores, se encuentra estimulada por discursos
vindicantes que asimilan la idea de “justicia” a la de imposición de duros
castigos, en especial de penas de prisión extremadamente prolongadas.
Este es un dato objetivo de la realidad
contemporánea global, en el que la víctima, luego de recuperado el rol que
intuían a priori los reformistas, no solamente no tracciona a favor de medidas
alternativas de resolución de los conflictos, sino que puja en aras de una
mayor punición.
Por supuesto, en los no pocos casos en que
obtiene su finalidad, termina advirtiendo la insatisfacción que el castigo
supone como medio efectivo de reparación de su pérdida. Pero son muy pocas las
advertencias que en este sentido se efectúan desde las agencias oficiales
implicadas o desde los demás medios de control social capaces de formar
opinión.
La mediación, a diferencia del sistema
penal, abjura de las lógicas binarias y tiene como punto de partida el
reconocimiento de la existencia del conflicto, por parte de víctima y
victimario, en lo que significa el primer tramo de un recorrido lógico que la
diferencia de la cultura punitiva.
Esta primera mirada ya es, por cierto,
superadora de las categorías
inquisitoriales del sistema penal, que se despreocupa olímpicamente de las
representaciones e intuiciones de los perpetradores y los ofendidos, y constituye
un magnífico estímulo para intentar remitir -precisamente- los denominados
“delitos ideológicos” o “espirituales”, que son aquellos que sienten que su
conducta está justificada con arreglo a supuestos fines religiosos, políticos,
ideológicos o patrióticos, justamente porque uno de los recaudos de la justicia
restaurativa radica en considerar especialmente las causas que generaron el conflicto, intentando encontrar los medios
más eficaces para satisfacer las necesidades de las partes, lo que constituye
otro dato innovador de relevancia a través de la comunicación y el diálogo
entre el ofensor y el ofendido, con la intervención de una tercera persona –el
mediador- frente a la cual las partes oponen sus diversas realidades, sus
biografías y sus identidades frente a frente.
A través de medios eficientes para evitar
la doble victimización del ofendido, se intentará que la víctima pueda conocer
las causas de la conducta del ofensor y éste, palpitar la magnitud del daño
inferido, como paso previo, inexcusable, para incoporar la culpa moral y propender
al arrepentimiento y la reparación.
Este posible acercamiento, sin ninguna duda
que ayudaría a la víctima a encontrar respuestas a sus múltiples preguntas e
indagaciones sobre pérdidas incomprensibles y a superarlas más prontamente.
Para eso deberá trabajarse arduamente con
las víctimas, a veces en una dirección contraria de la que lo hacen las
agencias que dicen ocuparse de las mismas.
Por su parte, este vínculo podría permitir
que el propio autor recapacitara y aceptara su responsabilidad, frente al
seguro derrumbe de sus preconceptos ideológicos, incapaces de tolerar el
impacto profundo del dolor infinito y la sinrazón brutal.
Con estos argumentos se podría evitar una
pena de privación de libertad inútil, que no satisface a ninguna de las partes
y banaliza la respuesta estatal frente a la sociedad, que termina naturalizando
el dolor sin limites de víctimas y victimarios y se monta en una lógica
vengativa francamente regresiva.
Estas instancias no puntivas permiten que
la víctima sea escuchada y reparada y la alejan del fetiche de asimlar la idea
de justicia a la de castigo. El infractor podría reintegrarse a una sociedad
que lo ha repelido, aunque esa sociedad y su propia conducta lo avergüencen.
La vergüenza
reintegrativa es también un instrumento importante a considerar como
sucedáneo superador de la cárcel en la
medida que pudiera recuperar a las partes, pacificar los espíritus y recomponer
la convivencia.
Algo que, por supuesto, no podemos pedirle
al derecho punitivo, porque su propia naturaleza es negadora de esa visión más
sensible y compleja de los conflcitos sociales, y no podría adaptarse a modelos
no verticales de resolución de problemas.
En general, las sociedades occidentales
mantienen una concepción jurídica del poder, totalmente insuficiente y
restrictiva, basada en la primacía de la regla y la prohibición, cuya matriz
remite paradigmáticamente a la filosofía kantiana y su ley moral binaria en
términos de deber ser.
Por paradójico que resulte, el sistema
penal, tal y como
aparece hoy configurado, genera irresponsabilización, despersonalización,
incapacidad para asumir consecuencias. Todo un impagable
servicio a la reincidencia.
En efecto, no puede dejarse de lado que,
aunque dotado de límites y garantías de todo tipo, el Derecho penal encarna
siempre una dosis de violencia e irracionalidad que, por estar en su
naturaleza, conspira contra su legitimidad social y política.
Más cuando un análisis del sistema penal,
en sus consecuencias, revela que las formas de resolución alternativa de conflictos
podrían llegar a reconstituir decisivamente la confianza en el sistema de
administración de justicia, y por ende, en la convicencia pacífica. La justicia
restaurativa, la mediación y la conciliación tienen la indiscutible virtud de
devolver a las partes el conflicto incautado y la responsabilidad de
resolverlos, superando el exceso grosero de judicialización de las diferencias
que caracteriza el paisaje social contemporáneo.
Pero además, permiten satisfacer en clave
indudablemente más civilizada las necesidades reales de las víctimas (no las
inducidas ni las cultural y discursivamente hegemónicas) y también la de los
ofensores: la reparación del daño, las explicaciones, el perdón y los
tratamientos y abordajes necesarios para nivelar las asimetrías sociales
existentes entre las partes.
Para ello, es imprescindible desmontar, mediante un trabajo
sostenido y sin plazos, la obsesión social del castigo al culpable, el
sentimiento más básico de mera venganza, que ha pasado a cumplir una serie de
funciones simbólicas y casi ninguna real, como no sea la estigmatización y el
sufrimiento de los sancionados.
Es claro que tenemos plena conciencia de que, así
planteados, nuestros objetivos despenalizadores bien pueden ser tildados de
utópicos, y por ende, entendidos como irrealizables.
Pero también nos queda absolutamente claro que el rol de
los teóricos en materia penal es justamente entrever las futuras coordenadas
del Derecho criminal y tratar de acumular fuerzas en dirección a formas menos
violentas de comportamiento social e institucional.
Desde el fondo de la historia, nos observan los
utópicos que abogaban por la abolición
de los castigos corporales, la venganza
de la sangre, las ordalías, los juicios
de dios y la pena de muerte.