El primer desafío de los gobiernos populares es acordar una estrategia conglobante y unitaria en materia político criminal, reivindicando el rol de los expertos y demarcando con precisión las incumbencias de los operadores del sistema, para aventar interesadas confusiones en las que a diario intenta hacernos caer el pensamiento conservador, siempre proclive a echar mano al insumo regresivo de la “inseguridad” para afectar la gobernabilidad de las instituciones republicanas.
En ese sentido, es necesario superar toda rémora de autonomización de las policías y los servicios penitenciarios militarizados de la región. Los hechos recientes (Bolivia, Ecuador) demuestran la imposibilidad de convivir con fuerzas de seguridad ajenas al control de la sociedad civil, atendiendo a la ideología dominante  y las prácticas corporativas de policías que no se acercan en modo alguno a  organismos de proximidades, sino que se comportan como verdaderas fuerzas de ocupación.
El Poder Judicial, por otra parte, ha producido una importante renovación en los últimos años en América Latina, pero sigue siendo el único poder no elegido por el pueblo, históricamente conservador y en plena pugna por la implementación y el contenido ideológico de los nuevos sistemas de enjuiciamiento y persecución penal.
En cualquier caso, es necesario recordar que la función de la agencia judicial no es proveer a la seguridad de los ciudadanos, sino, por el contrario, contener el poder punitivo de los Estados para saldar definitivamente la tensión existente entre el estado de policía y el Estado Constitucional de Derecho.
Lo que sí comparten las agencias judiciales y ejecutivas, es la obligación impostergable de acertar en el diagnóstico en materia de Seguridad Humana. Para ello, es necesario advertir no solamente las fuerzas en pugna, sus retóricas y contenidos, sino los resultados y calamitosas consecuencias de aplicar durante años concepciones binarias y militarizadas en materia securitaria.
La justificación de la represión, con provocaciones tales como la célebre conclusión que pretende reinstaurar la Ley del Talión (“el que mata debe morir”), de la justicia por mano propia, de la mano dura, el cuestionamiento a los DDHH como categoría política y su indiferenciación con los delitos de calle o de subsistencia, configuran el nuevo entramado de un paisaje social atravesado como nunca antes por la conflictividad en todas sus formas.
Para intentar entender por qué estas gramáticas y narrativas predecimonónicas, de inusitada violencia, se han instalado en el sistema de creencias de las sociedades continentales, podríamos recurrir al concepto de las “sociedades contrademocráticas”, que describe el politólogo Pierre Rosanvallón. Se trata de nuevas sociedades basadas en consensos efímeros, sostenidas por la enemistad y la desconfianza como articuladores de un nuevo orden que interpela a las instancias oficiales desde el clamor de la inseguridad, entendida únicamente como la posibilidad de ser víctima de un delito predatorio. Las inéditas transformaciones en la cultura del control del delito y de la justicia penal, las fuerzas políticas, culturales y sociales que los han generado, y el deterioro del paradigma resocializador del correccionalismo en los últimos 20 o 30 años, han reforzado esta nueva forma de asumir la conflictividad.
Estos cambios no afectan solamente las instituciones de la justicia penal: alteran el lugar del delito en el paisaje social y modifican su significado cultural, como lo advierte David Garland.
Problematizar y comprender los discursos y prácticas de control social punitivo remite no tanto a la delincuencia y el delito, como a la violencia como naturalizada forma de resolver las diferencias y los conflictos. La crisis del ideal resocializador post welfarista, además, va acompañada de un corrimiento y devaluación del rol de los expertos. El nuevo “sentido común” somete a escrutinio la violencia y extrae sus conclusiones irracionales de la “opinión” pública, transformando al crimen en un insumo de capitalización política que permite ganar elecciones, gobernar desde el delito, o poner en jaque a los gobiernos democráticos. El “delito”, o más propiamente, “la delincuencia”, adquiere una relevancia social inusitada como (nuevo) organizador de la vida cotidiana.
Esto amerita un acelerado análisis de los denominados tropos discursivos (“sólo se fijan en los DDHH de los delincuentes”, es, sin duda, uno de los más recurrentes) y de las narraciones y discursos antiwelfaristas e inocuizadores.
También de la reinvención de la cárcel. La idea conservadora de que “la cárcel funciona”, instalada en el centro del imaginario colectivo, intenta legitimar la mayoría de estas proclamas. El encarcelamiento masivo de los últimos años y una generalizada cultura del control, constituyen una respuesta habitual a los problemas sociales que caracterizan a la modernidad tardía,  y que alcanzan niveles preocupantes en América del Sur.
. Con todo, comprender al conflicto como un patrimonio y no como un problema supone un avance fenomenal, que permite legitimar y reivindicar a la protesta social como el primer derecho.
De la misma manera, debemos decir que el problema de la seguridad humana no es tecnológico ni presupuestario, sino eminentemente cultural, y se resuelve profundizando los cambios ya producidos, con mayor inclusión y equidad social, aspirando a un derecho penal de mínima intervención