LEY 26485, MEDIDAS DE COERCIÓN Y REEDUCACIÓN DE LOS AGRESORES.
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La sanción de la Ley 26485, una norma que incorpora expresamente al derecho interno convenciones internacionales en materia de violencia de género, ha significado, sin duda alguna, un aporte superador, en tanto herramienta política, respecto de una situación problemática que alcanza en nustro país, como en casi todo el mundo, ribetes de gravedad estremecedora. Desde un punto de vista estrictamente jurídico, y en lo que concierne a la técnica legal utilizada por el legislador, la perspectiva podría ser mucho menos optimista, pero este no es el motivo que inspira esta reflexión.
En efecto, la ley, entre sus disposiciones, alude (si mal no recuerdo) al menos en dos oportunidades a la obligación del Estado de crear instrumentos tendientes a la "reeducación" de los infractores. Esta afiliación a los paradigmas RE que surge de la CN, de la Ley 24660 y del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, es la única razón que justificaría la aplicación de pena privativa de libertad o de medidas de coerción física tales como la prisión preventiva en nuestro país, en este tipo de perpetraciones violentas. O sea que, como en todos los casos, estas imposiciones no pueden justificarse apelando al aseguramiento de las víctimas o al retribucionismo liso y llano.
Ahora bien, hasta donde llevo averiguado, al menos en nuestra Provincia, esas baterías de reeducación de los agresores de género no han sido creadas todavía. Por ende, el único sustento constitucional que tendrían aquellas medidas asegurativas extremas, no pueden operativizarse por inexistencia lisa y llana de estos rquisitos previos. Va de suyo que no podría alegarse que a los privados de libertad por hechos de violencia de género, se los "reeduca" mediante la imposición de las tareas que habitualmente se administran indiferenciadamente en la disciplina interna de las prisiones. El rol reeducador del Estado debería en este caso incluir abordajes específicos que permitan que el infractor internalice aquello que de profundamente reprochable tiene su conducta y las revise sinceramente. Es obvio que estos objetivos, para nada sencillos de alcanzar, no pueden sustituirse por tareas de carpintería, de granja o de limpieza en el penal, por dar solamente algunos ejemplos.
Así planteada la cuestión, y con este déficit institucional constatado, me pregunto cuál sería la legitimdad de la aplicación de medidas tales como la prisión preventiva o la pena de prisión en casos de violencia contra las mujeres, si el Estado sabe que no cumple con un requisito indispensable de justificación de esas prácticas "asegurativas". La respuesta, salvo mejor opinión de nuestros lectores, parece obvia.