Se ha producido un crimen. Espantoso, horrendo, y, como siempre, injustificable. Se ha asesinado a una niña a la que se mantuvo cautiva durante días, lo que ha provocado una lógica y esperable consternación en toda la sociedad argentina.
Este profundo pragma de conflictividad, multiplicado a través del repiqueteo permanente de los medios de comunicación, que cumplen sus habituales rituales de dilapidar conjeturas, construir sospechas e invitar a sus estudios de televisión a personajes grotescos (supuestos expertos que exteriorizan cuanta banalidad y corazonada se les ocurra), hurgando en las pulsiones y emociones humanas más intensas, hacen que sea demasiado difícil, y no sólo inoportuno, hablar de racionalidades, discursos, especulaciones y advertir sobre intencionalidades anexas, frente al dolor que desgarra ante lo irremediable. No obstante, creo que muchos tenemos la obligación de hacerlo, justamente porque nuestro rol es intentar una disputa permanente contra los discursos hegemónicos, y profundizar la tarea de construir retóricas alejadas del retribucionismo y el punitivismo extremo como forma de intervención social ante la conflictividad.
Este crimen lacerante, pretende cobrarse además otras víctimas, la primera de las cuáles es la convicción mayoritaria de que vale la pena vivir en una República. Se naturaliza, además, la posibilidad de organizar la vida cotidiana alrededor de un hecho emblemático que ratificaría la “inseguridad” vigente, se tiende a desacreditar la eficacia idealizada del Estado (Constitucional de Derech) frente al control social del delito, a demonizar la cárcel y resignificarla como ámbito de inocuización social en el que debería encerrarse de por vida a todos los infractores que –como lo probaría este homicidio- no se resocializan, habilitar la pena de muerte o, como también se he escuchado, reivindicar “los trabajos forzados en la Antártica”, relajar el piso de derechos y garantías constitucionales, dictar leyes que endurezcan las penas o dificulten las excarcelaciones, y renegar, en definitiva, del paradigma de la Constitución.
Por supuesto, no pasará demasiado tiempo hasta que los grandes comunicadores de los medios conservadores transformen la tragedia en una responsabilidad directa del Gobierno, si es que ya no han comenzado a hacerlo.
La sociedad argentina queda, de esta manera, expuesta a una nueva prueba de madurez política colectiva.
El ataque brutal ha ocurrido justamente en momentos en que la Argentina evoluciona, de manera sostenida, hacia una “sensata cantidad de delitos”, como dice el maestro Nils Christie, exhibiendo una de las tasas de homicidios cada cien mil personas más baja de todo el continente americano, sensiblemente menor, además, que las que registraba nuestro propio país en los últimos años e infinitamente menos significativa que la que reiteran intencionadamente los medios de comunicación.
Lo que debemos saber es que estas reacciones colectivas que incluyen marchas, reivindicaciones de justicia por mano propia, exaltación del castigo institucional como única forma de responder violentamente contra la violencia, leyes hechas en nombre de la víctima, y que a poco de andar prueban su grosera insconsistencia, no constituyen una originalidad argentina. Algo similar pasa, en realidad, en todo el mundo. Como dice Garland, la temperatura emocional de las políticas públicas se ha elevado, el sentimiento que atraviesa la política criminal es ahora con más frecuencia un enojo colectivo y una exigencia moral de retribución en lugar del compromiso de buscar una solución justa, de carácter social. La cuestión criminal se ha convertido en un asunto medular de la competencia electoral. “Las medidas de política pública se construyen de una manera que parece valorar, sobre todo, el beneficio político y la reacción de la opinión pública por encima del punto de vista de los expertos y las evidencias de las investigaciones”. Así ha pasado en EEUU, así ha ocurrido también en Inglaterra. Para comprobar este ataque al complejo penal welfarista argentino no hay más que revisar la catarata de reformas penales introducidas a los códigos en los últimos años, al influjo de hechos que conmocionaron a la opinión pública y leer los discursos de sus impulsores. Después habría que comparar estos arrebatos con sus resultados. Nada de esto puede sorprendernos. Si las consignas del estado de Bienestar de posguerra habían sido control económico y liberación social, la nueva política criminal, a partir de los años ochenta, impuso la lógica contraria: libertad económica y control social.