Por Eduardo Luis Aguirre.
El Manual de la Defensa Pública, elaborado por el CEJA (Centro de Justicia para la Américas) y el PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), con la intervención de las autoridades del Ministerio Público de la Defensa argentino, y de reconocidos académicos especialistas en el tema, tales como Alberto Binder, Luis Cordero, Mildred Hartmann, Juan Enrique Vargas, Cristián Riego, Mauricio Duce y
Cristián Hernández, supone un avance sustancial en la organización y desarrollo conceptual de una agencia de particular relevancia para todo sistema democrático.
Cuando la mayoría de los países de la región se encuentran realizando profundos procesos de reforma en sus respectivos sistemas de enjuiciamiento y persecución penal, y continúan trabajando activamente en mecanismos proactivos y consistentes de acceso a la justicia, la construcción hace ya un lustro de este Manual nos permite discutir de cara a la reforma procesal que afrontamos los pampeanos, el rol de la defensa pública en el marco de un sistema adversarial.
La obra, en su presentación, realiza un breve recorrido histórico, a partir del cual es posible interiorizarnos en la comprensión de los cambios paradigmáticos para nada sencillos que en materia procesal se han venido produciendo en los últimos años en la región.
“Tradicionalmente el sector judicial en Latinoamérica estuvo ajeno a
cambios de significación. Durante gran parte de la vida republicana
de nuestros países, las instituciones del sector se mantuvieron prácticamente
inalteradas en sus definiciones más esenciales. Sin embargo,
esa situación ha variado bruscamente en los últimos veinte años. Los
procesos de transición democrática vividos desde comienzos de la
década de los ochenta, la mayor valorización de los derechos humanos
y la expansión de la actividad económica, son algunos de los
factores que alentaron replanteamientos, algunos bastante radicales,
de la estructura y funcionamiento de los servicios judiciales”.
Pero, por otra parte, el propio trabajo define su objeto y fines: “El presente manual tiene como propósito ayudar a quienes tienen
la misión de diseñar nuevos sistemas de defensa o fortalecer los
actuales, en la tarea de identificar cuáles son los problemas principales
que deben enfrentar y mostrarles algunos de los instrumentos
más importantes para lograr una gestión eficaz y moderna. En este
sentido su objetivo final es fortalecer los sistemas de defensa pública
penal sobre la base de la experiencia de lo que se ha realizado
con éxito y también de las acciones que no han dado todos los
resultados esperados o simplemente han fracasado”. De modo que, insistimos, esos objetivos resultan manifiestamente útiles para los operadores del sistema en nuestra Provincia, y si a algo aspira el artículo es a estimular la lectura de ese texto por parte de los interesados directos.
Los que no desconocemos las enormes tensiones dinámicas que en materia ideológica han deparado las discusiones acerca de los objetivos e ideales operantes del tránsito desde un sistema mixto a un proceso adversarial, no podemos sorprendernos frente a ciertas gramáticas que parecen reproducir la síntesis de los acuerdos a los que es posible arribar en la materia. Gramáticas fuertemente asociadas al eficientismo utilitarista y economicista, propio del Consenso de Washington y el sistema de creencias hegemónico durante la década pasada, se filtran en las gramáticas explicativas del nuevo sistema. En ese sentido, la sustitución de la noción de ciudadano o justiciable por la de “usuario”, y el énfasis colocado en el “modelo de gestión” de la “administración” de justicia, así como la apelación en apariencia neutra a “organizarlos (a los integrantes de la defensa pública) de forma eficiente, colocar estándares de calidad
y evaluar constantemente el trabajo de sus integrantes” implican un claro ejemplo de esas pulsiones “Finalmente, hay una tercera línea que en los últimos años ha cobrado
fuerza en el sector, tendiente a mejorar su capacidad para administrar
eficientemente sus recursos y mejorar su capacidad de respuesta
frente a sus usuarios. Las llamadas reformas a la gestión
judicial han cobrado importancia, por una parte, por las propias
dimensiones que han adquirido las instituciones judiciales, hoy en
día convertidas en grandes organizaciones con bastante personal y
elevado financiamiento. Por otra parte, todo indica que los fuertes
crecimientos presupuestarios experimentados en el sector los últimos
años serán en el futuro cada vez más difíciles de repetir, lo que
exige sacarle el mejor partido posible a los que ya se posee para
poder seguir mejorando”.
Sin perjuicio de estas retóricas por cierto discutibles, el manual acierta indudablemente en la mayoría de sus afirmaciones.
“El proceso de reforma de la justicia penal que se viene desarrollando
en la región de América Latina y el Caribe durante las dos
últimas décadas ha significado un cambio cuantitativo y cualitativo
para la defensa pública, de gran magnitud. Antes de ese periodo,
la situación general de la región, con muy limitadas excepciones,
mostraba un panorama bastante desolador en la materia: en la
mayoría de los países la defensa pública era otorgada por organizaciones
débiles, muchas veces como una función secundaria de
otros órganos del sistema judicial, e incluso en algunos casos,
concebidas por los mismos funcionarios como apenas una etapa
de paso hacia la judicatura o las fiscalías”. “Por otra parte, esta situación era coherente con el sistema procesal
inquisitivo imperante, en el que la defensa no tenía un rol
de verdadera relevancia, ya que en general se limitaba a la
validación formal de la actividad del juez instructor, por medio
de la aparición esporádica o meramente ritual de un defensor
en ciertas etapas del procedimiento escrito o en juicios con
oralidad profundamente distorsionada. En particular, la fuerte
preeminencia de las actividades policiales dentro del proceso y
la falta de asistencia y control en ese ámbito constituían una de
las quejas permanentes de todas las organizaciones de derechos
humanos”.
En tren de completar la descripción del proceso evolutivo del ministerio de la defensa, el manual se detiene en cuestiones que, a mi entender, resultan igualmente relevantes: “De un modo generalizado, los procesos de reforma asumieron el
desafío de crear sistemas de defensa pública capaces de asegurar
el ejercicio efectivo de esta garantía a todos nuestros ciudadanos,
en especial a los de menores recursos. Ello se ha traducido
en un aumento muy sustancial del financiamiento destinado
a los sistemas de defensa, los que hoy, ya en muchos países,
cuentan con un contingente importante de profesionales especializados
que prestan el servicio. Además, en varios casos se
han creado nuevos marcos regulatorios y en ocasiones se han
generado nuevas agencias públicas destinadas a proveer los servicios,
en un marco de independencia o al menos de autonomía
técnica frente a los demás órganos del sistema”.
En la actualidad, no hay duda que el derecho a la defensa es un Derecho Humano básico, y así lo entiende, en un salto cualitativo trascendente, el propio manual, por lo que se convierte en material de lectura ineludible para los miembros de la defensa pública: “El poder sancionador del Estado constituye la amenaza concreta de
aplicación de una pena de encierro y de sufrir los demás costos
personales que apareja el solo hecho de verse sometido a un
proceso penal. La historia de la persecución penal ha sido pródiga
en arbitrariedades e injusticias y por tal razón se fue consolidando
el lugar del derecho a defenderse ante toda imputación de un delito
como uno de los derechos fundamentales en defensa de la libertad
de todos los ciudadanos. La larga lucha por la consolidación de este
derecho se materializa hoy en las fórmulas normativas que los
Pactos Internacionales de Derechos Humanos y las Constituciones
Políticas de todos los países de la región adoptan sin excepción. Ya
no quedan dudas de que la posibilidad real de defenderse de la
persecución penal constituye una garantía inherente al Estado de
Derecho”.
“Vemos pues, que el derecho a defenderse es un complejo que
integra una serie de garantías tales como la presunción de
inocencia; la igualdad procesal; el derecho a un tribunal imparcial,
preconstituido e independiente; el derecho a ser juzgado en plazo
razonable; el derecho a guardar silencio; el derecho a ser oído y el
derecho a presentar pruebas y otras que, en conjunto, conocemos
como el derecho a un juicio justo. Pero la defensa no solo
comprende o integra esas garantías, sino que además permite
volverlas operativas mediante su ejercicio efectivo o el reclamo
oportuno ante su incumplimiento”.
“En la ideología liberal de los derechos fundamentales, el derecho a
defensa tiene su fundamento en el reconocimiento de la autonomía
individual. Su objetivo final es que el imputado tenga la posibilidad
material de incidir en el resultado del proceso. Es por ello que,
dentro del derecho de defensa, encontramos expresiones que no
solamente ponen un límite al poder estatal, sino que buscan dar al
imputado un espacio de decisión sobre su propia suerte. Una de las
garantías del derecho de defensa en que encontramos una expresión
de la autonomía individual es el derecho a guardar silencio,
entendido como la capacidad de dominar de un modo absoluto la
información que el imputado desea ingresar al juicio (señorío sobre
su declaración). Es decir, el derecho de defensa, principalmente, el
derecho de defensa del imputado, es el reconocimiento de su
calidad de sujeto del proceso y no de un objeto, ni siquiera un
objeto de protección”.
El texto analizado, además, utiliza categorías históricas, políticas, jurídicas y sociológicas para entender el sentido de la defensa en juicio y la importancia de la defensa pública, una función estatal lamentablemente devaluada como consecuencia del clamor generalizado de mayor rigor punitivo y menos derechos y garantías.
“La presencia de un “abogado defensor” no siempre ha significado
la existencia de un verdadero derecho de defensa. Desde la
existencia de los abogados de la Inquisición, cuyo principal
cometido era facilitar la confesión del imputado, hasta los
“defensores meramente formales” que lo único que hacían era
legitimar los procesos sin conocer siquiera a sus defendidos,
pasando por las defensas burocráticas sin mayor vocación por su
trabajo, la historia nos ha mostrado innumerables ejemplos de
cómo los abogados se han prestado a ser “auxiliares de la justicia”
antes que asesores de su defendido, de cómo han preferido
asegurar la “marcha del proceso” antes que la defensa técnica o
cómo han mantenido la vieja práctica inquisitorial de empujar a
sus defendidos a que confiesen ya que la verdad debía imponerse”.
En este sentido, debemos recordar que desde muy antiguo
existen dos modelos básicos de organización de esa justicia, más allá
de los distintos nombres que han recibido históricamente. Según uno
de ellos (modelos inquisitoriales), el mejor resultado del juicio penal
surge de la actividad unilateral de una persona (el juez), quien se
encuentra imbuido de una capacidad especial (por razones morales,
políticas, sociales o técnicas) para hallar la mejor solución para el
caso, en base a su capacidad para encontrar la verdad de los hechos,
y para aplicar los valores “adecuados” al caso. En estos modelos
–lamentablemente todavía con muchas raíces culturales en nuestra
región– el defensor –y con mayor razón la defensa pública– cumple
un mero papel auxiliar que no debe obstaculizar la tarea principal del
juez de “hallar” la verdad y la “justicia” del caso. En estos modelos,
aun cuando se reconozca el derecho de defensa, se pretende que él
cumpla un papel relativo y una tarea subordinada a la marcha
principal del caso, conducida unilateralmente. Todavía quedan
algunos países que conservan el viejo modelo español, frances o
sistemas donde el Ministerio Público es todopoderoso y ocupa el
mismo lugar funcional que el viejo juez de instrucción.
En los otros modelos se entiende que el mejor modo de llegar a una
buena respuesta para el caso es dejando que cada uno de los
intereses en juego presenten su versión del caso y debatan entre
ellos y ante un juez que no representa a ninguno de esos intereses
en juego y se mantiene imparcial. Por esta opción en el valor del
debate, de la discusión y en dejar que cada parte deje aflorar sus
propios intereses y los presente mediante reglas de racionalización
y pacificación ante un juez, se los conoce como modelos
adversariales o también, aunque de un modo impropio, acusatorios.
En estos modelos el papel de la defensa es reconocido como uno de
los elementos indispensables para que el sistema funcione como un
todo y se reconoce también que cuando mejor representado está el
interés del imputado (mejor presentado está el caso), mejor funciona
todo el sistema. En la actualidad si bien toda la región está
evolucionando hacia los sistemas adversariales, todavía ello no se
ha conseguido en todos los países y en muchos de ellos, por más
que ya se ha logrado la adopción formal de este sistema, aún las
reglas de funcionamiento real del sistema tienen muchos de los
componentes básicos del sistema inquisitorial”. En buena medida, esos “componentes básicos del sistema inquisitorial deben buscarse en la cultura jurídica de los operadores, su ideología y su sistema de creencias. Por eso, comprender el código incluye imprescindiblemente entender un sistema, y –como siempre ocurre- los aspectos formales, extrínsecos, histriónicos o los nuevos ritos que sustituyen a los viejos que se niegan a emprender la retirada, son aspectos que tienen su importancia pero no deciden la calidad institucional de la defensa pública.
Finalmente, en lo que aquí interesa destacar, el manual analizado consigna oportunamente los déficits centrales que caracterizan a la defensa contemporánea. Se ejemplifica, en ese sentido, diciendo:
“En primer lugar, el ejercicio meramente formal de la defensa. Este
es quizás el defecto más grave. Muchos defensores se preocupan
por cumplir con los trámites y ritos e incluso estar presentes, pero
no estudian los casos, no extreman la atención de su defendido,
no se preocupan realmente de las condiciones de su detención o
de agotar los recursos para agilizar su causa; incluso muchas veces
ni siquiera conocen a sus defendidos o lo entrevistan unos minutos
antes de las audiencias.
Este defecto es agravado por modelos de
organización que no tienen ningún tipo de control sobre la carga
de trabajo o que se encuentran claramente desfinanciados y
ocultan la falta de preocupación estatal en el cumplimiento de las
formas.
En segundo lugar, un ejercicio subordinado de la defensa a los
intereses de la justicia. Esta idea, propia de los modelos
inquisitoriales de todo tipo, genera no solo un modelo de defensor,
sino sobre todo un modelo de organización de la defensa pública
penal. En cuanto al defensor, de esta idea se suele desprender que
su lealtad principal está con la verdad y con la justicia y no con su
defendido. El defensor se percibe a sí mismo y es percibido antes
que nada como un funcionario judicial y no como un abogado
litigante (aunque su sueldo provenga íntegramente del Estado). Es
común que no exista una carrera dentro de la defensa pública y que
muchos de los que ocupan esos puestos en realidad preferirían ser
jueces o fiscales. Finalmente esta práctica generó un defensor
público débil objetivamente, pero también poco dispuesto a hacerse
respetar por los otros actores del sistema o a generar situaciones
traumáticas o conflictivas para su carrera futura”. “En cuarto lugar, la ausencia de una organización común a todos los
defensores penales públicos. Cada uno trabaja de un modo aislado,
no se comparten recursos ni experiencia, ni siquiera existen en
muchos lugares reglas básicas e informales de cooperación (como
pasarse información relevante). Este modelo produjo un ejercicio
individualista de la profesión y aislado de sus colegas, altamente
ineficiente y con grave perjuicio para los defendidos”.
Finalmente, el texto se refiere a la importancia que vuelve a adquirir el imputado y su relación con la defensa pública.
A diferencia de lo que
sucede en la práctica de algunos sistemas latinoamericanos
tradicionales, donde la defensa del imputado suele sustituirlo a este
como tal, el modelo perseguido por las reformas supone la
reaparición del imputado como un sujeto de derechos al cual se
debe representar, no sustituir y menos ejercer sobre él formas de
paternalismos.
El desafío en general de todos los servicios públicos en nuestros
países consiste en tratar al usuario como el centro de preocupación,
bajo parámetros de eficiencia y calidad. En el caso de la defensa
pública es bastante usual que se crea que a quien se debe satisfacer
es al Estado –que es el que financia el servicio– y no al imputado
que es quien ha provocado los gastos del Estado y por lo tanto tiene
una doble responsabilidad (la del hecho por el que se lo defiende y
la de generar trabajo para la defensa pública). Si bien es muy
notorio que esta vieja cultur a de la defensa pública está
desapareciendo en casi todos los países, todavía quedan defensores
–generalmente de generaciones anteriores, vinculados a la idea de
“auxilio a la justicia y no al imputado”– que mantienen esa visión.
Respetar esos intereses implica, entre otras cosas, un mayor
contacto y cercanía con el defendido y una preocupación que se
manifiesta en la atención por el grado de satisfacción que él tenga
respecto del servicio que se le presta. Suele filtrarse todavía la idea
de que no tiene de qué quejarse porque está recibiendo un servicio
gratis. Esta concepción larvada confunde, una vez más, a quién se
debe servir y quién es el centro de atención del servicio. En estos
casos, la actividad de la defensa pública presenta un agudo
problema de agencia, como en general lo hacen los servicios
jurídicos, en donde los objetivos del principal (el defendido) suelen
ser diferentes a los del agente (abogado), siéndole además muy
dificultoso al primero (el principal) monitorear al segundo, de forma
de asegurar que su actuación no vaya en beneficio propio o de otro,
sino que represente los intereses del principal. En el caso de las
defensas públicas, el problema de agencia se ha visto incrementado
en la región por una incorrecta definición de quién es el principal
en la relación, pues en vez de estatuir como tal al imputado,
muchas veces se ha visto al Estado, quien paga por el servicio,
como si fuera el principal y sus intereses han primado sobre los del
imputado. Para mitigar el problema de agencia, las medidas más
directas apuntan a establecer incentivos dirigidos a alinear los
intereses del principal con los del agente (como el derecho a sustituir
al defensor); esta estrategia debe combinarse con formas de
supervisión del trabajo del abogado por parte del Estado, que
produzcan incentivos para que el defensor considere efectivamente
los intereses de su defendido en la ejecución de la defensa. La
evaluación debe reflejar la relación del defensor con el imputado, no
con el Estado, y es muy importante que se establezcan mecanismos
para que el imputado pueda canalizar su satisfacción o evaluación
sobre el trabajo de su defensor”.
Con este modesto aporte, quisimos poner sobre el tapete otra cuestión medular del nuevo Código Procesal Penal, y entender sus instituciones y funcionamiento desde la perspectiva de aquellos maestros que podríamos denominas, sus “padres fundadores”. De estas miradas podríamos extraer conclusiones y, fundamentalmente, inquietudes y nuevas incógnitas sobre el sistema que se viene. Ojalá con este humilde aporte, hubiéramos logrado este objetivo, por insignificante que pudiera parecer.