Por Eduardo Luis Aguirre.
La llamada Escuela Clásica, fuertemente criticada en cuanto tal, como veremos, parte en general de considerar al delito como una elección racional de los infractores.
El interés de esta corriente, por oposición a lo que caracteriza al paradigma biologicista-positivista, se centra exclusivamente en el hecho delictivo y no en el autor.
Por lo tanto, el clasicismo prescinde o carece de una teoría etiológica y de una formulación “causal” totalizante sobre el origen del delito.
El interés de esta corriente, por oposición a lo que caracteriza al paradigma biologicista-positivista, se centra exclusivamente en el hecho delictivo y no en el autor.
Por lo tanto, el clasicismo prescinde o carece de una teoría etiológica y de una formulación “causal” totalizante sobre el origen del delito.
Al no establecer una diferencia entre el “hombre delincuente” y el “no delincuente”, al considerar a todos los hombres libres e iguales, la infracción es en esa clave, el resultado de un “ab-uso” o mal uso de las libertades, que obedecerá en todos los casos a razones ocasionales o circunstanciales. Por ende, cualquier hombre, en tanto individuo libre, puede llegar a delinquir en determinadas circunstancias.
En virtud de estas características que identifican al pensamiento de los clásicos, el acento se coloca más en la reacción frente a la infracción protagonizada por hombres libres e iguales, que en la construcción teórica de los factores que inciden en la misma.
La penología, y no tanto la criminología, definen entonces la impronta histórica de esta teoría: cuándo, cuánto y por qué se impone el castigo. La obra eminente de un dilecto discípulo de Montesquieu, Césare Beccaria, “De los delitos y de las penas” (1764), y el Panóptico de Bentham (1791), constituyen acaso los dos hitos fundamentales de dicha corriente.
Este recorrido unidireccional y acotado de las grandes narrativas clásicas, obedece en buena medida a que el pensamiento de la escuela debió enfrentarse a formas brutales, arbitrarias, caóticas, predominantes en los períodos de las monarquías absolutas, a las que debían añadirse las rémoras todavía vigentes de los procesos inquisitoriales.
Esos excesos, probablemente, limitaron a la Escuela Clásica -nada más y nada menos- que a la racionalización y humanización de los castigos en una época retratada en su brutalidad por Foucault al exhumar las crónicas que describían el martirio de Damién en la plaza pública de París[1].
Esto explica por qué la Escuela Clásica se “limita” a proponer frente al delito una reacción (la pena) justa, proporcionada y producida en un tiempo razonable (“la justicia lenta no es justicia”, decía Beccaria).
Pero no se ocupa, en general, de las causas y la génesis del delito ni aborda tampoco estrategias de prevención del mismo, lo que ha puesto en crisis históricamente su condición de escuela criminológica.
Desde un punto de vista político criminal, el respeto de los clásicos a las tesis contractualistas tranquilizan a las nuevas clases en ascenso y a la opinión pública en general, que necesitaba reafirmar las nuevas formas institucionales de dominio y control de los “distintos” que quedaban al margen de las nuevas relaciones de producción, mediante estrategias punitivas compatibles con perspectivas humanistas del derecho penal.
Indudablemente, la aparición de la Criminología como una disciplina con pretensión científica, respaldada con mediciones y evidencias empíricas, se produce con el Positivismo Criminológico, que expresa -siguiendo el conocido esquema del positivismo sociológico que dividía la evolución de las sociedades en “fases” (salvajismo, barbarie y civilización)- sus paradigmas de orden y progreso.
La referencia no es azarosa: el positivismo concibe al progreso como necesariamente asociado al orden, y a la civilización capitalista como la más perfecta expresión de ese nuevo orden.
Por eso es que, en materia criminológica, la característica que diferencia al positivismo radica en el “método”. El método “positivo” empírico, que intenta obtener regularidades de hecho en los fenómenos sociales –también respecto del delito y el delincuente-, sometiendo a estos a las mismas leyes que los fenómenos de la naturaleza. Por algo Comte denominaba inicialmente a la Sociología “física social”.
Así como los clásicos habían depositados sus mayores esfuerzos en la morigeración de las formas de castigo y la irracionalidad del antiguo régimen, la misión histórica del positivismo sería “luchar contra el delito” a partir de la indagación de sus causas, como forma de protección del nuevo orden social impuesto por la naciente burguesía industrial.
Por eso, la teoría del contrato social y la función preventiva de la pena ya no eran suficientes para garantizar el nuevo orden burgués consolidado, incluso en su fase imperial decimonónica (para ubicarnos cronológicamente, tengamos en cuenta que los tres representantes más connotados del positivismo criminológico italiano, César Lombroso, Enrico Ferri y Rafael Garófalo, vivieron entre los siglos XIX y XX; es decir, cuando el sistema capitalista había alcanzado ya su fase superior).
Se necesitaba, ahora, encontrar nuevas lógicas y racionalidades legitimantes que contribuyeran a reproducir sin inconvenientes las relaciones de producción[2].
Así como la invasión británica a la India era justificada como una forma de aceleración de las fases o etapas previas a la “civilización”, la “defensa social” debía realizarse anticipando el accionar del estado frente a los individuos que se encontraban en un “estado peligroso”. La pena se justificó también echando mano a este paradigma defensista. No interesaba tanto su “racionalidad”, como en el caso de la Escuela Clásica, sino su “utilidad” para prevenir el delito.
En este marco, lejos de ser explicado como libre en su persona, el delincuente es una persona concebida a partir de un determinismo o predisposición inexorable, fuera ésta biológica, antropológica o sociológica.
En 1870, César Lombroso, un psiquiatra de prisiones del norte de la Italia desarrollada y padre fundador de la Scuola Positiva, realizó una autopsia a un legendario salteador de caminos, llamado Vilella, oriundo de la Italia meridional. En su cráneo encontró una pequeña cresta, la famosa foseta occipital media, por cierto que infrecuente en los hombres. Como lo admite Jiménez de Asúa, Lombroso no volvió a encontrar aquella foseta que, de inmediato, leyó en clave de atavismo, de primitivismo. Ese único hallazgo, complementado con el estudio sobre la epilepsia realizado a un soldado de apellido Misdea (quien en un momento de crisis había asesinado a varias personas), le fue suficiente para afirmar que el hombre delincuente reproducía al salvaje y que “el delincuente nato es idéntico al loco moral, con base epiléptica, explicable por atavismo y con un tipo físico y psicológico especial”. Concluyó, tras esos estudios, que existía una especie de hombre diferente al “normal”, al homo economicus de la modernidad, que no había completado su evolución y que en ese atavismo radicaba la explicación de su irreversible determinación a delinquir[3].
Sugestivamente, Vilella era un bandido rural del sur pobre italiano, que con su conducta “antisocial” impactaba directamente en el tráfico de mercancías; es decir, estragaba el corazón mismo del comercio que se estaba transformando en la base del dificultoso proceso de unidad de la nación italiana como categoría histórica.
La evidencia empírica y la fiabilidad del método criminológico, no obstante, permitían sostener que, al menos, el único sureño sometido a verificación empírica era un delincuente.
Por sus peculiaridades afiliadas a un protogarantismo, la Escuela Clásica concebía al delito como un entre jurídico con cierta abstracción, desconectado de los autores. Para el positivismo, el delito es un hecho real, concreto, susceptible de ser verificado empíricamente.
Los clásicos acataron la definición jurídico penal del delito. En un sentido inverso, el positivismo criminológico entendió que era necesario encontrar una suerte de ontología del crimen, que en modo alguno puede acotarse a la violación de un precepto jurídico. Elaboraron, en consecuencia, un concepto “natural” del delito, que no era otra cosa que un comportamiento “antisocial” que afectaba al orden establecido.
Si los clásicos pensaron el sistema en clave binaria de delito y pena, los positivistas investigan y reparan mucho más en el delincuente que en el delito, y ponen en el examen de aquel su mayor dedicación.
Para la Scuola Positiva no se castiga, tanto a un delito, una conducta típica, como al autor de ese delito. Por eso, la medida del castigo no la da la relevancia del bien jurídico afectado por la conducta criminal ni la cantidad de culpabilidad implicada en el hecho, sino la “peligrosidad” del delincuente.
Así, las medidas de seguridad, incluso predelictuales, son consideradas por el positivismo más importantes que las penas, despreocupándose de esta manera del análisis dogmático jurídico penal, al entender que el clasicismo había pecado de ingenuidad manifiesta al confiar exageradamente en la eficacia de la ley como elemento preventivo y disuasivo de los infractores[4].
Si prescindiéramos del prurito de máxima exhaustividad conceptual, podríamos encontrar una versión actualizada de la Escuela Clásica (o al menos de sus postulaciones fundamentales) en la Teoría del Garantismo Penal[5], particularmente en la obra de Luigi Ferrajoli; y una réplica contemporánea del positivismo en las nuevas formas de control que expresa el realismo de derecha norteamericano.
En la Argentina, la influencia cultural del positivismo ha sido enorme. Tal vez sea uno de los países donde el paradigma biologicista formateó más fuertemente la cultura de los operadores y expertos del sistema penal, sin haber necesitado nunca de un código penal positivista[6]. Le bastó con los sistemas de enjuiciamiento y persecución penal (códigos procesales), las leyes orgánicas de las fuerzas de seguridad, los protocolos criminológicos de los servicios penitenciarios, los programas de las escuelas de policía y la gravitación de muchas cátedras de las escuelas de derecho, que durante décadas prácticamente asimilaron el conocimiento criminológico a las máximas peligrosistas.
[1] “Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión”, Ed. Siglo XXI, 1986.
[2] Aguirre, Eduardo Luis: “La concepción de la enemistad en el pensamiento de los clásicos: Rousseau y los infractores del pacto social”, disponible en www.derecho-a-replica.blogspot.com
[3] Lombroso publica en 1876 sus conclusiones y estudios en el célebre libro “El hombre delincuente”.
[4] García-Pablos de Molina, Antonio: “Tratado de Criminología”, Tirant lo Blanch, 2000.
[5] “Derecho y Razón. Teoría del Garantismo Penal”, Ed. Trotta, Madrid, 1999.
[6] Excepción hecha del Proyecto Peco, que se definía a sí mismo como “neo” positivista.
En virtud de estas características que identifican al pensamiento de los clásicos, el acento se coloca más en la reacción frente a la infracción protagonizada por hombres libres e iguales, que en la construcción teórica de los factores que inciden en la misma.
La penología, y no tanto la criminología, definen entonces la impronta histórica de esta teoría: cuándo, cuánto y por qué se impone el castigo. La obra eminente de un dilecto discípulo de Montesquieu, Césare Beccaria, “De los delitos y de las penas” (1764), y el Panóptico de Bentham (1791), constituyen acaso los dos hitos fundamentales de dicha corriente.
Este recorrido unidireccional y acotado de las grandes narrativas clásicas, obedece en buena medida a que el pensamiento de la escuela debió enfrentarse a formas brutales, arbitrarias, caóticas, predominantes en los períodos de las monarquías absolutas, a las que debían añadirse las rémoras todavía vigentes de los procesos inquisitoriales.
Esos excesos, probablemente, limitaron a la Escuela Clásica -nada más y nada menos- que a la racionalización y humanización de los castigos en una época retratada en su brutalidad por Foucault al exhumar las crónicas que describían el martirio de Damién en la plaza pública de París[1].
Esto explica por qué la Escuela Clásica se “limita” a proponer frente al delito una reacción (la pena) justa, proporcionada y producida en un tiempo razonable (“la justicia lenta no es justicia”, decía Beccaria).
Pero no se ocupa, en general, de las causas y la génesis del delito ni aborda tampoco estrategias de prevención del mismo, lo que ha puesto en crisis históricamente su condición de escuela criminológica.
Desde un punto de vista político criminal, el respeto de los clásicos a las tesis contractualistas tranquilizan a las nuevas clases en ascenso y a la opinión pública en general, que necesitaba reafirmar las nuevas formas institucionales de dominio y control de los “distintos” que quedaban al margen de las nuevas relaciones de producción, mediante estrategias punitivas compatibles con perspectivas humanistas del derecho penal.
Indudablemente, la aparición de la Criminología como una disciplina con pretensión científica, respaldada con mediciones y evidencias empíricas, se produce con el Positivismo Criminológico, que expresa -siguiendo el conocido esquema del positivismo sociológico que dividía la evolución de las sociedades en “fases” (salvajismo, barbarie y civilización)- sus paradigmas de orden y progreso.
La referencia no es azarosa: el positivismo concibe al progreso como necesariamente asociado al orden, y a la civilización capitalista como la más perfecta expresión de ese nuevo orden.
Por eso es que, en materia criminológica, la característica que diferencia al positivismo radica en el “método”. El método “positivo” empírico, que intenta obtener regularidades de hecho en los fenómenos sociales –también respecto del delito y el delincuente-, sometiendo a estos a las mismas leyes que los fenómenos de la naturaleza. Por algo Comte denominaba inicialmente a la Sociología “física social”.
Así como los clásicos habían depositados sus mayores esfuerzos en la morigeración de las formas de castigo y la irracionalidad del antiguo régimen, la misión histórica del positivismo sería “luchar contra el delito” a partir de la indagación de sus causas, como forma de protección del nuevo orden social impuesto por la naciente burguesía industrial.
Por eso, la teoría del contrato social y la función preventiva de la pena ya no eran suficientes para garantizar el nuevo orden burgués consolidado, incluso en su fase imperial decimonónica (para ubicarnos cronológicamente, tengamos en cuenta que los tres representantes más connotados del positivismo criminológico italiano, César Lombroso, Enrico Ferri y Rafael Garófalo, vivieron entre los siglos XIX y XX; es decir, cuando el sistema capitalista había alcanzado ya su fase superior).
Se necesitaba, ahora, encontrar nuevas lógicas y racionalidades legitimantes que contribuyeran a reproducir sin inconvenientes las relaciones de producción[2].
Así como la invasión británica a la India era justificada como una forma de aceleración de las fases o etapas previas a la “civilización”, la “defensa social” debía realizarse anticipando el accionar del estado frente a los individuos que se encontraban en un “estado peligroso”. La pena se justificó también echando mano a este paradigma defensista. No interesaba tanto su “racionalidad”, como en el caso de la Escuela Clásica, sino su “utilidad” para prevenir el delito.
En este marco, lejos de ser explicado como libre en su persona, el delincuente es una persona concebida a partir de un determinismo o predisposición inexorable, fuera ésta biológica, antropológica o sociológica.
En 1870, César Lombroso, un psiquiatra de prisiones del norte de la Italia desarrollada y padre fundador de la Scuola Positiva, realizó una autopsia a un legendario salteador de caminos, llamado Vilella, oriundo de la Italia meridional. En su cráneo encontró una pequeña cresta, la famosa foseta occipital media, por cierto que infrecuente en los hombres. Como lo admite Jiménez de Asúa, Lombroso no volvió a encontrar aquella foseta que, de inmediato, leyó en clave de atavismo, de primitivismo. Ese único hallazgo, complementado con el estudio sobre la epilepsia realizado a un soldado de apellido Misdea (quien en un momento de crisis había asesinado a varias personas), le fue suficiente para afirmar que el hombre delincuente reproducía al salvaje y que “el delincuente nato es idéntico al loco moral, con base epiléptica, explicable por atavismo y con un tipo físico y psicológico especial”. Concluyó, tras esos estudios, que existía una especie de hombre diferente al “normal”, al homo economicus de la modernidad, que no había completado su evolución y que en ese atavismo radicaba la explicación de su irreversible determinación a delinquir[3].
Sugestivamente, Vilella era un bandido rural del sur pobre italiano, que con su conducta “antisocial” impactaba directamente en el tráfico de mercancías; es decir, estragaba el corazón mismo del comercio que se estaba transformando en la base del dificultoso proceso de unidad de la nación italiana como categoría histórica.
La evidencia empírica y la fiabilidad del método criminológico, no obstante, permitían sostener que, al menos, el único sureño sometido a verificación empírica era un delincuente.
Por sus peculiaridades afiliadas a un protogarantismo, la Escuela Clásica concebía al delito como un entre jurídico con cierta abstracción, desconectado de los autores. Para el positivismo, el delito es un hecho real, concreto, susceptible de ser verificado empíricamente.
Los clásicos acataron la definición jurídico penal del delito. En un sentido inverso, el positivismo criminológico entendió que era necesario encontrar una suerte de ontología del crimen, que en modo alguno puede acotarse a la violación de un precepto jurídico. Elaboraron, en consecuencia, un concepto “natural” del delito, que no era otra cosa que un comportamiento “antisocial” que afectaba al orden establecido.
Si los clásicos pensaron el sistema en clave binaria de delito y pena, los positivistas investigan y reparan mucho más en el delincuente que en el delito, y ponen en el examen de aquel su mayor dedicación.
Para la Scuola Positiva no se castiga, tanto a un delito, una conducta típica, como al autor de ese delito. Por eso, la medida del castigo no la da la relevancia del bien jurídico afectado por la conducta criminal ni la cantidad de culpabilidad implicada en el hecho, sino la “peligrosidad” del delincuente.
Así, las medidas de seguridad, incluso predelictuales, son consideradas por el positivismo más importantes que las penas, despreocupándose de esta manera del análisis dogmático jurídico penal, al entender que el clasicismo había pecado de ingenuidad manifiesta al confiar exageradamente en la eficacia de la ley como elemento preventivo y disuasivo de los infractores[4].
Si prescindiéramos del prurito de máxima exhaustividad conceptual, podríamos encontrar una versión actualizada de la Escuela Clásica (o al menos de sus postulaciones fundamentales) en la Teoría del Garantismo Penal[5], particularmente en la obra de Luigi Ferrajoli; y una réplica contemporánea del positivismo en las nuevas formas de control que expresa el realismo de derecha norteamericano.
En la Argentina, la influencia cultural del positivismo ha sido enorme. Tal vez sea uno de los países donde el paradigma biologicista formateó más fuertemente la cultura de los operadores y expertos del sistema penal, sin haber necesitado nunca de un código penal positivista[6]. Le bastó con los sistemas de enjuiciamiento y persecución penal (códigos procesales), las leyes orgánicas de las fuerzas de seguridad, los protocolos criminológicos de los servicios penitenciarios, los programas de las escuelas de policía y la gravitación de muchas cátedras de las escuelas de derecho, que durante décadas prácticamente asimilaron el conocimiento criminológico a las máximas peligrosistas.
[1] “Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión”, Ed. Siglo XXI, 1986.
[2] Aguirre, Eduardo Luis: “La concepción de la enemistad en el pensamiento de los clásicos: Rousseau y los infractores del pacto social”, disponible en www.derecho-a-replica.blogspot.com
[3] Lombroso publica en 1876 sus conclusiones y estudios en el célebre libro “El hombre delincuente”.
[4] García-Pablos de Molina, Antonio: “Tratado de Criminología”, Tirant lo Blanch, 2000.
[5] “Derecho y Razón. Teoría del Garantismo Penal”, Ed. Trotta, Madrid, 1999.
[6] Excepción hecha del Proyecto Peco, que se definía a sí mismo como “neo” positivista.