Por Eduardo Luis Aguirre.
“Seguir las normas es siempre mucho más sencillo: te evitas los remordimientos y las culpabilidades, te ahorras las inseguridades y, encima, puedes sentirte orgullosa de lo que has hecho”[1]
[1] De “El último catón”, de Matilde Asensi, Ed. Planeta, Barcelona, 2010, p. 69.
EXORDIO.
Este trabajo no pretende nada más que ser una guía conceptual, básica y propedéutica para los alumnos del grado y los juristas que por cualquier motivo debieran adentrarse en el análisis y el entendimiento de los tipos penales culposos, y en esa clave debería ser leído. No como una clase de un adusto profesor (que no lo soy ni lo quiero ser), sino como una ofrenda más de un compañero a otros compañeros, generalmente más jóvenes. Que deberían internarse en la lectura de estas reflexiones únicamente si se sienten motivados por ellas –esto es, con absoluta libertad y al menos algo de pasión- y no por cuestiones de jerarquías, por pruritos de asignaturismo o por un utilitarismo compatible con la necesidad urgente e inmediata de aprobar una materia.
En consecuencia, su lectura debe partir de la certeza de que quien esto escribe no da por conocida ninguna de las nomenclaturas habituales que nos presenta la dogmática penal desde antiguo para explicar los delitos imprudentes, pero que, aún así, tampoco escatima el deber académico de recorrer con un grado aceptable de actualidad y pensamiento crítico las nuevas formas y acepciones de la imprudencia, muchas de las cuales exceden el marco estrictamente jurídico penal.
REFLEXIONES EN TORNO AL TIPO CULPOSO: EL DEBER DE CUIDADO Y LA CAUSACIÓN DEL RESULTADO.
Desde una perspectiva histórica, es interesante reseñar que la antigua tendencia a la indeterminación de la culpa penal y la civil que caracterizaba al derecho antiguo, se tradujo en una reducción a la condición de meros “cuasidelitos” de las conductas culposas que aparejaban un daño a un bien jurídico, situación predominante hasta principios del siglo 20’. Aunque, por otra parte, es sabido que los romanos y las culturas mayas precortesianas distinguían los homicidios y los incendios dolosos de los culposos[1] .
Bien avanzada la pasada centuria, la aceleración sin precedentes de los procesos de tecnificación, los asombrosos descubrimientos que culminaron en la invención de la internet, la impersonalización de las relaciones sociales, la máxima alienación que es capaz de producir el capitalismo internacional, los grandes procesos de urbanización y la profundización de las asimetrías sociales, llevaron acuñar la noción de sociedades de riesgo, entre otras cosas, para motejar una nueva realidad donde el incremento de los siniestros y accidentes era un añadido de las nuevas relaciones de producción.
A partir de entonces, los delitos culposos, que hasta ese momento habían sido considerados una suerte de categorías de segundo orden, se transformaron rápidamente en elementos centrales de las preocupaciones y las gramáticas del moderno derecho penal.
Es que la reproducción de eventos dañosos producidos como consecuencia de conductas imprudentes, negligentes o imperitas (conforme lo describían la mayoría de los códigos tradicionales para describir un “hacer en más de lo que la prudencia sugiere”, un “hacer en menos” o un “conocer insuficiente en su arte o profesión”, respectivamente) se multiplicó y generó en las sociedades de la modernidad tardía una suerte de clamor unidireccional que buscó en el derecho penal –como de ordinario acontece- respuestas eficientes para disminuir los mayores estándares de conflictividad deparados por las ingentes conductas culposas en el marco de las nuevas formas de vida y agregación social.
La doctrina advirtió entonces que venía dedicando sus mayores esfuerzos en la construcción de la teoría del delito a las conductas dolosas, y fue necesario revertir ese proceso asimétrico de aproximación respecto de un nuevo objeto de conocimiento jurídico penal[2].
De esta manera, los delitos imprudentes –que así los denomina contemporáneamente gran parte de la doctrina, a pesar que autores como Zaffaroni sugieren la utilización del concepto de negligencia, porque caracterizaría mejor la falta de cuidado[3]- pasaron a ocupar un lugar fundamental en el ámbito de la dogmática penal.
Este apretado recorrido histórico plantea, desde ya, dos cuestiones iniciales.
Una, que resulta lógico y esperable que semejantes transformaciones en la estructura social hayan ido produciendo otras tantas variaciones en las categorías jurídicas. Otra, que no es posible ignorar setenta años de evolución del derecho penal, ni en este, ni en ningún otro caso, y por lo tanto deberemos estar atentos a esos cambios si no queremos naufragar en el manejo de insumos perimidos que nos colocarán inexorablemente a la deriva al momento del debate y la comprensión de los nuevos elementos que proporciona el derecho penal actual. En este marco, la “ceguera” que en términos de caracterización de las conductas impregna al causalismo, por ejemplo, constituye un dato objetivo de la realidad dogmática, que además depara no pocos retrocesos a nivel político criminal y filosófico penal.
“A pesar de las dificultades con que tropezó la doctrina de la acción finalista en los delitos imprudentes y que dieron lugar a que Welzel cambiara varias veces de opinión, la concepción personal de lo injusto en los delitos imprudentes se ha impuesto también en España y en Iberoamérica. La infracción de un deber objetivo de cuidado ha hallado un amplio reconocimiento como elemento del tipo de los delitos imprudentes”[4].
Por definición, entonces, habremos de convenir que cuando aludimos a un delito culposo nos estamos refiriendo a una conducta, por ende, una acción humana, violatoria de un determinado deber objetivo de cuidado, que se expresa en un yerro entre lo que el sujeto debía prever y no hizo o aquello que, habiéndolo previsto, confió en evitar, y que en cualquier caso, como consecuencia de esa programación defectuosa de la conducta final, produjo un resultado penalmente típico.
Este es el nexo causal de todo delito culposo, sea éste de acción u omisión.
La conducta desplegada, supone en estos casos una errónea selección de medios en el hacer final. El autor debe haber tenido o conservado el dominio del hecho y en ese marco violó el deber de cuidado que tenía a su cargo, produciendo la consecuencia dañosa.
El deber de cuidado es, a su vez, la diligencia requerida para evitar poner en peligro o lesionar bienes jurídicos penalmente relevantes.
Ahora bien, cómo determinar el deber de cuidado es una tarea que apareja no pocas dificultades, ya sea porque resulta materialmente imposible que el legislador pueda enumerar o establecer las miles de situaciones en las que podría darse una infracción al mismo (“tantas como actividades pueda desarrollar un ser humano”[5]), o porque al tratarse de tipos “abiertos”, se deja a cargo del juez un margen discrecional de actuación para “cerrar” dichos tipos, lo que orilla problemas de naturaleza constitucional vinculados al principio de legalidad; extremo éste que ha deparado no pocas polémicas en los últimos años, saldadas en general a favor de la constitucionalidad de estos tipos.
Es que, si se acepta que la función de la agencia jurisdiccional es la del acotamiento del poder punitivo[6] y que “el derecho penal únicamente puede garantizar la protección de la sociedad en tanto asegura la paz pública, respeta la libertad de actuación del individuo, defendiéndola a la vez contra la coacción antijurídica”[7], queda claro que la operación silogística de los jueces al momento de individualizar los deberes de cuidado en cada conducta analizada antes de cerrar los tipos, importa una carga lógico relacional que necesariamente debe sobrepasar las simplificaciones del “sentido común” en las que muchas veces se incurre en las sentencias; o la apelación a muletillas descerrajadas aluvionalmente tales como “elevación del riesgo”, “deber de cuidado”, “incumplimiento del rol de garante”, etcétera, como si las mismas fuesen susceptibles de agregarse en forma de caprichosa sumatoria para conferir sentido a elementos protodecisionales de los propios tribunales.
Por eso es que la delicada tarea de adecuación, en muchos casos (sobre todo en aquellos vinculados a conductas interactivas como el tráfico automotor o las conductas médicas), se complementa con lo que la doctrina ha denominado “principio de supresión hipotética” o “conditio sine qua non”.
Esto no es, tampoco, producto de la casualidad. Como bien lo apunta Terragni, evadiéndose de reiteraciones políticamente correctas: “También alarma que derive la invocación de presuntas necesidades de las sociedades contemporáneas hacia sistemas de responsabilidad objetiva”.
“Sostengo que el Derecho penal se funda en responsabilidades subjetivas, pero aquí se manifiesta nuevamente la fuerza de las palabras: Se habla de la violación del deber objetivo de cuidado, se habla de la imputación objetiva del resultado, y poco falta para que se hable también de responsabilidad objetiva. Y en muchos casos, lo que está ocurriendo es que se confunden las fronteras entre el Derecho penal y el Derecho civil, violentando así los principios del primero, que son los que receptan nuestra Ley Fundamental”. “El delito culposo no es un delito de infracción del deber; el delito culposo es un delito de resultado, y para que haya relación entre el resultado y la conducta, este, el resultado tiene que ser la consecuencia de la conducta. Digo esto también, pensando en muchas resoluciones judiciales, que advierten que el justiciable incurrió en violación de reglamentos, fue imprudente, fue negligente, siendo eso es suficiente para condenarlo. Empero constituye un error, porque la infracción de reglamentos, la imprudencia, la negligencia, no pueden ser el motivo único de la imputación, si es que no estuviese conectado el resultado a las infracciones del deber de cuidado. Con lo cual tenemos que considerar que el delito culposo, como cualquier tipo penal, tiene una parte objetiva y una parte subjetiva. La parte objetiva es la conducta propiamente dicha, son los elementos externos a los conocimientos y a la intención o a la posición espiritual del autor y también la imputación objetiva (y el resultado naturalmente), porque no puede haber delitos culposos sin resultado material”[8]. Esto resulta particularmente relevante, porque creo que si el deber de cuidado debe ser “objetivo”, por ejemplo, deberíamos aceptar que existe una forma de objetivar los límites de ese deber. Y, en ese sentido, las formas de la diligencia son absolutamente inasibles, indeterminadas a priori. La idea de “buen padre”, “buen vecino” del derecho antiguo, son tan insustanciales como inverificables los indicadores mínimos de prudencia. Es cierto que nadie pilotea un avión sin el entrenamiento correspondiente, pero no lo es menos que el carrito de un cartonero, desplazándose de noche y sin luces configuraría una conducta que no sobrepasaría esa prueba de conocimiento técnico del profano, pero respecto de la cual la misma “praxis consolidada” y la necesidad de supervivencia tal vez hagan que se emprendan conductas aunque no se esté en condiciones de prevenir o evitar el peligro que de ellas se derivan[9].
Y si este tipo de “objetivaciones” en materia de imputación son bastante discutibles en nuestro margen como criterio dogmático, imaginen ustedes la comprensible inquietud que me embarga cuando escucho hablar con tanta ligereza de la noción del “rol” y del individuo como portador de tal, o de la condición de garante, o de la elevación del riesgo o la asunción de un riesgo prohibido. Con mucha mayor razón si los estándares objetivos, el “rol”, vienen definidos o determinados por “la sociedad” (como lo pretende un sector del pensamiento funcionalista), con lo que ello implica en nuestro país, y con el desconocimiento de la pluralidad y el multiculturalismo que supone el recurso a semejante unidimensionalismo cultural[10]. Está claro que conducir un automotor es un riesgo permitido. Mucho menos claro parece, en cambio, establecer cuándo se produce una elevación no permitida del riesgo durante ese mismo proceso de conducción.
La cuestión no es menor, porque los delitos imprudentes son delitos de resultado y no de mera infracción. No pueden existir, porque no se adecuan al programa de nuestra Constitución, los delitos sin víctimas en nuestro sistema penal.
“Una vez efectuada la operación intelectual de cerramiento de tipo culposo mediante la norma de cuidado debido -enseña Zaffaroni- , el primer requisito objetivo sistemático de la tipicidad culposa es que ésta haya causado el resultado típico. Si bien no es desde el resultado que se llega a la tipicidad negligente, lo cierto es que sin éste no existe pragma, y por ende, no se abre la posibilidad de conflicto. Desde la perspectiva de la conflictividad social no es lo mismo causar una catástrofe que no causarla”. “En cuanto a la causación, rige el principio de la conditio sine qua non”[11].
Aquí se marca, a mi entender, una cuestión central en materia de causación de resultado, que en buena parte ayuda a disipar las dudas que mencionaba anteriormente. “Una conducta es o no es causa de un resultado. Una conducta es causa de resultado (media causación) cuando no pueda ser mentalmente suprimida sin que con ello desaparezca el resultado (conditio sine qua non). Esta fórmula debe completarse para abarcar la concurrencia de causas: si diversas condiciones pueden ser mentalmente suprimidas en forma alternativa sin que con ella desaparezca el resultado, pero no pueden serlo acumulativamente, cada una de ellas es causa del resultado”[12].
Vale decir que la conditio, como ejercicio de supresión hipotética en el curso causal, permite una mucho más segura aproximación respecto de la incógnita decisiva de la causación del resultado.
LOS PILARES DE LA IMPUTACIÓN OBJETIVA COMO DATOS CORROBORANTES DE LA IMPRUDENCIA EN LA DENOMINADA “SOCIEDAD DE RIESGO”.
Por lo tanto, como hemos observado, la ardua delimitación de la conducta culposa debe contrastarse, para mayor seguridad –o menor margen de error- con otras herramientas dogmáticas.
El principio de confianza, por ejemplo, se basa en el derecho que toda persona tiene de suponer que sus semejantes se comportarán cumpliendo, a su vez, los deberes de cuidado que le son propios. El individuo que atraviesa una intersección con el semáforo en verde, sujetando su accionar a su propio deber de diligencia, tiene el derecho de suponer que el resto de los conductores no se atravesarán en su camino teniendo el señalamiento lumínico en rojo.
Más claramente, el ejemplo clásico de Welzel[13]: el médico que en medio de una operación quirúrgica le pide a su instrumentista un bisturí, que ésta no había esterilizado convenientemente, y que a causa de su utilización en estado séptico acontece la muerte del paciente.
El principio, nacido de la jurisprudencia alemana para casos de tráfico automotor, empero, no es absoluto, y cede frente a indicios claros y concretos que permitan inferir una conducta antirreglamentaria por parte de terceros, cuya falla resulta previsible. De tal suerte, el conductor no podrá ampararse en el principio de confianza en el caso de niños, ancianos o minusválidos, pero esta condición, que hace ceder el principio de confianza a favor del denominado principio de defensa, debería ser conocida “ex ante” por aquel.[14]
[1] Robleto Gutiérrez, Jaime: “Aproximación a la normativa penal de las culturas mayas y azteca”, Revista de la Facultad de Derecho de México, N° 249, 2008, p. 239-252.
[2] Romero Flores, Beatriz: “La imputación objetiva en los delitos imprudentes”, Anales de Derecho, Universidad de Murcia, Número 19, 2001, p. 259.
[3] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “Estructura Básica del Derecho Penal, Ediar, 2009, p.
[4] Cerezo Mir, José: “La influencia de Welzel y del finalismo, en general, en la Ciencia del Derecho penal española y en la de los países iberoamericanos”, disponible en http://www.alfonsozambrano.com/doctrina_penal/280709/dp-influencia_welzel.pdf
[5] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “Estructura Básica del Derecho Penal”, Ediar, 2009, p. 164.
[6] Zafaroni-Alagia-Slokar: “Derecho Penal. Parte General”, Ed. Ediar, 2000.
[7] Martos Núñez, Juan Antonio: “Derecho Penal. Parte General: Fundamentos del derecho penal”, Civitas, Madrid, 2001, p. 41.
[8] Terragni, Marco Antonio: “La imputación en el delito imprudente”, disponible en http://www.terragnijurista.com.ar/doctrina/delito.htm#_ftn2
[9] En contra, Zaffaroni, “Estructura básica del derecho penal”, p. 169 y 170.
[10] Con más una advertencia actualizada al extremo. La edición del diario “El País” de España, de fecha 7 de julio de 2010, da cuenta de una encuesta en la que se patentiza la relatividad de las nociones de sujeto (como portador de roles) y las expectativas sociales de las que aquel es destinatario, a partir de concebir la responsabilidad jurídico penal como derivación del quebrantamiento de un rol: en una de estas sociedades del primer mundo occidental, sólo el 4% cree admisible conducir después de haber tomado unas copas, y el 6,2% lo cree respecto de conducir a exceso de velocidad. Pero el 35,8 % de los españoles admitiría aplicar la pena de muerte en casos de delitos graves.
[11] “Estructura básica del Derecho Penal”, p. 87.
[12] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “Estructura básica del Derecho Penal”, p. 87.
[13] Welzel, Hans: “Derecho Penal Alemán”, Editorial Jurídica de Chile, 11° Edición, 1970.
[14] Romero Flores, op.cit., p. 265.