Sabemos que un sistema de enjuiciamiento y persecución penal no implica nada más (ni nada menos) que un reglamento de la Constitución.
Pero más allá de esta especulación estrictamente jurídica, un código supone una tecnología de poder, con autonomía conceptual propia, que responde a una determinada ideología.
Como es sabido, los sistemas acusatorios, en la mayoría de los casos, intentan sustituir los viejos códigos mixtos en toda la región. La demora en su puesta en funcionamiento ha sido atribuida, intencionadamente, a “problemas de implementación”. Es decir, se ha administrativizado una motivación que es, en la opinión de quien esto escribe, exclusivamente política.
El nuevo código viene a horizontalizar las relaciones de poder dentro del proceso, a democratizar el rol de los distintos actores, a agilizar el sistema de justicia penal en un marco de convivencia social armónica , a consagrar un piso de garantías compatible con una convivencia republicana y, en líneas generales, a adecuarlo a los mandatos constitucionales y al paradigma del Estado Constitucional de Derecho.
Por supuesto, esta apretada síntesis congloba factores de una importancia capital que, tendrán, a no dudarlo, una marcada incidencia social, incluso en la forma de reracionamiento y en la creación de nuevas subjetividades. Pero además, asumirán una relevancia inusual en lo que atañe a la cultura de los operadores del sistema penal.
Esta incógnita –la adaptación de los operadores a las nuevas lógicas del proceso- no puede despejarse hasta tanto el código no se eche a andar.
Pero algunas experiencias de lo que ocurre en otras latitudes y otras provincias podrían aportarnos algunos elementos interesantes a la hora de problematizar algunas cuestiones de la realidad que se viene.
En este sentido, he insistido con las reservas que el nuevo sistema ha merecido a colectivos sociales vulnerables, en cuanto –al no reformularse la psicología y las lógicas de las agencias implicadas- el sistema acusatorio actúa como un acelerador de los procesos de criminalización de las especies sociales más débiles.
En este sentido, debería atenderse la prédica de los colectivos mapuches[1], que, en algún caso, cuestionan esta nueva arquitectura de “máxima eficiencia” punitivista puesta en vigor en Chile. Que en muchos casos se aplica de la mano de una ley de terrorismo que el propio gobierno derechista de Piñera ha prometido reformar, dada su arbitrariedad y represividad manifiesta. El problema es que la Argentina también tiene una ley “antiterrorista”, que fue incluso festejada por algunos criminólogos de ADN ideológico incierto.
Y esta incertidumbre creo que es un aspecto importante para dar el debate. Hay que decirlo claramente a la sociedad: este Código no está hecho para meter más gente en la cárcel. Más bien, está diseñado para lo contrario: para que el imputado espere el juicio en libertad, y existan formas alternativas a la pena para resolver las situaciones problemáticas. Y en la medida que se trasponga esta línea divisoria de neto cuño ideológico, y se procuren, toleren o impulsen excepciones a la filosofía unitaria del sistema, se abrirá la puerta para un derecho penal de excepción, tan brutal como el que nos agobia hasta ahora, sólo que con adelantos tecnológicos y quinta velocidad.

[1] Sobre el particular ver, por ejemplo, http://www.archivochile.com/Poder_Dominante/pod_publi_just/sobre/PDdocsobrepodjudi0013.pdf