Por Eduardo Luis Aguirre*
Mediante pronunciamientos históricos, la jurisprudencia argentina reciente ha caracterizado en términos dogmáticos los crímenes cometidos por el propio Estado en nuestro país, concluyendo que se trató de delitos de lesa humanidad, perpetrados en el marco de un genocidio (Fallos “Etchecolatz” y “Von Wernich”).
Para ello, ha desarrollado un recorrido teórico sin precedentes, que coloca a la política doméstica en materia de Derechos Humanos a la vanguardia de la mayoría de los países del mundo, a la vez que despeja las dificultades conceptuales que planteaba el tipo penal de genocidio, en tanto novedoso y brutal legado de la modernidad.´
En primer lugar, debemos destacar que, para superar el hiato que se deriva de la redacción del propio tipo, en lo que atañe a "la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal", que además lo distingue de otros crímenes contra la humanidad (CONUG, artículo II, y Corte Penal Internacional, artículo 6º), se concluyó en “Etchecolatz” – en coincidencia con la doctrina más autorizada y el aval de la jurisprudencia de los tribunales internacionales especiales- que “la intención necesaria podría ser inferida de las circunstancias que rodean a los actos en cuestión”.
Esas “evidencias circunstanciales” implican “una serie de factores y circunstancias, como el contexto general, la perpetración de otros actos culposos sistemáticamente dirigidos contra el mismo grupo, la escala de las atrocidades cometidas, el hecho de escoger sistemáticamente a las víctimas en razón de su pertenencia a un grupo determinado, o la reiteración de actos destructivos o discriminatorios” (El Fiscal contra Jelisic, Fallo, Sala de Apelaciones, Párrafo 47, TPIY, citado por Bjornlund, Matthias; Markusen, Eric; Mennecke, Martin: “¿Qué es el genocidio?”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genociodio. La Administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 32 y 33).
Otra cuestión relevante que se salda, se vincula con la determinación del concepto de “grupo de víctimas”. Así, basta que la intención criminal se extienda sólo a una parte del grupo racial, étnico, nacional o religioso, y su delimitación a un determinado ámbito: un país, una región o una comunidad concreta, cuestión ésta fundamental al momento de caracterizar el genocidio argentino.
Con todo, la delimitación esencial del concepto de grupo de víctimas no ha sido pacífica. Benjamín Whitaker advertía en su trascendente informe sobre la necesidad de una reforma de la Convención de la Organización de las Naciones Unidas sobre Prevención y sanción del Delito de Genocidio (CONUG), porque “dejar a grupos políticos u otros grupos fuera de la protección de la Convención ofrece un pretexto considerable y peligroso que permite el exterminio de cualquier grupo determinado, ostensiblemente bajo la excusa de que eso sucede por razones políticas” (Whitaker, Benjamin: “Revised and Updated Report on the Question of the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide”, p. 19, citado por Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 35).
Ello así, toda vez que “mientras en el pasado los crímenes de genocidio se cometieron por razones raciales o religiosas, era evidente que en el futuro se cometerían por motivos políticos (…) En una era de ideología, se mata por motivos ideológicos” (Informe E/CN, 4/Sub.2/1985/6 (Informe Whitaker) p. 18 y 19, citado por Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 48).
La sentencia dictada en “Etchecolatz” se anticipa de manera consistente, además, a cualquier impugnación con respecto a eventuales violaciones del principio de congruencia. Etchecolatz no había sido indagado por el delito de genocidio, por lo cual la sentencia destaca que los hechos juzgados y comprobados, habían sido cometidos “en el marco” de un genocidio, sugiriendo además que fuera ésta la figura escogida para avanzar en la persecución de los represores en los juicios sucesivos.
También resulta particularmente relevante que el pronunciamiento en cuestión recuerde que las definiciones jurídicas de genocidio incluyen cualquiera de las siguientes conductas, perpetradas con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo ; e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo
Hechas estas reflexiones, dejemos que la sentencia siga expresando la forma en que construye la existencia del referido “grupo nacional”, víctima del genocidio.
“Ya en la sentencia de la histórica causa 13 se dio por probada la mecánica de destrucción masiva instrumentada por quienes se autodenominaron Proceso de Reorganización Nacional. Así, en la causa 13/84 donde se condenó a los ex integrantes de las Juntas Militares se dijo: El sistema puesto en práctica -secuestro, interrogatorio bajo tormentos, clandestinidad e ilegitimidad de la privación de libertad y, en muchos casos eliminación de las víctimas-, fue sustancialmente idéntico en todo el territorio de la Nación y prolongado en el tiempo”. Nótese que la decisión deja en claro que la eliminación de las víctimas no constituye un elemento sine qua non para la perpetración del genocidio, que puede configurarse a partir de las restantes prácticas que se enumeran en el mismo párrafo, en tanto las conductas integran una planificación previa, sistemática, discriminada y unitaria de aniquilamiento, un dato central no asumido por las tendencias jurisdiccionales previas.
“Es precisamente a partir de esa aceptación –sigue diciendo el fallo Etchecolatz- tanto de los hechos como de la responsabilidad del Estado argentino en ellos, que comienza, a mi entender, el proceso de producción de verdad sin el cual sólo habría retrocesos e impunidad. Obviamente que dicho proceso estuvo sujeto todos estos años a una cantidad enorme de factores de presión cuya negación resultaría ingenua, pese a lo cual tanto en el ámbito nacional como en el internacional, se lograron avances significativos en la materia”.
Esos “avances significativos” a los que hace mención la sentencia, supusieron en realidad un avance de la conciencia de la sociedad argentina, del derecho como productor de verdad y, sobre todo, un progreso en vastos sectores de la agencia judicial, históricamente asociada al pensamiento conservador, cuando no complicada con gobiernos de facto y las doctrinas jurisprudenciales más conservadoras.
Si se hace hincapié en las peculiaridades que los perpetradores asignaban a las víctimas, en general militantes de pensamiento crítico, autónomo, en definitiva opositor a la oscurantista impronta ideológica dictatorial, es indudable que se trataba de un “grupo” percibido como amenaza de supuestos “valores”, “occidentales y cristianos”, que cesaría como tal únicamente a partir de la eliminación de estos agregados particularmente dinámicos (Feierstein: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica”, Buenos Aires, 2008, p. 51 y 58).
Justamente por estas condiciones, la eliminación “en todo o en parte” de ese grupo nacional, implicaba una alteración de las relaciones sociales preexistentes y su sustitución por nuevas formas de relacionamiento social.
Esta elección premeditada y discriminada de las víctimas por parte de los perpetradores, confiere a las conductas el indudable carácter de prácticas sociales genocidas. Porque en el delito de genocidio, son los propios perpetradores los que identifican y constituyen al grupo de víctimas: “A decir verdad, esta identificación negativa en términos de construcción de otredad, que fue lo que permitió que el grupo nacional fuera construido por los propios perpetradores...”. “Eran "los enemigos del alma argentina", tal como los denominaba el General Luciano Benjamín Menéndez, imputado en esta Causa, que, por alterar el equilibrio debían ser eliminados”, establece el pronunciamiento del TOF 1 de la Plata, determinando que no se está en el caso sometido a su jurisdicción “ante una mera sucesión de delitos sino ante algo significativamente mayor que corresponde denominar genocidio”: el plan sistemático de exterminio.
Es importante recordar de qué manera, desde lo simbólico, los militantes de cualquier causa potencialmente desestructurante del credo conservador, eran presentado como un peligro, un riesgo concreto a nuestro bienestar y nuestra seguridad. Una jerga compatible que se adueñaba de sentidos engañosos, tales como “subversivos”, “terroristas”, “bandas” o sencillamente “delincuentes”, para estigmatizar justamente a aquellos que esta tecnología de poder quiso –y logró- incorporar a las retóricas mundanas.
Si la sola existencia de estas personas era capaz de poner en riesgo nuestra existencia y convivencia -según esas lógicas genocidas- su eliminación, “aniquilamiento” o “extirpación” del cuerpo social, estaba justificada.
Como ya lo hemos reseñado, es necesario al momento de analizar las prácticas genocidas prestar también atención a la evolución que han registrado las grandes matanzas y exterminios a través de la historia.
De esa manera, podremos observar más claramente la tajante distinción de la condición de perpetrador y víctima que caracterizaba a este tipo de hechos en el pasado, donde estos últimos grupos pertenecían generalmente a comunidades exteriores a las fronteras de las ciudades e incluso de las ciudades- estados, reinos o imperios. Estos aniquilamientos se llevaban a cabo, en general, para deteriorar con la matanza el número de potenciales guerreros de los ejércitos derrotados, por motivaciones de expansión territorial, religiosas o económicas, como es el caso de los procesos coloniales que devastaron a los pueblos originarios americanos. Incluso, por motivaciones psicosociales asociadas al temor al crecimiento de ciudades- estados rivales que pudieran aprovecharse del ocaso de potencias imperiales, lo que parece explicar, por ejemplo, el ataque y la destrucción de Cartago por parte de los romanos (Chalk, Frank; Jonassohn, Kart: “Historia y sociología del genocidio”, Editorial Prometeo, 2010, p.65 y 109).
No obstante estos antecedentes, a partir del siglo pasado los genocidios victimizaron -en la mayoría de los casos- a grupos nacionales convivientes dentro de las fronteras del mismo Estado agresor, y el objetivo de los agresores comienza a centrarse en la eliminación de grupos (no necesariamente minoritarios, aunque en la mayoría de los casos lo fueran) concebidos como diferentes por razones étnicas, culturales, políticas o ideológicas, que son percibidos como amenazas para los sistemas de creencias hegemónicos.
Vale decir que, en lo que concierne a la identidad, es la pertenencia a algo común, apreciada por los agresores, lo que construye a los enemigos y las víctimas “Un terrorista no es solo el portador de una bomba o una pistola, sino también quién difunde ideas contrarias a la civilización cristiana y occidental” (Jorge Rafael Videla a The Times 4-01-1978).
Por supuesto que se trataba (también) de un grupo de “nacionales”, pero estaba mucho más claro que para los genocidas eran fundamentalmente un colectivo político diverso en sus bagajes teóricos y su praxis, por ende, integrantes de una “amenaza” respecto de un “modo de vida”, y finalmente, “enemigos”.
Por lo tanto, no cabe duda de que además de agredir a un grupo nacional, las prácticas genocidas se llevaron a cabo, también, contra un grupo político.
Las fuerzas represivas consideraron que además de la estigmatización y la eliminación de los grupos insurgentes, era también una cuestión de resolución inexorable el hostigamiento, la violación de derechos y hasta el aniquilamiento de sectores de la población civil que incluía la “periferia”, los “brazos políticos”, los simpatizantes, los trabajadores, sindicalistas, intelectuales o estudiantes que pudieran llegar a poner en crisis o cuestionar los métodos de la denominada “guerra sucia”, o incluso a cualquier persona de la comunidad.
Este es el rol del genocidio en tanto tecnología de poder destinada a deconstruir determinadas formas de organización social y sustituirla por otra. La frase del general Ibérico Manuel Saint-Jean caracteriza esta concepción con mayor precisión: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después... a sus simpatizantes, enseguida... a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente a los tímidos” (gobernador de facto de la Provincia de Buenos Aires, disponible en http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article2917). En este mismo sentido se pronunciaba el General Acdel Vilas, a cargo del denominado “Operativo Independencia”, llevado a cabo en la Provincia de Tucumán, con el objeto de “aniquilar” el accionar del Ejército Revolucionario del Pueblo: “Mientras volaba, acercándome, cada vez más, al que sería por espacio de casi un año mi trinchera de combate, repensaba las palabras que un especialista del glorioso ejército francés en Argelia escribió en su libro –que lo fue de cabecera en mi andadura tucumana, que era Subversión y Revolución... En las medulosas consideraciones del oficial galo se encontraban resumidas mis propias ideas y preocupaciones respecto de las operaciones que a corto plazo y luego de un siglo de paz, incidiría la brigada contra el más peligroso y mortal de los enemigos del país: el marxismo” (“Tucumán, enero a diciembre de 1975”, disponible en http://www.nuncamas.org/investig/vilas/acdel_00.htm)
Por otra parte, el derecho internacional ha delimitado claramente cuándo se está ante crímenes contra la humanidad, a los que identifica como una serie de actos inhumanos, incluidos el homicidio intencional, el encarcelamiento, la tortura, la persecución y la desaparición forzada, cometidos como parte de un ataque generalizado o sistemático contra cualquier población civil, tanto en tiempos de guerra como de paz, llevados a cabo por motivos políticos, raciales o religiosos.
Es decir, cuando este tipo de actos se cometen de manera sistemática o a gran escala, dejan de ser crímenes comunes para pasar a subsumirse en la categoría más grave de crímenes contra la humanidad.
* Profesor Regular de Derecho Penal de la Universidad Nacional de La Plata y la Universidad Nacional de La Pampa.