Por EduardoLuis Aguirre.
La clase media es uno de los objetos de análisis que más desvelos ha causado a la sociología desde su aparición como tal, o desde su delimitación convencional como sujeto colectivo dentro del sistema capitalista temprano.
Históricamente ligada a los servicios, a los pequeños emprendimientos industriales, comerciales o financieros, a los profesionales prósperos del capitalismo o a los rentistas, su particular y endeble inserción en la estructura de clases moldeó sus hábitos, su sistema de creencias y su escala de valores.
En suma, su cultura, orgullosamente exhibida –en nuestro país- como pura descendencia de “los barcos”, y fervorosamente despreciativa de lo criollo y lo indígena. Una cultura que hace un culto del esfuerzo individual, el ahorro, la educación y el trabajo como forma de ascenso social.
También forman parte de ese bagaje cultural sus miedos (que encubren un temor fundante, mayor, al descenso social, a la caída, a perderlo todo) , su desconfianza frente a los cambios, por ende su mayoritario conservadurismo y una permanente actitud tributaria respecto de las clases dominantes, con las que se identificó históricamente, pese a ser uno de los sectores que también sufren la expoliación y la explotación capitalista y la dependencia imperial, casi tanto como los sectores subalternos a los que tanto desdeña y anatemiza.
Dice Ezequiel Adamovsky : “ En el fértil suelo que ofrecía esa sociedad compleja y cambiante fue arraigando lentamente, a partir de los años veinte, la identidad de "clase media". Imaginarse como "clase media" ofrecía a muchos la posibilidad de reclamar para sí la respetabilidad tan ansiada; aunque no pertenecieran a la élite, podían de ese modo dejar en claro que tampoco eran parte de la chusma de clase baja. Pero la nueva identidad no surgió de modo casual ni espontáneo. La expresión "clase media" comenzó a ser utilizada por ciertos intelectuales a partir de 1920 con fines políticos precisos” [1]
Fue enemiga tenaz de Yrigoyen, pese a que aquel primer movimiento histórico incluyó a sectores importantes de medianos y pequeños productores rurales a la vida económica y social argentina. Abjuró del peronismo y de Eva –justamente por su imperdonable origen-, apoyó en su mayoría cuanto golpe de estado reivindicara –como ella- el “orden” y el progreso, y asumió como propios los intereses de la oligarquía. Gran parte de ella fue insolidaria, individualista, increíblemente manipulable e hipócrita. Sus narrativas y creencias estuvieron y están condicionadas de manera decisiva por el miedo. El miedo al “afuera”. A lo que excede al clan. Al extraño. Al que puede intentar sacarle lo que ha conseguido a través de una existencia sacrificial exenta de todo eudemonismo. Aquello que Julio Mafud definió como una cuestión anal: lo que la obliga a cerrarse sobre sí mismo y tomar lo que viene de afuera como una probable agresión[2]. Eso ayuda a comprender su prédica reaccionaria sobre la seguridad, su rechazo a la visibilización en el paisaje social de nuevos agregados que preferiría que no existieran. “Piquete y Cacerola, la lucha es una sola”, el hit de clase media durante la crisis de 2001, duró lo que tardaron los sublevados de Santa Fé y Salguero en recuperar sus ahorros. Poco tiempo después, salieron a reclamar que se reprimiera a la protesta social porque impedía que “la gente” transitara “libremente” por las calles. La “gente trabajadora”. La gente como ellos.
No puede extrañar entonces, que un sector social de estas características se nutra de la prédica de Perfil, Clarín, Radio Continental o TN para repetir la prédica cotidiana de la reacción. Y también de La Nación, el diario histórico de la rancia oligarquía rural.
Los viejos reaccionarios del capitalismo welfarista, las anteriores generaciones de “esta” clase media, reivindicaban a las “Selecciones del Rider´s Digest” como fuente de toda razón.
Poco ha cambiado y nada nuevo parece haber bajo el sol.
No es difícil explicar su actitud refractaria respecto del gobierno nacional, y su recurrencia obsesiva a recalar en la anécdota, lo episódico, lo dudosamente relevante o hasta los inextricables giros culturales que basan su rechazo a la Presidente en aspectos cosméticos que se exhiben y verbalizan - amañada aunque previsiblemente- en formato de airadas aunque elementales proclamas éticas.
En realidad, lo que la aterroriza en su inconsciente colectivo es la profundidad inédita de los cambios acontecidos desde hace un lustro, en particular la política de DDHH, que antes toleraba mimetizada con la corriente cultural hegemónica, luego comenzó a criticar en sordina, y ahora vitupera a voz en cuello. Todo con una suerte de desafiante jactancia a la hora de (no) percibir la agudización de las contradicciones fundamentales. Como si las coordenadas más relevantes de la historia presente no estuvieran vinculadas a ellas ni formaran parte de sus problemas.
Le importa más una valija que la estatización de las AFJP, a las que probablemente haya recibido con beneplácito porque implicaban, también, a “sus” ahorros y sus jubilaciones futuras. Preocupa más la infeliz e inoportuna compra de un inmueble que el fabuloso proceso de recuperación económica del país, la acumulación primitiva de capital sin precedentes o la inclusión de millones de argentinos al mercado de trabajo o al turismo. Ni hablar de la asignación por hijos (respecto de la que sospecha de un vaciamiento de las cajas para “mantener vagos”), la recuperación de AA, y el límite a los monopolios, con los que se solidariza. O la conformación de una Corte Suprema de prestigio mundial.
Su estado de ánimo permanente y preferido es el nihilismo y la desconfianza. Su actitud, una recurrente observación calculadora, con los escasos elementos conceptuales de que dispone, de la realidad social. Y una sospecha permanente respecto del “otro”. Con mucha mayor razón si no reconoce en el horizonte político - generalmente por sus propias limitaciones analíticas y la hoquedad de sus discursos y la banalidad de su vida cotidiana-avance idealizado hacia el “progreso”, la “honestidad”, la “paz”, el “consenso” o la ética, que como exigencia universal corre para todos menos para ella. Generalmente ha sido “impolítica” o “antipolítico”, para no “contaminarse” con los políticos, a quienes intuye como una suerte de plaga bíblica. Trato que, por supuesto, no dispensó históricamente a Uriburu, Onganía, Lanusse, Videla o Masssera.
La realidad actual no es sino la prolongación de este ethos cultural “anti K”, remanido y.brutal, que se expresa en lo que José Pablo Feinmann denomina “el discurso tachero”.
Para ello, no hay más que mirar el facebook en contra de 6,7,8, el programa político de la televisión pública, impulsado por un variopinto de jóvenes del medio pelo jauretchiano, o el abarrotamiento de los posteos en los diarios convencionales –o aún los “alternativos”- que repiten los insultos que recibía el primer peronismo de parte de La Prensa hace 5 ó 6 décadas.
“Pero el principal mérito que tiene la antipolítica para el clase media es mucho más profundo: es simple. Es más fácil escribir comentarios en los foros de lectores de los diarios online o salir a la calle batir cacerolas o gritar “QUE ALGUIEN HAGA ALGO!” que sentarse a pensar una solución factible para un problema, y después llevarla adelante por carriles institucionales. Es más sencillo farfullar “SON TODOS CHORROS!” que analizar la trayectoria de gestión de distintos funcionarios. Y es mucho más simple insultar desde la tribuna que asumir responsabilidades”[3].
Este no es un fenómeno con epicentro originario en la Argentina, porque la clase media permite un análisis histórico global, por cierto que esclarecedor: “La simple constatación de la naturaleza reaccionaria del fascismo no permite el desarrollo de una política opuesta que resulte efectiva, como se demostró ampliamente con los sucesos ocurridos entre 1928 y 1942. La clase media se involucró en los acontecimientos e hizo su aparición como fuerza social a través del fascismo. Por lo mismo, lo que importa, no son los propósitos reaccionarios de Hitler o de Göering, sino los intereses sociales de los diversos estratos de la clase media. Dadas las características de su estructura, la clase media posee un poder social que supera ampliamente su importancia económica. Se trata de la clase encargada de preservar nada menos que millares de años de patriarcado y de perpetuarlo con todas sus contradicciones”[4]. Es decir que gran parte de la clase media se ha embarcado en cuanta aventura antidemocrática y totalitaria ha irrumpido en la historia de la humanidad. Nuestro pago chico es, también, una muestra gratis que corrobora esta tesis. La conjura por el orden en una sociedad atravesada justamente por desproporcionados mecanismos de control social formal e informal, constituye una evidencia de este comportamiento autista que no se representa que nada nos asegura que otra escalada fascista no vaya a triunfar nuevamente por la vía de la democracia del sufragio (que tal vez en buena medida esté representada en términos electorales por estos mismos sectores).
Mientras la derecha se une, como siempre ha ocurrido, usando a esta clase media como mascarón de proa, el campo popular –como también ha acontecido desde siempre- tiende a atomizarse por prejuicios también propios de su condición y pertenencia de clase. Su individualismo, su excesivo dogmatismo, la reivindicación de su biografía químicamente pura o la imposibilidad de disimular sus diferencias con el “otro” a la hora de construir un proyecto común, marcan sus límites objetivos para articular una alternativa política superadora. Esa costumbre de bailar en la cubierta del titanic no es tampoco un hallazgo de la tardomodernidad. No hay más que recordar la multitud de partidos, agrupaciones, corrientes o espacios en que se dividía la izquierda en la década del 70, mientras se gestaba el golpe militar más sangriento de la historia, también dado en nombre de la restauración del orden que la clase media aplaudió o toleró, al menos mayoritariamente. Ahora no es la postura frente a la lucha armada, o frente a uno u otro proceso socialista internacional lo que pone a prueba la capacidad de articular un proyecto común, sino la tolerancia y la capacidad de convivir con las diferencias, identificando correctamente a aliados y adversarios. Que es como distinguir lo principal de lo accesorio, lo importante de lo relativo.
Lo que denominábamos “el campo popular” , está desmovilizado (lo que no debe sorprender en la tardomodernidad, donde los metarrelatos y una sensación generalizada de que se vivía en un mundo injusto posibilitaban niveles de organización y participación hoy en crisis), desarticulado, quizás porque intuye una derrota discursiva .
Adquiere entonces una indudable vigencia la incógnita no despejada de Lenin respecto de “qué hacer”.
Lo primero que deberíamos admitir es que, puestos a analizar la vertiginosidad de los hechos y los cambios, es el Gobierno la única usina de gestión que promueve y lleva adelante (con sus contradicciones y sus incompletitudes) un proyecto nacional y popular, de capitalismo inclusivo. Nada más y nada menos que eso. Y que, contrariando todos los prejuicios previos, parece ir por más, en lo que a mi entender constituye el dato más significativo en términos políticos.
Lo segundo, es que la derrota discursiva es reversible en la medida que propiciemos el debate político como forma de contención de las gramáticas neoconservadoras, cada vez más desembozadas y brutales (allí están las pistolas eléctricas de Macri).
Eso precisa del conjunto de la militancia política y social, galvanizada detrás de acuerdos mínimos sobre puntos esenciales, ejercicio de tolerancia básico en el que se debe fatalmente coincidir, a riesgo de mandar todo al diablo. Lo que no será fácil, como nunca lo fue.
Ahora bien, independientemente de las dificultades que tenemos con "nuestros" tropos discursivos, inexorables y al parecer ininteligibles con el paso del tiempo, yo insisto en que la disputa por las narrativas no puede quedar librada a las intervenciones de intelectuales, periodistas o comunicadores amigos.Eso sería no entender qué rol debe cumplir la política en el proceso más rico y radicalizado de los últimos 50 años en la Argentina. Cuál sería su lugar, en última instancia.
Pero para generar una construcción política es necesario deponer egos (en mi caso, no los tengo) y dogmas (sí los tengo), poner con profunda y sincera humildad 4 ó 5 puntos fundamentales sobre el tapete, y comenzar a debatirlos entre todos.
Está claro que no sobra tiempo para ensanchar esa base social: mucho de lo que está en juego se dirimirá entre 2010 y 2011.
Para colmo de males, la crisis internacional amenaza con nuevas réplicas estructurales que seguramente querrán hacernos pagar una vez más.
Habrá que lanzarse a la construcción de espacios amplios, amplísimos, aprovechando la reconstitución de los lazos de solidaridad y el sentido de pertenencia social, en buena parte recuperados en los últimos años. Y disimular las neurosis rupturistas de las minigestas maximalistas, cargadas para peor de una violencia verbal y un sectarismo infantilista. No hay espacios para ese tipo de aporías.
Si bien la mayor parte de la clase media está tan anestesiada como de costumbre, y mucho más a partir de la forma en que le han hecho introyectar el fenómeno del kirchnerismo, es imprescindible dar esa batalla cultural sobre los grandes temas, los más cruciales.
¿Qué no es posible poner en crisis el discurso represivo frente a la “inseguridad”? Veamos. Probemos. Vayamos a los barrios, internémonos en las instituciones y redes sociales y pidamos un espacio para discutir la seguridad.
¿Que no será sencillo remover la gigantesca maquinaria propagandística del establishment respecto de las medidas más trascendentales
del gobierno? Seguramente no será fácil, pero intentemos al menos un ejercicio de “acción comunicativa” (habermasiana), de contraculturación sobre cada uno de ellos.
Hay otra razón para intentarlo: la desagregación del campo popular posibilita como nunca antes el desánimo e instala discursos regresivos; por lo tanto, hace más difíciles las transformaciones, cualesquiera que fueran, yprecipita la derrota y el retroceso de las mayorías. No creo que nadie piense, honestamente, que por drásticos que fueran los cargos que pudieran hacérsele al gobierno, daría lo mismo que ganara el duhaldismo, De Narváez o Macri.
En todo caso, vamos a acercar preguntas y no respuestas. Es obvio que -salvo que se quiera dinamitar los puentes- esos puntos no pueden intentar saldar a priori si la deuda es legítima o ilegítima, si el gobierno debe o no ir ahora mismo por la renta minera (y si no va es neoliberal), si existe corrupción en el Estado, o mucho más acá, cuánto salen los timbos de CFK. El gobierno es el gobierno y cada cual puede tomar la postura que le plazca de acuerdo a sus convicciones. Eso es la base de la tolerancia y la alteridad reclamada.
Porque atravesamos un contexto de urgencias objetivas: fluyen por toda la región intentonas destituyentes, y ya se escuchan, cercanos, sordos ruidos de corceles y de acero: el Imperio contraataca.
[1] Disponible en http://www.revista-noticias.com.ar/comun/nota.php?art=2144&ed=1727.
[2] “Sociología de la Clase Media Argentina”, Distal, 1ª Ed, 1985.
[3] www.declasemedia.com.ar
[4] [4](Wilhelm Reich: “La psicología de masas del fascismo (I), disponible en Corriente Praxis, http://www.corrientepraxis.org.ar/spip.php?article176
"LA CLASE MEDIA VA AL PARAÍSO".
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