Un artículo del Profesor Julio B. J. Maier
1. Introducción. Hoy es prácticamente un lugar común la afirmación y el intento de explicar la “crisis del Derecho penal”[1], expresión que no sólo contiene al Derecho penal material propiamente dicho, sino, también, al Derecho procesal penal —inclusión en la que yo he creído durante toda mi vida jurídica universitaria y práctica— y, además, a la ejecución penal, según estimo con menor grado de certeza, a causa de mi conocimiento meramente vulgar del tema.
[1] Sobre ello hubo una reunión universal de juspenalistas, organizada por la Fundación Alexander von Humboldt de la República Federal de Alemania, cf. Hirsch, Hans-Joachim (compilador), Krise des Strafrechts und der Kriminalwissenschaften? (Tasgungsbeiträge eines Symposiums der Alexander von Humboldt-Stiftung veranstaltet vom 1. bis 5. Oktober in Bamberg) [R.F.A.], Ed. Duncker & Humblot, Berlín, 2001; en el mismo sentido descriptivo de esa crisis y en idioma castellano, Silva Sánchez, Jesús-María (citado en la nota anterior al pie), caps. 1, 2 y 3, ps. 17 y ss.; y el libro de Jakobs, Günther – Cancio Meliá, Manuel, Derecho penal del enemigo, Ed. Civitas, Madrid, 2003. La repercusión de esa crisis en trabajos científicos en la República Argentina ha sido escasa: posiblemente haya que nombrar en primer término al discurso del que hoy es nuestro mayor penalista, al recibir el título de doctor h. c. de manos del Sr. Rector de la Universidad de Castilla-La Mancha, discurso cuyo manuscrito tengo en mis manos, El derecho penal liberal y sus enemigos; luego conozco por publicación el trabajo de Niño, Luis Fernando, Sobre el futuro de la dogmática jurídico-penal, Cuadernos de Política Criminal, nº 55, Madrid, 1995, cuando aún la cuestión, si bien ya insinuada, no había explotado del todo, al menos entre nosotros; y el trabajo de Lascano, Carlos Julio (h), El „derecho penal para enemigos“ y las garantías constitucionales, www.eldial.com/edicion/cordoba/penal/indice/doctrina/cp031016-b.asp, del 16/10/2003, Ed. Albremática, Buenos Aires, 2003; y, por manuscrito, conozco también, al comenzar estas líneas, el trabajo de Pastor, Daniel, El Derecho penal del enemigo en el espejo del poder punitivo internacional (en prensa, Homenaje a Jakobs en Argentina); en la América hispánica no se puede ignorar el trabajo de Aponte, Alejandro, Derecho penal del enemigo vs. Derecho penal del ciudadano. Günther Jakobs y los avatares de un derecho penal de la enemistad, cuyo manuscrito castellano poseo y cito, y que, según confesión del mismo autor, constituye el núcleo fundamental de su tesis doctoral, publicada en la Rep. Fed. de Alemania, Krieg und Feindstrafrecht. Überlegungen zum “effizienten” Strafrecht anhand der Situation in Kolumbien, tesis dirigida por el Prof. Dr. Alejandro Baratta, recientemente fallecido.
Más aún, creo también que todos los interesados coinciden en más o en menos —pero mucho más en más que en menos— en el diagnóstico, esto es, en la descripción de la situación real que el Derecho penal atraviesa. Esa situación real es la que pretendo señalar conceptualmente bajo los próximos números, mediante una somera descripción del “paisaje penal” actual.
El diagnóstico en sí no parece ser, entonces, el problema, aun cuando convenga describirlo por sus características básicas. Por lo contrario, la solución política es el problema en sí mismo. Unos aceptan este estado de cosas como inevitable, pretenden explicarlo y hasta justificarlo, al menos para evitar la “infección” del Derecho penal llamado nuclear o normal (este último adjetivo por comparación con el supuesto pretendidamente de excepción)[1]; otros, aunque de distintas maneras, no aceptan esta situación[2] y algunos todavía se animan a exponer ciertas recetas para superarla[3]. Yo, como entenderán al final, soy excesivamente pesimista —visión extendida al mundo político-cultural en general—, creo que presenciamos el comienzo de la muerte del paradigma de Descartes, para reemplazarlo por algo así como “tengo poder, luego existo”[4] y, conforme a ello, prefiero retirarme a tiempo del mundo intelectual, pues las únicas soluciones que hallo al problema tampoco me satisfacen, probablemente porque no soy capaz de imaginar —o de afirmar— claramente otro tipo de relación social entre los seres humanos que aquella que ha constituido mi trasfondo de vida y otro tipo de organización social distinta a aquella en la cual existí y aún existo.
No fui, ni soy, un abolicionista, en cualquiera de sus acepciones posibles[5], pues si lo hubiera sido o lo fuera hoy en día, tendría solucionados, al menos intelectualmente, gran parte de mis dudas e imprecisiones tanto en mis afirmaciones relacionadas con el Derecho penal que quisiera defender, como con la organización social que le sirve de soporte. Por lo contrario, me atrevo a anticiparles en esta introducción que, considerar que algunos seres humanos son distintos de otros o —mejor dicho— que deben ser tratados de distinta manera —unos como ciudadanos, otros como enemigos, para exagerar la contraposición con el idioma[6], o como individuos distintos de la persona o sujeto de derechos, con renuncia evidente al principio liberal de igualdad ante la ley[7]—, no desarrolla un concepto distinto — tampoco prácticamente— que aquello que el mundo social conoce como la división entre incluidos y excluidos, categorías que, en los llamados antiguamente países en desarrollo o del tercer mundo, y hoy emergentes, parten por mitades al conjunto de la sociedad[8] entre ricos —o, al menos, satisfechos— y pobres, para decirlo con pocas —pero demostrativas— palabras. Sólo así, si se considera a ciertos seres humanos como inferiores, como integrantes de la sociedad nacional que constituye un Estado, pero excluidos de sus beneficios o de los derechos reservados a otros (como enemigos frente a los ciudadanos), se puede comprender un trato desigual de unos con respecto a otros por parte del orden jurídico o, si se quiere, la coexistencia de dos estatutos jurídicos materiales y formales diversos en una misma organización, uno para los socios plenos y otro para aquellos disminuidos[9].
Pero expresadas las cosas como enfrentamiento —más que como distinción— entre estamentos sociales, uno de cuyos derechos penales está representado por una guerra o lucha entre enemigos, el riesgo evidente, quizás no advertido por los sostenedores de la teoría, consiste en que el enemigo sea el que triunfe en el combate —o guerra—, con lo cual los otros, presumiblemente quienes elaboran la teoría por estimarse a sí mismos presuntos triunfadores, serían —o pasarían a ser— los destinatarios del Derecho penal del enemigo, a partir del día de la derrota, y sólo tendrían —como aquél hoy— escasas posibilidades frente a él, casi diría, dos únicas acciones posibles: huir, mientras exista esa posibilidad y en la medida de lo posible[10], o combatir de nuevo, pero ahora desde una posición sin privilegios, paraestatal, negativamente normativa. Pues en esa explicación el “enemigo” actual, también considera a los “fieles” al orden jurídico establecido, naturalmente, “su enemigo” y, en consecuencia, aplicará las mismas reglas si vence en el combate, a partir de ese día. Ello muestra que ese planteo puede derivar, eventualmente, en una regulación normativa a la cual resulta difícil llamar Derecho, en el sentido tradicional que le damos al término, unido al concepto de “justicia” o de “solución de conflictos sociales” y separado del de “banda de malhechores” o de “bandos en disputa”. Creo que la confianza ingenua de la sociedad llamada occidental en plantear las cosas de esta manera, porque espera ganar la guerra siempre, “a la larga” —esto es, en el mediano y largo plazo, que yo no sé establecer en unidades de tiempo—, carece de sentido y no es razonable[11].
Resta aún por expresar un argumento acerca de la necesidad de la igualdad de trato —o en contra de la desigualdad—, desde el punto de vista conceptual[12]. La división de estatutos, uno para el amigo y otro para el enemigo, parte de la base de la posibilidad a priori de reconocerlos, de distinguir con certeza a ambas categorías de seres humanos, esto es, por el uniforme, como si se tratara de una guerra convencional y antigua, o por la camiseta, tal como sucede en un partido de fútbol. Pero la realidad muestra que esa línea divisoria tajante no sólo empíricamente, sino también conceptualmente, resulta irreal e imposible. El resultado final consiste en que aquel estatuto teóricamente de excepción, pensado para el enemigo, termina aplicándose al amigo (ciudadano), de conducta ocasional desviada o hasta inocente. Recuérdese que sólo conocemos esta realidad a través del procedimiento penal, con todas sus reservas e improlijidades, y que dentro de él también existe un Derecho procesal penal para el ciudadano y otro para el enemigo, realidad que indica la necesidad de una distinción a priori. Ello sucede, además, en una extensión ingobernable, que ya ha sido catalogada como inflación del Derecho penal[13].
De tal modo, perplejidad es lo que yo siento subjetivamente al alejarme del Derecho penal, perplejidad ante la doble personalidad del Derecho penal y del Derecho procesal penal actuales, que me resultan, según yo creo, objetivamente esquizofrénicos: por un lado, ellos representan el resultado y son los defensores del Estado de Derecho, miran al pasado y a sus hechos y quieren castigar por ellos a quienes no obraron de conformidad con ciertas reglas mímimas y básicas; por el otro, ellos se orientan actualmente hacia la destrucción de esa forma de Estado, hacia la afirmación de un “peligrosismo” bien próximo al positivismo orgánico y criminológico del siglo XIX, miran al futuro y quieren preverlo y prevenir resultados no deseados, pero meramente eventuales[14]. Una auténtica personalidad que inmortalizó Stevenson en la literatura inglesa mediante los célebres personajes del Dr. Jekyll y de Mr. Hyde[15].
1. La crisis
No me preocupa ahora desarrollar la crisis conforme a parámetros comunes entre los académicos, que la organizan para su intelección mediante clasificaciones básicas[16]. Otros lo han hecho antes y seguramente mejor que yo. Prefiero anotar los fenómenos directos que yo, antiguo cultor de un Derecho penal con características distintas, el Derecho penal que, al menos, creía liberal, procedente de un Estado de Derecho y de su forma de comprender al poder penal del Estado, enseñaba con cierta modestia y con alguna congoja. Ese Derecho penal había nacido con su institución madre, la pena estatal, producto de la creación del Estado-nación, al comienzo puro poder político, luego maniatado por reglas jurídicas, transformadas en Derecho penal, como resultado de una verdadera composición entre la Ilustración y el conservadorismo viviente aún en el siglo XIX[17]. Ese Derecho penal, cuya partida de nacimiento todos conocemos, así como conocemos su razón de ser (domesticar al poder soberano, expresado por su forma más violenta, mediante reglas jurídicas que lo limitan en su ejercicio, pero, al mismo tiempo, lo reconocen y legitiman), que por y para ello transfiere el uso de la fuerza —salvo un caso genérico específico fundado en la necesidad— al poder político centralizado, con la finalidad de evitar la reacción directa del ofendido, cuyos principios y características todos hemos debido declamar como una oración en una ceremonia religiosa[18], está siendo hoy en día, aun sin nombrarlo, objeto de enormes cambios que, si bien no pretendo agotar, si quiero destacar como características salientes.
a) Tras Ferrajoli, yo ya he advertido acerca del abandono del carácter subsidiario del Derecho penal, fenómeno que, con él, he preferido llamar de modo afirmativo “inflación” —por sus virtudes definitorias, al menos en nuestro país y para quienes integran mi generación— y señalado también sus consecuencias, especialmente como determinante directo del Derecho procesal penal y de la práctica judicial en materia procesal penal[19]. Pero, para decirlo en idioma muy vulgar —casi deportivo—, me “quedé corto”: más allá de la sospecha de Cancio Meliá[20], pero hurtándole sus palabras, creo que “asistimos a un cambio estructural de orientación” que, como ya vimos, se corresponde con un cambio de la orientación y sentido del poder político. La expansión del Derecho penal[21] es el fenómeno más visible y tangible: el Derecho penal logra, cotidianamente, nuevos ámbitos de relaciones para su regulación, que ya casi interesa a todas las relaciones sociales entre los seres humanos o entre ellos y el Estado. Ello provocó que yo —de nuevo vulgarmente— ejemplificara esta situación de la mano de una sentencia que le escuché a un colega del Derecho privado: una gran reforma del Código Civil, o su reemplazo, traería consigo, seguramente, varios títulos dedicados al Derecho penal, pues ya no parece poder concebirse legislación alguna que carezca de mandatos y prohibiciones cuya infracción se amenaza con una pena[22].
La pérdida del principio de subsidiariedad y, con él, el de la concepción del Derecho penal como ultima ratio de la política social[23], y, unido a ello, el extravío del carácter fraccionario que tradicionalmente se le atribuyó con base en el principio nullum crimen, conduce, como muchas veces sucede, a la “bastardización” del instrumento como mecanismo útil para la política social y para quienes la soportan[24]. De allí la afirmación de la trasformación del Derecho penal en una regulación jurídica simbólica, que sirve a intereses particulares, como la “demagogia política y el espectáculo mediático”[25], con el agravante de que, a través de la administración de justicia, no sólo confirma, sino que reafirma y agrava su carácter selectivo, fenómeno por todos conocido: sólo los peces chicos (pequeños), débiles y, por tanto, vulnerables, caen en la red —aun en la zona de los presuntos “nuevos” bienes jurídicos—; a contrario de lo que sucede en la pesca real, los grandes y gordos se escapan por múltiples razones que exceden a esta exposición y a mis conocimientos[26].
Esta expansión del Derecho penal ha trasformado también su objeto de preocupación intelectual: ya su parte general —fundamento y límites de la imputación personal— y hasta la ejecución penal han perdido dedicación; el interés está puesto, casi únicamente, en la parte especial y, sobre todo, en el Derecho penal complementario, a la par de en un Derecho penal multinacional o internacional que comienza a ganar espacio; desde el punto de vista procesal han perdido importancia el juicio y sus garantías para el imputado y, en cambio, resultan hoy trascendentes los modos alternativos de obtener una condena o una solución del conflicto y la ampliación de los métodos probatorios, si no de abierta al menos con cierta contradicción con el capítulo dedicado a las prohibiciones probatorias[27]. En verdad, ha perdido interés, desde el punto de vista político, el desarrollo de un sistema de límites y garantías, el desarrollo de ciertos valores básicos atribuidos al ser humano, que conducían el sistema, para ocupar ese lugar la importancia de un criterio meramente práctico y “eficientista” de impulsar al Derecho penal y procesal penal[28].
b) Esta expansión del Derecho penal se logra a través de múltiples reglas que tienen en común, por una parte, la creencia ingenua de que el Derecho penal es una medicina milagrosa para todos los problemas que se presentan en el seno de una sociedad organizada (violencia política, sexual y patrimonial, polución del ambiente, ingresos y egresos de la hacienda estatal, delincuencia colectiva, funcionamiento del mercado de bienes y servicios, fallas en la elaboración y distribución de mercancías de consumo masivo, respeto parental, etc.) o, expresado con más énfasis, la fe en —o la “ilusión” de[29]— que por esa vía se cura toda enfermedad social. El Derecho penal resulta así un “sanalotodo” de cualquiera de ellas, sobre todo de aquellas que inciden en el ámbito de las acciones que el Estado —administración y legislación— emprende para lograr el “bien común”. Por la otra parte, el fin que persiguen esas reglas las agrupa más allá de su realización efectiva: todas ellas pretenden prevenir el futuro, y trasmitir una fe tan religiosa como irracional en ello, esto es, están dirigidas hacia él, en forma de prohibiciones o mandatos, para evitar riesgos, resultados no deseados, pero con prescindencia de la aproximación al resultado dañino que se pretende evitar. Así se ha logrado pasar de un Derecho penal que se refería básicamente al pasado, al hecho histórico sucedido, sin ignorar que alguien era su autor, a un Derecho penal que se refiere al futuro, insondable para los seres humanos, que no pueden predecirlo y, por ello, referido, en definitiva, más a la persona que se considera “peligrosa” por síntomas de riesgo que anuncian un resultado futuro meramente eventual, cuyo acaecimiento, en realidad, se ignora y hasta carece de interés analítico.
No persigo describir cada uno de estos instrumentos sino, tan sólo, nombrar a los más característicos del nuevo sistema. Paradójica, pero comprensiblemente, este Derecho penal “futurólogo” se vale de la punición de acciones que antes se hallaban en la zona anterior o previa a la de los hechos punibles, esto es, anticipa la punibilidad al declarar punibles actos que se hallaban antes casi siempre en la zona de lo que llamábamos genéricamente “actos preparatorios”[30]. Así, los delitos de peligro, y, sobre todo, los de peligro abstracto, han ganado el centro de la escena, desplazando de ella a los delitos de resultado e, incluso, a su tentativa[31]. Con ello no quiero decir que antes no existiera esta primera coraza defensiva o los delitos de anticipación[32], pero resulta claro que ellos eran, en el ámbito de lo punible, una excepción; hoy, en cambio, ocupan —como dije— el centro de la escena. Repárese en que, al prescindir del daño, no sólo se prescinde de un elemento objetivo del delito, el resultado, sino que también se evita verificar la conexión (causalidad, determinabilidad) entre ese daño y la acción del autor, y hasta su anticipación o su previsibilidad como elementos del tipo subjetivo, bases antes ineludibles para caracterizar a esa acción como hecho punible. Ello implica, a la par de una extensión geométrica del poder punitivo, un considerable auxilio para el acusador en el proceso penal, en materia de prueba, y también para la condena del tribunal, ahora sometida a otros cánones respecto de la verdad y a otras exigencias analíticas[33].
Allí, sin embargo, no acaba la cosa. También el principio de legalidad ha perdido mucho de su significado histórico y de su paciente desarrollo por los juristas. Varios mecanismos contribuyen para ello. Como fue dicho, el Derecho penal se nucleó y desarrolló alrededor de los intereses o bienes jurídicos individuales y unos pocos intereses colectivos referidos, sobre todo, a la protección de la organización básica del Estado y de su administración. Ello se correspondía con la razón de ser de la pena estatal, al crearse el Estado central o nación como tipo de organización social, y al cimentarse el Derecho penal, en el siglo XIX, sobre la base de la persona humana y su contrato social, criterio de explicación que incluía, a la par de la renuncia del ciudadano a ciertas libertades en beneficio de otros, la trasferencia al Estado del monopolio de la fuerza para asegurar las libertades no renunciadas[34]. Algunos otros bienes jurídicos colectivos o universales como la salud pública carecían de importancia en el conjunto y otros, como la fe pública, representaban tan sólo la agrupación de distintos hechos punibles que, en el fondo, lesionaban o ponían en peligro directo a intereses individuales. Hoy el Derecho penal existente pretende, antes bien, la defensa de bienes jurídicos universales, intereses sin concreción individual alguna o de dificultosa concreción (¿delitos sin víctima?), y, por ello, carentes de una definición concreta y tangible. La vida, la integridad física y la salud individual, hasta el patrimonio y el honor, parecen hoy, aun con la ayuda del trascurso del tiempo y de la elaboración científica, bienes tangibles del ser humano, alrededor de los cuales se han desarrollado los hechos punibles y la ciencia del Derecho penal; en cambio, la salud pública que se pretende proteger con el Derecho penal de sustancias controladas (drogas) o con la responsabilidad por la elaboración y circulación en el mercado de productos de consumo masivo, el medio ambiente, la delincuencia organizada trasnacionalmente, la hacienda pública en forma de ingresos (los tributos) y egresos (las subvenciones), son todos conceptos vagos, sin fronteras e inasibles, en general, y variables en tiempos breves —al punto de que muchos de ellos son definidos por la Administración o, mejor dicho, por funcionarios administrativos—, conceptos que no sólo nos colocan frente a las dificultades que ocasiona la apertura de su definición, sino que, además, parecen dedicados a proteger la acción del Estado encaminada a alcanzar el llamado “bien común”, por tanto, bienes institucionales[35], hoy primas donnas del Derecho penal. Llamar a los antiguos bienes jurídicos Derecho penal nuclear y a los modernos Derecho penal complementario, o regular a este último por leyes especiales, separadas del Cód. Penal[36], no ayuda demasiado a resolver el problema con eficiencia, ni tan siquiera explica la confusión bajo un único rubro o una única rama jurídica. Menos aún significa esta caracterización un auxilio intelectual para la comprensión del fenómeno, cuando, a raíz de la aparición de estos nuevos bienes jurídicos, parece ser que este último concepto ha perdido su coloración negativa, hermenéuticamente limitadora de la punición rigurosa, que le atribuye el liberalismo, para adquirir una aptitud positiva, criminalizadora y rigurosamente punitiva[37], al menos en la letra de la ley penal.
Ambos problemas, indefinición del bien jurídico como tal y punición de los peligros abstractos, conducen a un tercera lesión o disminución funcional del principio de legalidad: la violación, por parte del legislador y de la práctica judicial del mandato de certeza o de determinación. Para no decir más, la ambigüedad o extensión con la cual hoy son definidos los comportamientos amenazados con penas privativas de libertad más que rigurosa, asusta[38].
c) Se puede comprender a todos estos fenómenos actuales —la expansión del Derecho penal en sí misma—, aunque no se simpatice con ellos, con la alusión a la llamada sociedad del riesgo[39], propia del capitalismo avanzado, y al temor que esos riesgos suscitan por un uso mediático y político exagerado en beneficio propio, pero resta aún sin justificación alguna la elevación exagerada de la amenaza penal, en especial de la pena privativa de libertad[40], que sólo parece detenerse —y ello tan sólo parcialmente— ante la pena de muerte. Éste es otro de los signos del Derecho penal actual que, lejos de seguir la corriente humanizadora que denotan todos los períodos de su historia, cualquiera que haya sido su resultado e incluso su fracaso final, apunta con fe inusitada a un exceso de penalización. Tal fe en la pena como solución adecuada para los conflictos sociales es irracional, ya no por sus fundamentos, sino, antes bien, porque las investigaciones empíricas, pero también la experiencia común, verifican su más que escaso poder preventivo real. Verificaciones de este tipo conducen a afirmar el peligro de caer en un Derecho penal meramente simbólico[41].
d) Yo debería hablar mucho más del Derecho procesal penal, pero en este ámbito de problemas, en el cual me sentí cómodo durante toda mi vida universitaria, las novedades ya son incomprensibles para mí. Al parecer, he estado equivocado todo el tiempo cuando, a lo largo de mi vida universitaria, siempre creí que el Derecho procesal penal del Estado de Derecho significaba agregar a las condiciones materiales del castigo o de la pena, condiciones formales para los órganos del Estado que la deciden o administran el poder penal del Estado. Vale la pena enumerar alguna de estas condiciones sintéticamente para darse cuenta de ello: el principio nemo tenetur, cualquiera que sea su correcta intelección, el principio de inocencia hasta que una condena firme no verifique lo contrario, con todas sus repercusiones procesales, en especial, el in dubio pro reo, el principio de formalización del procedimiento, con su repercusión sobre la definición de la palabra prueba —aquello que resulta legítimo utilizar para conocer la realidad— y sobre el procedimiento idóneo para condenar o absolver, el juicio público y contradictorio, el principio del juez natural, que gobierna la determinación e integración del tribunal que lo lleva a cabo, el principio de imparcialidad de los jueces que integran ese tribunal, el principio ne bis in idem, que supone una única oportunidad de imputación, la garantía del recurso para el condenado. Todos estos principios, y alguno más que seguramente he olvidado en la enumeración, suponen una concepción del procedimiento penal previo a la pena, que legitima la decisión estatal sobre ella y, para ese fin, concede una oportunidad al imputado para evitarla. En cambio, la idea contraria, del procedimiento tan sólo como “combate” contra el enemigo o “guerra” contra el agresor, conduce a un procedimiento judicial posterior al castigo, para corroborar si, al castigar directa o inmediatamente, no nos hemos equivocado y darle una oportunidad al ya penado para redimirse. Como se observa, en el primer caso el Estado procedía para poder castigar legítimamente; en el segundo, en cambio, sólo procede para evitar yerros eventuales, en especial, yerros futuros acerca de lo ya hecho.
Apenas unos ejemplos bastarán para observar la trasformación actual. Tal como lo expone Dencker[42], el Derecho procesal penal se ha convertido en una regulación hipócritamente injusta y deshonesta, sus principios básicos han sido vaciados de contenido: “Los principios fundamentales de la protección de la comunicación familiar, del derecho a permanecer en silencio del imputado, del secreto médico, etc., quedan simplemente vacíos, se convierten en ‘piezas de museo’ con los nuevos métodos de investigación “secretos”, llámese a ellos “escuchas” (micrófonos y minicámaras) o “intermediadores, agentes provocadores y agentes encubiertos”; y “en el procedimiento judicial público posterior son, además, exhibidos al público, no obstante que ya carecen de utilidad”. Sería al menos más honesto prevenir a quien soporta una persecución penal y a quienes tienen el derecho o la obligación de abstenerse de brindar información mediante una declaración no sólo acerca de su derecho de abstención libre frente al funcionario de la persecución penal, sino, además, de su derecho de abstenerse de hablar con su cónyuge y con posibles “amigos”, como los arrepentidos, los agentes provocadores, los encubiertos y hasta consigo mismo, porque la alcahuetería y el engaño están permitidos, y porque la observación con métodos técnicos sofisticados es hoy posible y admitida: puedes callar no sólo aquí, sino que te conviene dejar de hablar, incluso con tu cónyuge, callar para siempre, habría que decirles al imputado y a todos aquellos que pueden o deben abstenerse de brindar información en un procedimiento de persecución penal. Según se observa, tanto el derecho a ser informado sobre el derecho a abstenerse de declarar, como el derecho de abstención mismo, quedan derogados[43]. No sólo las reglas sobre prueba sufren la enfermedad. De la misma manera ocurre con otras vallas que el Derecho procesal penal ha edificado pacientemente, a manera de garantías contra la persecución penal y como condiciones cuya observancia estricta legitima la decisión estatal sobre la pena; para ejemplo de pares contrapuestos: inocencia y prisión preventiva fundada en la suposición y prevención de hechos futuros, juicio público, suprimido mediante la aplicación del llamado “juicio abreviado” o justicia consensuada, conocedora de la antigua advertencia acerca de que “no es posible diferenciar cualitativamente entre la promesa de una ventaja y una amenaza[44], y clase de juicio —llamado así impropiamente— que literalmente abroga el derecho de defensa que se ejerce en él en esos casos. Del mismo modo que la mentada expansión del Derecho penal institucional, en el Derecho procesal penal se ha acuñado una metáfora que señala el sentido inequívoco de la e(in)volución: “una vez que un camino de este tipo ha sido habilitado se convierte con el trascurso del tiempo en una amplia avenida” (con referencia a ciertas limitaciones que, en su origen, poseen estas aplicaciones)[45].
3. El primer síntoma de la enfermedad.
Una vez que el positivismo jurídico, en el sentido del apego sacralizado a la norma parlamentaria, fue desplazado y de que, debido a ello, se crearon instancias normativas de control referentes a la validez de las reglas parlamentarias[46], resultó claro que quien legisla no pudo apartarse gratuitamente de estas últimas reglas, de jerarquía superior, directivas dirigidas, en principio, a la actividad legislativa común. En especial, el parlamento cotidiano no pudo apartarse de las reglas de garantía de seguridad jurídica individual que las constituciones escritas contienen para adecuar el orden jurídico a aquello que se comprende por Estado de Derecho, normas que no sólo representan el origen del Derecho penal —no así de la pena estatal, fenómeno político anterior a su regulación jurídica— en sentido estricto, sino que, además, constituyen el contenido primario de un Derecho internacional, el de los derechos humanos, que pretendió extender sin fronteras los principios básicos de control del poder penal estatal[47].
Esto explica, también, que el desarrollo del Derecho penal durante gran parte de los dos siglos anteriores y, al menos, hasta la década de los 60’, haya sido gobernado por un profundo espíritu humanista, que, más allá de su éxito o de su fracaso, se revelaba en cada una de las reformas y proposiciones que se sucedieron a través de los años, referidas a la pena en sí misma o al sistema de análisis teórico que los juristas empleaban para definir el hecho punible y el procesamiento de la imputación. Ese sentido de la regulación jurídica en materia penal se ha invertido abruptamente, conforme lo hemos expuesto paradigmáticamente, y, sin embargo, se sostiene enfáticamente la vigencia del Estado de Derecho y de los derechos humanos en el área propia de la imputación penal, como signo distintivo y definitorio de aquello que se comprende conceptualmente como Derecho penal. Esto no puede significar otra cosa que una contradicción enorme de términos y, más allá de ello, un desvarío que muestra la enfermedad de la cual proviene. El llamado hoy Derecho penal internacional —una realidad difícilmente explicable desde el punto de vista político— parece ser el mejor ejemplo de ello, pues, con el objetivo de reaccionar frente al ataque masivo o sistemático contra derechos humanos, con la pretensión de evitarlos, concibe un sistema penal para el cual casi todas las garantías de seguridad individual propias del Derecho penal se rinden ante la gravedad de la imputación o son vencibles por ella —in delictis atrocissimis iura transgredi licet—, al punto de que, para algunos, la llamada “justicia penal internacional” constituye Derecho penal del enemigo en su versión más auténtica[48].
4. La descripción del desarrollo práctico del Derecho penal
a) Esta es la versión intelectual del Derecho penal. Ella parte, naturalmente, desde la sentencia penal del tribunal como suceso real. Ése es su atalaya descriptivo, para lograr objetividad en sus postulados[49]. Ese punto de observación, en el que se coloca normalmente el jurista, fija condicionamientos varios para aplicar la institución característica del Derecho penal: la pena estatal, eventualmente, también, para las medidas de seguridad y corrección en un Derecho penal de doble vía. Las condiciones fijadas por el orden jurídico penal son múltiples: unas, las del Derecho material, se refieren a la aplicación de las normas que gobiernan la reacción penal; las otras, las de Derecho procesal, se refieren a la manera en que deben conducirse los órganos estatales que realizan la pretensión penal o persiguen penalmente, en especial a su labor más compleja, la determinación del acontecimiento histórico a enjuiciar en la sentencia. Cualquier obra de Derecho penal o de Derecho procesal penal habla de estos condicionamientos jurídicos, tantos que parece imposible superarlos todos para aplicar una pena y, de hecho, así sucede en la realidad: sólo unos pocos casos, de los múltiples que suceden con interés para el Derecho penal y de los múltiples que el sistema llega a conocer, arriban a una condena penal.
b) Pero esa visión del jurista, extraida básicamente del pensamiento ilustrado, no coincide con el modo real de trabajo del Derecho penal. Él tiene por atalaya, punto de observación, antes bien, la denuncia, el acto que inicia la persecución penal de una persona, que la sentencia, el acto que define la solución del caso y finaliza su itinerario. Y es este punto de vista descriptivo-real del sistema aquel que mostrará sin ambages el doble discurso del Derecho penal. Para decirlo también sin ambages: lo primero que verifica esta mirada es el escaso poder de aquel que más conoce y es, supuestamente, más apto para elaborar el juicio sobre la pena, el tribunal de mérito penal, frente al enorme poder discrecional de quienes lo preceden en la persecución penal, llámese policía, fiscalía, juez de instrucción o de cualquier otra manera. Paradigmáticamente: para formar causa penal, el funcionario competente apenas necesita una afirmación; para procesar, en el sentido con el que utiliza esta palabra el Derecho argentino —imputación penal seria que habilita la privación de libertad prolongada si no procede la llamada excarcelación—, basta una sospecha fundada o probabilidad; para someter a juicio público a un imputado —acusar y elevar a juicio— basta también la probabilidad, todas ellas condiciones menos pesadas y fáciles de superar que la certeza sobre todos los elementos que tornan punible la imputación, exigida para condenar. Ello con relación al in dubio pro reo, alrededor del cual parece ser que las exigencias del principio son distintas cuando finaliza el procedimiento práctico y mayor conocimiento se tiene sobre el asunto, caso en el cual esas exigencias, en forma de condiciones para condenar, se extreman, que cuando comienza ese proceso y se tiene un menor conocimiento sobre el problema, a más de que, supuestamente, el tribunal de mérito —con o sin jurados— parece integrado de manera de evitar mejor los posibles yerros y conseguir un juicio más justo para el imputado.
Si se piensa en las formas del procedimiento —juicio público y contradictorio vs. procedimiento de investigación de la autoridad— se obtiene un resultado similar. Y ocurre otro tanto con las exigencias de fundamentación, ya referidas al aspecto descriptivo de la imputación, como a su significación jurídica. En síntesis, el Derecho penal práctico prefiere la decisión del menos apto y del peor informado, privilegia el procedimiento y la fundamentación menos garantizadora para la administración de justicia, que aquella que reputa necesaria para la corrección del juicio.
El ejercicio de relacionar la pérdida de la libertad mediante el encierro en una cárcel —muy similar en su ejecución como pena y como prisión preventiva— con este punto de observación, atalaya del Derecho penal práctico, arroja resultados similares. El agente de policía —también un particular— requiere escasos conocimientos para detener a quien estima que intenta o ha consumado ya un hecho punible y, precisamente, por ese deber, cumple con él cuando la acción desarrollada por el autor o la omisión de una acción debida —lesionar a una persona, por ejemplo— aparece en el mundo frente a él. Es inútil intentar convencerlo acerca de que ésa fue una acción defensiva: él, si procede con corrección, estará dispuesto a testimoniar lo que vió, pero nunca a dejarnos en libertad. El juez, en cambio, tendrá mayores problemas para confirmar esa prisión y mayores problemas todavía tendrá el tribunal de mérito para justificar la privación de libertad por condena. Ello, al menos en un sentido, confirma la regla: el poder de quien es menos apto y menos conoce es mayor que el de aquellos que, supuestamente, son más idóneos y, por el trascurso del procedimiento, obtienen y procesan un mayor conocimiento sobre el asunto, sometidos a mayores exigencias y, también, a mayores controles en el ejercicio de ese poder.
Se me puede contestar, con cierta razón, que el poder del menos apto y del peor informado es efímero, mientras que el poder de los más aptos y mejor informados permanece en el tiempo, a medida que se perfecciona a los procedimientos y a la integración de los órganos que administran justicia penal, de modo que también las exigencias y condicionamientos consecuentes son superiores en rango.
c) Antes de responder a esa objeción —que, en cierto sentido, considero correcta y quedará contestada por el texto siguiente— desearía examinar otro punto acerca de la manera de trabajar del Derecho penal. Cuando en el firmamento penal aparece una nueva prohibición o un nuevo mandato amenazado con una pena, los juristas acostumbramos a aislarlo, como los biólogos a una bacteria, a examinarlo ciudadosamente y a describir con notable precisión sus elementos integrantes, de modo de advertir a los prácticos sobre qué extremos de la realidad deben ellos indagar para conseguir conocimientos que les permitan solucionar el caso. Tal actividad tiene como presupuesto, según lo ya explicado, los ojos puestos en la sentencia de mérito, pues, razonablemente, no trata problemas probatorios o de procedimiento. Sin embargo y por la razón antes apuntada, cada prohibición, cada mandato, sostenido bajo la amenaza de una pena extienden geométricamente hacia atrás de la sentencia el poder penal del Estado. Para expresarlo con una figura geométrica: el vértice está representado por el nuevo hecho punible y, a medida que se traslada hacia atrás de la decisión final en el procedimiento de persecución penal, desata mayores poderes sobre los ciudadanos de parte de los sucesivos órganos del Estado competentes para llevar a cabo la persecución penal, como si se tratara de un ángulo de buen grado. Así, las distintas figuras acerca de la prohibición de comercializar o tener drogas o sustancias controladas, llegan a la policía que interviene en forma de una autorización casi indeterminada para intervenir los derechos fundamentales de los ciudadanos (libertad circulación, intimidad corporal, libertad locomotiva, etc.).
d) Si sumamos estas visiones a la ya examinada expansión del Derecho penal, tanto material como formal, que, por un lado, anticipa la punición a actos meramente preparatorios, a delitos de peligro abstracto, sin víctima y sin daño real, y a definiciones abiertas, con escaso apego al mandato de certeza, referidas a bienes jurídicos institucionales, y a penas privativas de libertad no sólo superiores, sino, incluso, ridículas desde el punto de vista de la proporcionalidad y aún de la expectativa de vida[50], el resultado no puede ser otro, a corto plazo, que el de la famosa novela de Orwell[51]. Y, para colmo de males, también avivará la génesis de un Derecho penal ineficiente, incluso simbólico, que generará no sólo un uso desmedido de la fuerza pública contra algunos, probablemente los excluidos del sistema y los resistentes a él, sino, además, discrecionalidad en su uso conforme al conocido fenómeno de la selectividad.
e) La expansión hacia atrás (de la sentencia) de la fuerza pública, sobre todo en forma de privación de libertad, acerca de cuya aplicación anticipada y preventiva parece existir cada vez mayor consenso mediático y ciudadano[52], genera en el procedimiento penal un cambio fundamental: de único método e instrumento para verificar la culpabilidad de una persona como autor de un hecho punible o partícipe en él, con el fin de autorizar una pena[53] —o una medida de seguridad—, se convierte, cada vez más rápidamente, en un mecanismo de verificación —incoado por el mismo Estado— acerca de si existe un eventual yerro estatal en la decisión autorizante de una pena ya aplicada y en ejecución. Cualquiera que sea la palabra utilizada para describir el fenómeno —y las vulgares son más correctas y trasparentes, aunque no nos gusten—, lo cierto es que las injerencias en los derechos de los ciudadanos son cada vez más intensas y más anticipadas a la decisión final: el Derecho penal se aplica no bien se recibe noticia de que un hecho punible se afirma como existente. Y, por lo demás, los estragos que provoca la utilización del Derecho penal, cuando se confirma un yerro en su aplicación a través del procedimiento de verificación, son ya irreversibles, aun cuando el tiempo de su aplicación haya sido escaso.
5. La moraleja del cuento y su conclusión
En todo caso, la vida doble y el mensaje contradictorio que envía el Derecho penal es notorio. Aun sin computar su realidad actual, el Estado de Derecho —que él supone según su origen— resulta de muy baja calidad, calificación que se oculta tras su exposición intelectual, para la cual la sentencia del juez de mérito resulta el atalaya de observación y el paradigma de aplicación. Sin embargo, por una parte su realidad actual y, por la otra, su aplicación real suponen no sólo un desmejoramiento teórico-intelectual de aquello que históricamente aprendimos sobre el Derecho penal, sino, además, un desquicio práctico según el cual los menos aptos, por formación y según la ley, y los menos informados, por el período del procedimiento en el que intervienen, desde algún punto de vista tienen poderes mayores y más discrecionales que aquellos que, se supone, están en mejores condiciones para conocer y juzgar sobre la aplicación de la pena estatal, según la propia ley. Este discurso doble atrapa también al procedimiento penal que, todavía bajo el manto de un método imprescindible para verificar las condiciones necesarias de aplicación de la pena estatal, oculta, cada vez en mayor medida, su realidad de procedimiento de verificación de una pena ya aplicada.
¿Cuál sería la solución para corregir esta conclusión? A mi juicio, no cabe otra solución genérica que aquella que, suprimida sin más discusión la pena de muerte[54], divida básicamente las sanciones entre las privativas de la libertad personal o física —prisión-reclusión-medidas privativas de libertad, entre nosotros— y las demás, al menos las de menor gravedad: para las primeras, que deben ser aplicadas sólo a la lesión de intereses básicos (derecho penal mínimo), es imprescindible conservar todas las garantías propias de la Ilustración y del Estado de Derecho, hoy positivizadas constitucionalmente o por las reglas del Derecho internacional de los derechos humanos; para las demás, que deben adoptar la forma de un Derecho administrativo sancionatorio o incluso, en el caso de personas de existencia ideal, de la responsabilidad objetiva por el hecho de personas o cosas a su cuidado (la llamada culpa in eligendo o in vigilando: Derecho distributivo[55]), se puede aceptar imputaciones o responsabilidades sin tantos condicionamientos, formales o materiales[56]. La gravedad de la afectación de un derecho básico como la libertad locomotiva para el ejercicio de los demás derechos humanos, esto es, la aplicación máxima de la fuerza por el Estado —por quien detenta ese poder jurídico— en que consiste la privación de libertad de un ser humano, que sólo excluye a la muerte, justifica la división tajante de áreas, cualquiera que sea el título con el que se las denomine, en una medida muy superior a aquella que puede partir de la infracción a una norma jurídica.
Vale quizás la pena aclarar que, cuando reproduzco la posición política del Derecho penal mínimo me refiero a las diversas prohibiciones y mandatos cuyo núcleo fuerte eran los bienes jurídicos individuales básicos y los delitos de resultado grave, que responden al propósito de considerar punible, básicamente, las acciones violentas o fraudulentas extremas, que dieron origen al Derecho penal —no así a la pena[57]—, y cuyo sistema de reacción emerge, según explicación intelectual del liberalismo, de la renuncia del individuo, en el “contrato social”, a algunos derechos y libertades del ser humano en posición primitiva, sin regulación social que los limite, para posibilitar la vida gregaria y el ejercicio de aquellos no renunciados, y, consecuentemente, de la renuncia considerable al uso de la fuerza como método de reacción individual frente al daño, en este caso, a los daños graves (venganza privada), para trasferir esa fuerza, esa violencia, al Estado, protector de esos intereses. Ello, quizás, permitiría, con ciertos correctivos, mantener una administración de justicia y un aparato estatal moderado para servir al Derecho penal —conocimiento y ejecución— que, al mismo tiempo, trasmitiera cierta eficiencia[58].
En cambio, cuando hablo de otras sanciones distintas —básicamente de la multa, pero también de otras como la reparación[59] o las acciones de retirada[60]— estimo posible una disminución acentuada de las reglas de garantía o de seguridad individual, entre ellas de las probatorias y de fundamento de la decisión, y una disminución consecuente de los procedimientos necesarios para aplicarlas, conforme incluso a la necesidad de evitar o disminuir inmediatamente el riesgo. Tal procedimiento podría contener formas consensuadas de operar y decidir entre el Estado y las eventuales “partes involucradas”.
Ya ha aparecido la réplica a esta forma de pensar en forma de reproche político: si al Derecho penal se le atribuía dirigirse básicamente a aquellos marginados carentes de poder (powerless), resulta ahora sintomático que, cuando comienza a abarcar a los poderosos (powerful), como forma de control riguroso sobre sus comportamientos, presumiblemente en defensa de los menos poderosos, los juristas exijan garantías o procuren desandar ese camino por diferentes razones, entre ellas, las indicadas en este texto[61]. No puedo refutar este argumento, pues, en cierta medida, es correcto como descripción, pero tengo la impresión —así como la tuve para indicar que los senderos abiertos por un Derecho penal del enemigo conformarán rápidamente autopistas por las que circulará el Derecho penal nuclear o como lo presentí para desconfiar del llamado Derecho penal internacional[62]— de que el cuento no terminará del modo que supone el argumento: el Derecho penal seguirá marginando duramente a los ya marginados. Pero este argumento y esta impresión representan algo sobre lo que, gracias a Dios, deberán trabajar las generaciones futuras que se ocupen del problema penal, en un clima —incluso internacional— lamentable, en el cual el Estado de excepción y la emergencia constitucional han devenido en regla, y los dispositivos temporarios de crisis se han trasformado en instituciones durables y pemanentes[63].
[1] Cf., claramente, Jakobs, Günther (cit. nota 1), ps. 13 y ss.; digo “pretendidamente”, pues, según se afirma, el llamado Estado de excepción y la emergencia constitucional ha devenido en regla, y los dispositivos temporarios de crisis se han trasformado en instituciones durables y pemanentes: cf. Agamben, Giorgio, Estado de excepción (2ª edición, traducción de Flavia e Ivana Costa), Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005, con cita y comparación de autores del siglo pasado que ya habían observado el fenómeno (en especial, ps. 31 y suguientes).
[2] Cf., en la vereda de enfrente, por ej., Cancio Meliá, Manuel (cit. nota 1), 2, ps. 89 y ss.; Pastor, Daniel (cit. nota al pié nº 1, del manuscrito en mi poder, en especial, ps. 13 y siguientes.
[3] Cf. Hassemer, Winfried, Kennzeichen und Krisen des modernen Strafrechts, “ZRP”, R.F.A., 1992, Heft 10, ps. 378 y ss. (reproducido como introducción en Produktverantwortung im modernen Strafrecht [2. Auflage], Ed. C.F. Müller, Heildelberg, 1996, ps. 1 y ss., y traducido al castellano en el libro de Hassemer, Winfried-Muñoz Conde, Francisco, La responsabilidad por el producto en derecho penal, Ed. tirant lo blanch, Valencia [España], 1995, ps. 15 y ss.); recientemente la conferencia de Hassemer, Winfried, Sicherheit durch Strafrecht, compuesta para la “Strafverteidigertag”, 2006, que el autor me envió al conocer ésta mía, según creo, aún sin publicar. Con una propuesta inversa, de penalización con el soporte de nuevos bienes jurídicos institucionales, conforme a su clara definición ideológica, Gracia Martín, Luis, Prolegómenos para la lucha por la modernización y expansión del derecho penal y para la crítica del discurso de resistencia (A la vez, una hipótesis de trabajosobre el concepto de Derecho penal moderno en el materialismo histórico del orden del discurso de criminalidad), Valencia, España, 2003; con otra propuesta para dos o tres derechos penales diferentes, Silva Sánchez, Jesús-María (cit. nota al pie nº 1), nº 7 y 8, ps. 149 y siguientes.
[4] Jakobs, Günther (cit. nota 1), llamaría a este estado de cosas, probablemente, un regreso al estado de naturaleza, con cita y diferenciación de Rousseau, de Fichte, de Kant y de Hobbes, ps. 41 y ss. De otra manera, pero en idéntico sentido, en el diario Página 12 de Buenos Aires, del 12/1/2005, en el llamado Pirulo de tapa (p.1), de nombre Desenvoltura, con paráfrasis del actor Sean Penn sobre Bush (extraida de un reportaje de la revista francesa Le nouvel observateur), se dice lo mismo del presidente norteamericano: “En su universo, la fuerza ocupa el lugar de la verdad” (en el mismo diario, columna “Cartas” de la “Contratapa”, 17/2/2005, un lector [Parcialidad] le atribuye al mismo presidente la expresión de la razón de ser de esta afirmación: “Dios no era imparcial, por lo que no todos éramos igualmente —destacado mío— hijos de Dios. Lo que pensaban algunos era grato a Dios, por lo que los otros debían obedecer”). Resulta para mí gracioso, y a la vez triste, la comparación que como neófito —pero estudioso para una charla entre amigos— hube de hacer, sin mayores pretensiones que mi propia visión, con la danza popular actual de los jóvenes en relación a los ciclos históricos de la danza popular en, Las danzas tradicionales argentinas (inédito), p. 13 del manuscrito: allí me pareció que la danza actual de los jóvenes se parece sobremanera a la danza ritual, individual, de orígenes primitivos (hoy, individualismo extremo).
[5] Esto es, con prescindencia de los diversos modos de serlo que adoptan los cultores de esta tendencia político-criminal: nadie mejor que un abolicionista puede reconocerlo, cf. Christie, Nils, Una sensata cantidad de delito (traducción de Cecilia Espeleta y Juan Iosa de A suitable amount of crime, Londres, 2004), Ed. del Puerto, Buenos Aires, 2004, Cap. 6.4, ps. 120 y siguientes.
[6] Creo que el primero en utilizar la palabra enemigo en relación con el Derecho y la administración de justicia penales de la actualidad fue Ferrajoli, Luigi, Diritto e raggione (2ª edición), Ed. Laterza, Roma-Bari, 1990, p. 852 (en castellano, Derecho y razón, Trotta, Madrid, 1995, p. 815), para describir modernamente la lógica de las leyes penales de excepción o del Estado de excepción frente a las naturales en un Estado de Derecho (ver también el Cap. 12º del mismo libro, ps. 844 y 807 respectivamente); pero sin duda ha sido Jakobs, Günther, primeramente con su Kriminalisierung im Vorfeld einer Rechtsgüterverletzung, en Zeitschrift für die gesamte Strafrechtswissenschaft (ZStW), Nº 97, Ed. Walter de Gruyter, Berlín-New York, 1985, ps. 751 y ss., y, finalmente, con su Derecho penal del ciudadano y Derecho penal del enemigo (citado nota al pie nº 1 como libro conjunto sobre Derecho penal del enemigo), quien ha desatado la más que viva discusión actual, sobre todo en Alemania y en España: más detalles acerca del desarrollo de la idea, en el comentario general de Schünemann, Bernd, Die deutsche Strafrechtswissenschaft nach der Jahrtausendwende, para el “Goltdammer´s Archiv für Strafrecht” (GA), Ed. R.v.Decker, R.F.A., 2001, III, ps. 210 y ss., con interesantes alusiones a las reacciones de la ciencia penal alemana y valoraciones propias; Greco, Luis, Über das sogenannte Feindstrafrecht (aún inédito); y, en castellano, Aponte, Alejandro, Derecho penal del enemigo vs. Derecho penal del ciudadano. Günther Jakobs y los avatares de un Derecho penal de la enemistad (versión castellana y reducida, aún inédita según mi conocimiento, de su Krieg und Feindstrafrecht. Überlegungen zum ‘effizienten’ Feindstrafrecht anhand der Situation in Kolumbien [Guerra y derecho penal de enemigo: reflexiones alrededor del derecho penal eficientista de enemigo de la mano del caso colombiano], Ed. Nomos, R.F.A., 2004), p. 2 del manuscrito, donde reconoce la polémica desatada alrededor de las ideas expuestas por el Profesor Dr. Jakobs, situación que ya consta en el subtítulo; Pastor, Daniel, El derecho penal del enemigo en el espejo del poder punitivo internacional (cit. nota al pie nº 3), en mi manuscrito, ps. 1 y siguiente. Cf. Maier, Julio B. J., Derecho procesal penal (Dpp), Ed. del Puerto, Buenos Aires, 2003, t. II (Parte general), § 11, ps. 287 y ss., sobre el nacimiento del Derecho penal y sus órganos estatales de aplicación, que parten, precisamente, de necesidades opuestas: tratar a los rebeldes propios (revolucionarios o, al menos, contrarios activos al orden establecido) como ciudadanos iguales a los otros, aceptantes de la organización social y de sus normas a grandes rasgos, por tanto, sujetos de derechos, distinguibles por contraposición al enemigo exterior y tratables con otros métodos (ver B, 1, ps. 386 y siguientes). Cf. además, desde este punto de vista, específicamente, Schneider, Hendrik, Bellum justum gegen den Feind im Inneren?, en ZStW, nº 113 (2001), en especial, III, ps. 508 y ss., con retroceso histórico hasta el concepto escolástico de “guerra justa”, quien intenta obtener criterios para el tratamiento de la “criminalidad organizada”: allí puede leerse que lo extraño y, al mismo tiempo, perfectamente comprensible en la utilización de esos criterios ha sido que ambas partes en conflicto, enfrentadas, apelaban a los mismos criterios para justificar la guerra contra el “enemigo”, por supuesto, cada una con aporte de agua para su molino propio, como lo demuestra la guerra religiosa desatada por la Reforma (bellum justum ab ultraque parte) y, además, que ha sido la Iglesia quien acudiera a estos criterios para proceder libre y cruelmente contra el “enemigo”, en procura de su eliminación.
[7] Ya históricamente, antes de la Ilustración, eran conocidas estas desigualdades: patricios y plebeyos, personas capaces e incapaces, dueños y esclavos, varones y mujeres; el mismo orden jurídico, aun después de la Ilustración, conoce “desigualdades”, quizás no “de derecho”, pero sí “de hecho”, tal como la regulación de la incapacidad civil para obrar por sí mismo (CC, 54), que exige la representación legal. El problema no es, precisamente, la constatación de su existencia, sino su justificación jurídica y moral. Se trata siempre de “categorías sospechosas”, para decirlo en lenguaje del Derecho constitucional actual, siempre necesitadas de una justificación especial para la discriminación. Ver en la nota al pié nº 5 las palabras con las que el presidente de la nación bélicamente más poderosa del mundo intenta justificar la desigualdad entre los hombres como una institución divina; cf., en contra de este pensamiento, Rousseau, Jean Jaques, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, traducción de Angel Pumarega), en Discursos, Ed. Edeval (colección “Juristas perennes”), Valparaíso (Chile), 1979, ps. 57 y siguientes.
[8] Como sucede en los países a los cuales pertenezco, pues a ellos pertenece mi país, la República Argentina, por contraposición a los países centrales que, sin embargo, no parecen escapar del todo a esta división, aun cuando en diferentes proporciones (sociedad de los dos tercios). Ferrajoli, Luigi, Razones jurídicas del pacifismo (citado Por Pastor, ver nota al pie nº 3, p. 27), observa esta injusticia global y, como en el Derecho interno, nos preguntamos si no es mejor y más real proponer métodos de prevención basados en cierta equiparación de posiciones, al menos como previos a la ultilización del poder punitivo, no tan sólo porque ello es “justo”, sino también porque resulta más eficaz para todos, pero, incluso, para el mismo Derecho penal.
[9] Repárese que no lo expresamos así para negar estados o sociedades multinacionales, con minorías o mayorías cuyas costumbres, derechos y formas de orientar su vida debemos respetar (O.I.T., resolución nº 169/1989, 76ª reunión de la Conferencia general, del 7/6/1989, en Ginebra), realidad que, precisamente, ha inducido a buscar la igualdad por respeto del prójimo, de la cultura y tradiciones ajenas. Cf. también, en un sentido absolutamente distinto, como defensor de un “derecho penal para los ricos”, enemigos frente a los ciudadanos con menor capacidad económica, Gracia Martín, Luis (ver nota al pié nº 4). Esta división se extiende desde antiguo, pero esencialmente desde el “posmodernismo” y la “globalización”, a las relaciones entre los estados y, cada vez más, a los súbditos de esos estados en sus relaciones entre sí por nacionalidad o pertenencia (cf. Silva Sánchez, Jesús-María (cit. nota inicial al pie), nº 3, p. 81 y ss.; y, desde otro punto de vista, Jakobs, Günther, Derecho penal del ciudadano y Derecho penal del enemigo (cit. nota al pie nº 1), VI, ps. 50 y ss., y VII, 6, p. 56; Pastor, Daniel (cit. notal al pie nº 1).
[10] Vietnam: una palabra resume todo, incluso para los americanos del norte, en el presente. Estimo que la expresión del Sr Bush, respecto de Iraq, básicamente, “legítima defensa preventiva”, se parece mucho a la de “Derecho penal del enemigo”, teoréticamente, a pesar de que el creador de esta última expresión —resulta evidente— sólo pretende un producto meramente intelectual para evitar la “infección” actual del Derecho penal común (del ciudadano), por llamarlo de algún modo, y el primero, en cambio, la usó para declarar y tornar realidad una guerra de agresión, delito del Derecho penal internacional, aunque todavía no haya podido ser definido (¿?).
[11] Todas estas sinrazones y el repudio a vivir en un mundo de desiguales pueden leerse, casi a la letra, en Hassemer, Winfried, Sicherheit durch Strafrecht, conferencia para el „Strafverteidigertag“ 2006, que el autor me remitió, IV, 2, e, según creo, aún sin publicar, cuando, a través de una publicación para homenaje a un amigo, tuvo conocimiento de esta última clase mía.
[12] Afirmación algo tácita pero latente, que inspira toda la oposición a considerar Derecho penal al del “enemigo”, en la exposición de Cancio Meliá (cit. Nota al pie nº 1), sobre todo nº 2, C, ps. 100 y ss. A ella conduce, irremediablemente, el abandono del principio liberal del hecho histórico como modelo de imputación y la recepción del supuesto de peligrosidad futura como fundamento y fin de la pena estatal.
[13] Cf. Ferrajoli, Luigi,), en Crisis del sistema político y jurisdicción: la naturaleza de la crisis italiana y el rol de la magistratura, en "Pena y Estado", año 1, nº 1, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1996, ps. 125 y siguiente; ver también, del mismo autor, Diritto y raggione (2ª edición), Ed. Laterza, Roma-Bari, 1990, Cap. 2º, nº 8, ps. 80 y ss. (en castellano, Derecho y razón, Trotta, Madrid, 1995, ps. 103 y ss.); y, en el mismo sentido, Silva Sánchez, Jesús-María (citado en nota al pie nº 1), quien prefiere utilizar la palabra expansión del Derecho penal.
[14] Sobre el riesgo de esta esquizofrenia, sintéticamente expresado en idioma periodístico, comprensible para todos, Wainfeld, Mario, Las claves para no perder el juicio (El trípode), columna de opinión del periódico Página 12, Buenos Aires, 24/1/2005 (en Internet: http://www.pagina12web.com.ar/diario/elpais/1-46566-2005-01-24.html).
[15] Cf., con el mismo diagnóstico, Jakobs, Günther (cit. nota al pie nº 1), ps. 48 y siguientes.
[16] Ver, por ej., Cancio Meliá, Manuel (cita. nota al pie nº 1), 2, ps. 65 y siguientes,clasificación que atrapa y subyuga, por su sencillez y valor.
[17] Cf. , para explicar desde mi punto de vista el origen de la pena estatal, del Derecho penal y del Derecho procesal penal, Maier, Julio B. J., Dpp, t. II, § 9, E, 1 y 2, ps. 52 y ss., y § 11, Introducción, ps. 290 y siguientes.
[18] Hasta aquí vale la pena observar su parto en un pequeño libro, que sólo pretende traducir el sistema político de Montesquieu (El espíritu de las leyes) al sistema penal: Beccaria, Cesare, Dei delitti e delle pene, en Opere, Ed. Mediobanca, Milano, 1984, t. I, ps. 13 y ss.; cf., sintéticamente, con la misma afirmación sobre su nacimiento, Demetrio Crespo, Eduardo, Del “Derecho penal liberal” al “Derecho penal del enemigo”: en torno al debate sobre la legitimidad del Derecho penal, en “Nueva Doctrina Penal” (“NDP”), Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2004/A, I, p. 47. Vale la pena confrontar esta afirmación con la “dinámica cíclica” entre “discurso penal de emergencia o autoritario” y “discurso penal crítico o de garantías” que señala Zaffaroni, Eugenio Raúl, en El derecho penallibera y sus enemigos (cit. nota al pie nº 1), fenómeno que recuerda a los dos modos de comprender y conocer la historia: sincrónico o diacrónico.
[19] Cf. Ferrajoli, Luigi (cit. notal al pie nº 14); Maier, Julio B. J., Ist das Strafverfahren noch praktikabel? (en castellano, con la traducción de Gabriela Córdoba, ¿Es posible todavía la realización del proceso penal en el marco de un Estado de Derecho?, en AA.VV., Nuevas formulaciones en las ciencias penales. Homenaje a Claus Roxin, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Córdoba, Ed. Marcos Lerner/La lectura, Córdoba [R.A.], 2001), en Krise des Strafrechts und der Kriminalwissenschaften cit., II, ps. 246 y siguientes. Para Cancio Meliá, Manuel (cit. nota al pie nº 1), esta característica casi basta para definir la situación ultrasintéticamente y él cita en la nota al pie nº 2, ps. 62 y s., una extensa bibliografía que gira alrededor de ella y que conviene consultar.
[20] Idem, p. 60.
[21] Según prefiere llamarlo y examinarlo Silva Sánchez, Jesús-María, libro cit. en nota al pie nº 1.
[22] Resulta jocoso recordar que en mi época de estudiante, y aún después de ella, reconocíamos a los estudiantes de Derecho o a los juristas porque ellos a ciegas, al tacto, podían distinguir el Código Civil del Código penal rápida y sencillamente; esa posibilidad creó también el epíteto de malos juristas o alumnos para quienes no lograban distinguir uno de otro a primera vista o por el tacto. Hoy ese atributo no sería más posible o, cuando menos, la distinción es más dificultosa y no conduce al reconocimiento ni al epíteto. Ni los sistemas de informática jurídica pueden seguir la legislación penal de manera ordenada y al día, sobre todo si se requiere un texto oficial único. Segunda anécdota: el Departamento de Derecho penal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires organizó una protesta contra la reforma de los preceptos que fijan la escala penal en los casos de reiteración delictiva (Cód. Penal, 55); yo solicité el texto de la reforma a los colegas que iniciaron la protesta, pues no podía adherirme a ella por un conocimiento meramente periodístico, por otra parte por demás confuso; nadie me pudo proporcionar el dato. Tercera anécdota: un colega alemán me aclaró que en la República Federal de Alemania un parágrafo del Código penal había sido modificado dos veces en un mismo día, acción que significa que, en ese día, hubo tres textos vigentes de ese mismo parágrafo.
[23] Al contrario, Hassemer, Winfried (cit. nota 4, en adelante la edición castellana), ha afirmado con razón su caracterización actual como prima o sola ratio y la extensión de su regulación a regiones antes insospechadas: La responsabilidad por el producto en el Derecho penal, ps. 26 y 31.
[24] En el idioma sucede con frecuencia que la ampliación del contenido conceptual de una palabra al infinito conduce a que ella pierda valor, no defina nada, fenómeno que he pretendido traducir con un neologismo inventado, tomado del término bastardo y convertido en acción consumada; en sentido idéntico al del texto opina Hassemer, Winfried (cit. nota anterior al pie), III, ps. 26 y siguientes.
[25] Palabras entrecomilladas que tomo de prestado de Demetrio Crespo, Eduardo (cit. nota n° 19), I, p. 51.
[26] Cf. Hassemer, Winfried (cit. nota n° 24), p. 32; también Zaffaroni, Eugenio Raúl-Alagia, Alejandro-Slokar, Alejandro, Derecho penal. Parte General [Dp.Pg], Ed. Ediar, Buenos Aires, 2000, II y ss., ps. 7 y siguientes.
[27]Cf. Dencker, Friedrich, Verwertungsverbote im Strafprozeß, Ed. Carl Heymann, Köln-Berlin-Bonn-München, 1977; Jäger, Christian, Beweisverwertung und Beweisverwertungsverbote im Strafprozess, Verlag C.H. Beck, München, 2003; y Guariglia, Fabricio, tesis doctoral de la Univ ersidad de Münster, que cito por su manuscrito, pues aún no ha sido publicada.
[28] Cf. Hassemer, Winfried (cit. nota al pie nº 4), III, 1, ps. 27 y s.; Silva Sánchez, Jesús-María (cit. nota inicial al pie), 2.10, y 3, ps. 74 y siguientes. La deriva neopunitivista es la denominación que ha utilizado Pastor, Daniel, recientemente, para todo el fenómeno, en „NDP“, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 2005/A, ps.73 y siguientes.
[29] Expresión que pertenece a Prittwitz, Cornelius, Internationales Strafrecht: Die Zukunft einer Illusion?, en “Jahrbuch für Recht und Ethik”, Ed. Duncker & Humblot, Berlin, t. 11, 2003, ps. 469 y ss., con referencia al Derecho penal internacional.
[30] Cf. Jakobs, Günther, Kriminalisierung im Vorfeld der Rechtsgüterverletzung (cit. nota n° 7).
[31] Como ejemplo demostrativo, se persigue al „merodeador“ —persona cuyo paseo repetido representa el síntoma de advertencia— antes que al autor del hurto o robo, precisamente porque llevó a cabo esa acción.
[32] Como lo recuerda, siguiendo a Jakobs, la tesis doctoral de Patricia Ziffer sobre el delito de asociación ilícita, II, e, ps. 20 y ss. y IV, ps. 37 y ss. del manuscrito original (todavía sin defensa y, por tanto, sin publicar, conocida por mi porque soy su consejero).
[33] Cf. Hassemer, Winfried (cit. nota al pie nº 24), III, 2, ps. 29 y s., y 4, p.34.
[34] Sobre todo ello, magistralmente, Zaffaroni, Eugenio Raúl y otros (cit. nota al pie nº 27), §§ 17 y 18, ps. 218 y ss.; Hassemer (cit. nota n° 24), B, ps. 17 y siguientes.
[35] Según ha advertido Hassemer, Winfried (cit. nota n° 24), III, 2, p. 28.
[36] Cf. Zaffaroni, Eugenio Raúl y otros (cit. nota al pie nº 27), § 17, IV, ps. 233 y siguiente.
[37] Cf., en el sentido del texto, Pastor, Daniel, La deriva neopunitivista de organismos y activistas como causa del desprestigio actual de los derechos humanos, en “NDP”, 2005/A, ya cit., ps. 73 y ss. La ciencia jurídica edificada sobre la plataforma del liberalismo o del Estado de Derecho siempre ha atribuido a la teoría sobre el bien jurídico una virtud descriminalizadora, algo así como un mandato para el legislador de referirse a un bien jurídico con sus prohibiciones y mandatos amenazados con una pena, regla que ha elevado a la categoría de principio, de lesividad (ej: Cód. Contravencional, Ciudad de Buenos Aires, art. 1, expresamente), descalificante cuando sucede su infracción, y, a la vez, un mandato para el juez, regla que cumple una función análoga a la necesidad de interpretación restrictiva (cf., por todos, Zaffaroni, Eugenio Raúl y otros, Dp-Pg, § 11, I, ps. 119 y ss.). La teoría que así define la función del bien jurídico no es históricamente correcta del todo, pues, además, como puede verse ahora nítidamente, esa función fue, desde el punto de vista lógico, ya en principio legitimante: permitió objetivar el interés que propone como legítimo un bien jurídico particular, de modo de alejar al ofendido real, de carne y hueso, de su definición, según sucedía en el Derecho común antiguo (fenómeno que, desde otro punto de vista, los abolicionistas califican como expropiación de derechos de la víctima), para posibilitar la asunción de la reacción punitiva por parte del poder político central sin referencia alguna a la voluntad del ofendido o a la definición subjetiva del perjuicio (cf. Christie, Nils, Los conflictos como pertenencia, ps. 157 y ss.; y Maier, Julio B. J., La víctima y el sistema penal, p. 187, ambos en De los delitos y de las víctimas, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1992). Pero ha sido Hassemer, Winfried (cit. nota al pie n° 24), II, p. 22, quien ha advertido acertadamente sobre la moficación de su función en tiempos modernos que se expone en el texto.
[38] Tómese como ejemplo, en el Cód. penal argentino, la reforma de los delitos contra la honestidad (hoy delitos contra la integridad sexual), arts. 119 y 120, y en el Derecho comparado, genéricamente, el llamado Derecho penal de las drogas, incluido el “lavado de dinero”.
[39] Para su explicación acudo, por inidoneidad y para abreviar, a otra tesis doctoral que me tocó dirigir, aún no defendida, pero ya juzgada y dictaminada por mi, el consejero del doctorando: Sarrabayrouse, Eugenio, La responsabilidad por el producto en el Derecho penal, § II, donde se recapitulan todas las ideas sociológicas y jurídicas sobre el riesgo.
[40] Para muestra basta un botón: en el Cód. penal argentino, art. 55, II, se ha elevado la pena del concurso material de hechos punibles al doble de la frontera anterior, a ¡50 años de prisión o reclusión!, y la posibilidad de la libertad condicional respecto de la pena privativa de libertad perpetua, art. 13, I, antes a los 20 años de ejecución de la condena, hoy ¡35 años! de ejecución efectiva de la condena (leyes nº 25.928 y nº 25.892, de reforma del Código penal, sancionadas el 18/8/2004 y el 26/5/2004, relación de fechas que muestra otra de las características de la fiebre reformadora e inflacionaria del Derecho penal: todos los días tenemos novedades). Con tales reacciones sí que me parece que quienes las requirieron, las sancionaron y eventualmente quienes las apliquen estiman que del otro lado está un peligroso enemigo. Después de esas cifras la pena de muerte —suceso que, se me ocurre, de todos modos ocurrirá en la mayoría de los casos durante la privación de libertad— parecerá un alivio para el condenado, en lugar de la tortura que ellas representan, sobre todo en las condiciones de vida de las cárceles argentinas.
[41] Cf. Hassemer, Winfried (cit. nota al pie n° 24), II, 4, p.32.
[42] Cf. su Criminalidad organizada y procedimiento penal, en „NDP“, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1998/ B, ps. 486 y siguientes.
[43] Ibidem, p. 490.
[44] Cf. Grünwald, „NJW“ (Neue Juristische Wochenschrift), 1960, p. 1941, citado por Dencker, idem, p. 487.
[45] Dencker, idem notas anteriores, p. 489.
[46] Vale la pena repasar aquello que debió decir un positivista confeso, como Gustav Radbruch, acerca del punto: Fünf Minuten Rechtsphilosophie y Gesetzliches Unrecht und übergesetzliches Recht, artículos ambos publicados en su Rechtsphilosophie (8a. edición a cargo de Erik Wolf y Hans-Peter Schneider), Ed. K.F. Koehler, Stuttgart (R.F.A.), 1973, ps. 327 y ss., y 339 y ss., una vez que, inmediatamente después de la II Guerra Mundial, verificó la tragedia del nacionalsocialismo alemán, que, al menos parcialmente, había procedido según leyes y conforme al principio de obediencia a ellas (Gesetz ist Gesetz).
[47] De allí la verdad de las dos antiguas afirmaciones básicas de von Lizt acerca del Derecho penal como límite de la política criminal y como carta magna del delincuente. Cf., en sentido contrario y referido al momento actual, Pastor, Daniel, La deriva neopunitivista ...cit. (nota al pie nº 36).
[48] Cf. Jakobs, Günther (cit. nota al pie nº 1), VI, ps. 50 y ss. y VII, 6, p. 56; Pastor, Daniel (cit. notal pie nº 3), p. 25 y ss. del manuscrito.
[49] Eventualmente puede partir del informe o dictamen de un acusador o de un defensor, productos intelectuales que no guardan la misma relación con el resultado, pues están dominados por los intereses defendidos en esos informes.
[50] Hoy acabo de leer en los periódicos de la fecha un requerimiento fiscal español, por delito internacional contra los derechos humanos, esto es, por un crimen atroz y extendido, que solicita más de ¡nueve mil años de prisión! para la eventual condena, y nadie parece haber dicho nada sobre ello. La capacidad de asombro frente a la racionalidad de la pena se ha perdido.
[51] 1984, sólo que el autor calculó erróneamente el año. Cf. mi Blumbergstrafrecht, editorial de „NDP“, 2004/A, ps. I y siguientes.
[52] A propósito de ciertos acontecimientos luctuosos en la República Argentina o, mejor dicho, en Buenos Aires y sus aledaños, cf. mi Blumbergstrafrecht, cit. nota al pie nº 49; pero el problema parece ser universal y no distinguir ni siquiera tendencias políticas: cf. Demetrio Crespo, Eduardo (cit. nota al pie nº 19), p.51; Silva Sánchez, Jesús-María (cit. nota nº 1), 2.3., nº 5, p.31, 2.4., ps. 32 y ss., 2.5. y 2.6., ps. 42 y ss., 2.8. y 2.9., ps. 66 y siguientes.
[53] CN, 18; por todos, Vélez Mariconde, Alfredo, Dpp (2a. edición), Ed. Lerner, Buenos Aires, 1969, t. II, Parte dogmática, Cap. I, nº 2, ps. 18 y siguientes.
[54] PIDC y P, 6; CADH, 4.
[55] Toda parte del orden jurídico que tiene por finalidad la distribución de bienes se rige por el principio del enriquecimiento lícito o ilícito, según prefiera ser llamado, como, por ej., lo hace el Derecho civil cuando gobierna las formas lícitas de adquirir el dominio o las obligaciones, entre ellas, las de reparar daños (Derecho de daños), posición que comparte con los demás derechos que integran el Derecho privado, como, p. ej., el Derecho comercial.
[56] Ello no discrepa demasiado con la tesis de Hassemer, Winfried, sobre un Derecho de intervención, situado entre el Derecho penal y el Derecho de daños (cf. cit. notal pie nº 4 (versión castellana), III, 2, b, y IV, ps. 43 y ss.); y Silva Sanchez, Jesús-María, sobre un Derecho penal de segunda velocidad (cf. cit. nota al pie nº 1, nº 7, ps. 150 y ss. ).
[57] Cf. Baratta, Alessandro, Viejas y nuevas estrategias en la legitimación del Derecho penal, en „Poder y control“, Ed. PPU, Barcelona, nº 0/1986, ps. 79 y siguientes.
[58] Nadie espera —salvo discursos políticos intencionados— que el Derecho penal borre al delito; por lo contrario, el Derecho penal lo supone y comienza a actuar normalmente, en ese sentido, con cierto retraso, pues también supone su perpetración, esto es, llega tarde a la cita casi siempre. Pero una eficiencia menor en su aplicación es, con todo, el único medio preventivo que conozco, vinculado a lo jurídico.
[59] Cf. Maier, Julio B. J., ¿Es la reparación una tercera vía del Derecho penal?, en El penalista liberal (homenaje a Manuel de Rivacoba y Rivacoba), Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2004, ps. 215 y siguientes.
[60] Estas últimas, por ej., en el capítulo que ha dado en llamarse responsabilidad por el producto, en relación a los riesgos que importa la fabricación, elaboración y puesta en el mercado de cosas, medicamentos o mercaderías de consumo masivo, conforme a la vida económica actual (cf. la tesis doctoral —manuscrito todavía sin defensa ni publicación— que, sobre el particular, escribió Sarrabayrouse, Eugenio, §§ 4 y 6, que involucran como género una serie de soluciones como las de aviso, los decomisos y las prohibiciones de venta o expedición, al lado de la misma reparación de múltiples maneras).
[61] Cf. Silva Sánchez, Jesús-María (cit. nota al pie nº 1), 2.9., ps. 69 y ss.; y, extremamente, , Gracia Martín (cit. nota al pie nº 4).
[62] Mi Extraterritorialidad penal y juzgamiento universal, en Estudios en homenaje al profesor Enrique Véscobi, Ed. Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 2000, 4., ps. 50 y ss.; o Derecho penal internacional..., en „Revista jurídica de Buenos Aires“, Fac. de Der. y C.S., Univ. de Buenos Aires, 1998, ps. 17 y siguiente.
[63] Cf. Agamben, Giorgio, Estado de excepción (ver nota al pie nº 2).
"LA ESQUIZOFRENIA DEL DERECHO PENAL".
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