La creencia de que la reparación sólo es viable en tanto y en cuanto exista una instancia previa de castigo, impuesta por un tribunal como consecuencia del desarrollo previo de un juicio, acarrea al menos tres problemas no menores que afectan decididamente la lógica y la consistencia de esa formulación. El primero de ellos tiene que ver con una subestimación de la capacidad que las formas alternativas de resolución de conflictos pueden llegar a asumir como instrumentos autónomos eficientes, frente a cualquier tipo de conflictividad social. Por otra parte, se advierte una inexplicable sobreestimación de las aptitudes del  Derecho penal para resolver esas circunstancias y también de sus supuestas connotaciones simbólicas. Finalmente, podemos decir que la postura desconoce las peculiaridades de la justicia restaurativa y las diversas formas y diferentes perspectivas que caracterizan a la misma.

La crisis de legitimidad del sistema penal radica justamente en su reconocida ineptitud para dar soluciones mínimas a las cada vez más apremiantes demandas de las sociedades modernas respecto de la delincuencia. No obstante, las lógicas legitimantes del Derecho penal siguen remitiendo al mismo al momento de intentar solucionar la nueva conflictividad social tanto a nivel estatal e internacional. Ello ha contribuido a una inflación sin precedentes del Derecho penal, que en modo alguno ha reflejado una disminución de los estándares de conflictividad ni ha contribuido a la construcción de una mayor seguridad humana en nuestras sociedades. Se han incrementado desmesuradamente las míticas funciones simbólicas que se atribuyen al sistema penal, que se ha revelado como manifiestamente incapaz de resolver ninguno de los problemas o cuestiones en virtud de los cuales se sigue acudiendo al mismo cada vez con mayor frecuencia. Preocupa entonces obervar cómo, frente a la dilusión de las esperables funciones simbólicas del Derecho penal, sistemáticamente incumplidas, los particulares, los empresarios morales y los medios de comunicación, presionan sobre las agencias secundarias de criminalización, en particular las policías y las agencias jurtisdiccionales, en la búsqueda de respuestas que por supuesto tampoco habrán de encontrar en esos ámbitos, concebidos constitucionalmente para el cumplimiento de otros objetivos. Sobre todo, porque en muchos casos esas presiones logran influir sobre la imprescindible independencia que debe regir la toma de decisiones jurisdiccionales en cuestiones de semejante trascendencia. La agencia judicial, la menos democrática entre los poderes del Estado, sigue siendo la más vulnerable frente a esos planteos neopunitivistas, efectuados por grupos de presión que en no pocas oportunidades terminan construyendo la agenda e incidiendo decisivamente en las resoluciones que adoptan esos funcionarios.
El sistema de Administración de Justicia penal es integrado en Argentina, en una proporción todavía importante, de funcionarios y magistrados designados por la dictadura o tributarios ideológicos de la misma, que padecen de un ritualismo y un burocratismo endémico, y cuyo fetiche y vórtice de muchos de sus temores es la preservación de la “carrera” judicial, ante cuyo altar se rinden muchas de las convicciones democráticas que deberían profesar y respetar ordinariamente. Esto ha generado un sistema penal de neto corte prevencionista y retribucionista, que deja de lado la naturaleza constitucional del paradigma resocializador en materia de castigos institucionales. El Derecho penal ha avasallado virtualmente al Derecho procesal penal y sus garantías, lo ha doblegado, y ha evolucionado desde un Derecho penal liberal hacia un Derecho penal de prevención de riesgos, impactando brutalmente en la cultura jurídica y en el sentido común hegemónico de las sociedades postmodernas.
Admitida la hipertrofia del carácter simbólico del Derecho penal y su exagerada confianza en el mismo, que además demuestra cotidianamente su incapacidad para resolver los conflictos interpersonales, las medidas alternativas de resolución, establecidas de manera autónoma a los procedimientos previstos institucionalmente para el ejercicio de la jurisdicción penal, encarnan un cambio cultural plausible a favor del que, debe reconocerse, mucho falta por hacer, sobre todo en materia cultural, respecto de los operadores del sistema, la sociedad y las propias víctimas, fuertemente influidas por un sistema de creencias neopunitivista. Mientras el proceso penal trata de reproducir una pretendida verdad histórica, que incluye extremos tales como la existencia del delito y la participación del imputado en el mismo, la reparación reconoce otro punto de partida, diametralmente distinto, que se vincula al reconocimiento voluntario de la existencia del conflicto por parte de la víctima y el infractor, cosa que, en este último caso, casi nunca se verifica en los juicios criminales.
La cultura punitiva a que hacemos mención se encuentra estimulada por discursos vindicantes que asimilan la idea de “justicia” a la de imposición de duros castigos, en especial de penas de prisión extremadamente prolongadas. Este es un dato objetivo de la realidad contemporánea global, en el que la víctima, luego de recuperado el rol que intuían a priori los reformistas, no solamente no tracciona a favor de medidas alternativas de resolución de los conflictos, sino que puja en aras de una mayor punición. Por supuesto, en los no pocos casos en que obtiene su finalidad, termina advirtiendo la insatisfacción que el castigo supone como medio efectivo de reparación de su pérdida. Pero son muy pocas las advertencias que en este sentido se efectúan desde las agencias oficiales implicadas o desde los demás medios de control social capaces de formar opinión.
La mediación, a diferencia del sistema penal, abjura de las lógicas binarias y tiene como punto de partida el reconocimiento de la existencia del conflicto, por parte de víctima y victimario, en lo que significa el primer tramo de un recorrido lógico que la diferencia de la cultura punitiva. Esta primera mirada ya es, por cierto, superadora de  las categorías inquisitoriales del sistema penal, que se despreocupa olímpicamente de las representaciones e intuiciones de los perpetradores y los ofendidos, y constituye un magnífico estímulo para intentar remitir -precisamente- los denominados “delitos ideológicos” o “espirituales”, que son aquellos que sienten que su conducta está justificada con arreglo a supuestos fines religiosos, políticos, ideológicos o patrióticos, justamente porque uno de los recaudos de la justicia restaurativa radica en considerar especialmente las causas que generaron el conflicto, intentando encontrar los medios más eficaces para satisfacer las necesidades de las partes, lo que constituye otro dato innovador de relevancia a través de la comunicación y el diálogo entre el ofensor y el ofendido, con la intervención de una tercera persona –el mediador- frente a la cual las partes oponen sus diversas realidades, sus biografías y sus identidades frente a frente.
A través de medios eficientes para evitar la doble victimización del ofendido, se intentará que la víctima pueda conocer las causas de la conducta del ofensor y que éste comprenda la magnitud del daño inferido, como paso previo, inexcusable, para incorporar la culpa moral y propender al arrepentimiento y la reparación. Este posible acercamiento ayudaría a la víctima a encontrar respuestas a sus múltiples preguntas e indagaciones sobre pérdidas incomprensibles y a superarlas más prontamente. Deberá trabajarse arduamente con las víctimas, a veces en una dirección contraria de la que lo hacen las agencias que dicen ocuparse de las mismas. Tal vínculo podría permitir que el propio autor recapacitara y aceptara su responsabilidad, frente al seguro derrumbe de sus preconceptos ideológicos, incapaces de tolerar el impacto profundo del dolor infinito y la sinrazón brutal. Con base en tales argumentos se podría evitar una pena de privación de libertad inútil, que no satisface a ninguna de las partes y banaliza la respuesta estatal frente a la sociedad, que termina naturalizando el dolor sin limites de víctimas y victimarios y se monta en una lógica vengativa francamente regresiva. Estas instancias no puntivas permiten que la víctima sea escuchada y reparada y la alejan del fetiche de asimlar la idea de justicia a la de castigo. El infractor podría reintegrarse a una sociedad que lo ha repelido, aunque esa sociedad y su propia conducta lo avergüencen.
La vergüenza reintegrativa es también un instrumento importante a considerar como sucedáneo superador de la cárcel en la medida que pudiera recuperar a las partes, pacificar los espíritus y recomponer la convivencia. Algo que no podemos pedir al Derecho punitivo, porque su propia naturaleza es negadora de esa visión más sensible y compleja de los conflcitos sociales, y no podría adaptarse a modelos no verticales de resolución de problemas. En general, las sociedades occidentales mantienen una concepción jurídica del poder, totalmente insuficiente y restrictiva, basada en la primacía de la regla y la prohibición, cuya matriz remite paradigmáticamente a la filosofía kantiana y su ley moral binaria en términos de deber ser. Por paradójico que resulte, el sistema penal, tal y como aparece hoy configurado, genera irresponsabilización, despersonalización, incapacidad para asumir consecuencias. Todo un impagable servicio a la reincidencia. En efecto, no puede dejarse de lado que, aunque dotado de límites y garantías de todo tipo, el Derecho penal encarna siempre una dosis de violencia e irracionalidad que, por estar en su naturaleza, conspira contra su legitimidad social y política. Más cuando un análisis del sistema penal, en sus consecuencias, revela que las formas de resolución alternativa de conflictos podrían llegar a reconstituir decisivamente la confianza en el sistema de administración de justicia, y por ende, en la convicencia pacífica.
La justicia restaurativa, la mediación y la conciliación tienen la indiscutible virtud de devolver a las partes el conflicto incautado y la responsabilidad de resolverlos, superando el exceso grosero de judicialización de las diferencias que caracteriza el paisaje social contemporáneo. Además permiten satisfacer en clave indudablemente más civilizada las necesidades reales de las víctimas (no las inducidas ni las cultural y discursivamente hegemónicas) y también la de los ofensores: la reparación del daño, las explicaciones, el perdón y los tratamientos y abordajes necesarios para nivelar las asimetrías sociales existentes entre las partes. Para ello, es imprescindible desmontar, mediante un trabajo sostenido y sin plazos, la obsesión social del castigo al culpable, el sentimiento más básico de mera venganza, que ha pasado a cumplir una serie de funciones simbólicas y casi ninguna real, como no sea la estigmatización y el sufrimiento de los sancionados. Es claro que tenemos plena conciencia de que, así planteados, nuestros objetivos despenalizadores bien pueden ser tildados de utópicos, y por ende, entendidos como irrealizables. Pero también nos queda absolutamente claro que el rol de los teóricos en materia penal es justamente entrever las futuras coordenadas del Derecho criminal y tratar de acumular fuerzas en dirección a formas menos violentas de comportamiento social e institucional. Desde el fondo de la historia, nos observan los utópicos que abogaban por la abolición de los castigos corporales,  la venganza de la sangre,  las ordalías, los juicios de dios y  la pena de muerte.